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El chisme con rigor literario

'La felicidad de los perros del terremoto', Gabriel Rodríguez Liceaga, Literatura Random House, México, 2020.
Alejandro Arras

Los primeros capítulos de La felicidad de los perros del terremoto tienen como desenlace el mismo tweet. Una serie de influencers comparten el mensaje: “Oigan ¿y si mandamos a Biuti Full a darle un concierto a los esquimales? Voten aquí”. La empresa de refrescos Pepsi elabora una campaña publicitaria que consiste en que usuarios de internet voten por cualquier ciudad en el mundo para enviar a un afamado reggaetonero a dar un concierto. El chiste se viraliza, la propuesta se hace realidad. De ahí en adelante, la estructura de la novela logra dar paso hacia su escenario idílico: Kodiak, Alaska.

¿Cuántas veces se describió en la literatura del siglo xx la propagación de un chisme por medio de un periódico? ¿Cómo corren los rumores en los pueblos y ciudades francesas de las novelas de Balzac o Maupassant? La originalidad en la literatura no radica sólo en reinventar nuevas estructuras narrativas, sino también en la manera de adaptar nuestro entorno contemporáneo en palabras. Rodríguez Liceaga mezcla tradición y prosa atenta a su entorno inmediato. Por “tradición” me refiero al conocimiento de la historia de la literatura. En sus libros hay adaptaciones estructurales de escritores como Flannery O’Connor o Jaroslaw Iwaszkiewicz. En una entrevista realizada por la revista Chilango, el autor dice que el tweet multiplicado es una adaptación de Rojo y negro (1830), donde una noticia pasa de mano en mano hasta llegar a un obispo. En otra charla cuenta que en El señor presidente (1943), de Miguel Ángel Asturias, acontece algo similar. “Confundimos materia prima con obra de arte, autenticidad con sensacionalismo”, decía Emmanuel Carballo, pero no hay novelista, ni pintor, ni cineasta, que sobreviva al paso del tiempo sin conocer los grandes momentos que acontecieron en su oficio.

El asunto de escribir respecto a lo inmediato rara vez funciona, en la mayoría de los casos requiere de la sazón de varios años, como señala Christopher Domínguez Michael en el caso de una de las mejores novelas del siglo xix, Guerra y Paz (1864) de Lev Tolstoi, donde tuvieron que pasar varias décadas para lograr su cometido; desde la invasión napoleónica de Rusia en 1812 hasta la fecha de su publicación. En el caso de La felicidad de los perros del terremoto funciona ejemplarmente, como funcionaron en su momento novelas como Los de debajo (1915) de Mariano Azuela, La noche de Tlatelolco (1971) de Elena Poniatowska, o Se está haciendo tarde (1973) de José Agustín.

Esta es la primera novela de Rodríguez Liceaga en que internet fluye más allá de un acontecimiento circunstancial. Aquí, la web sirve como carril por el que se avanza: las palabras fluyen imaginándolas sobre un monitor en el que das clic y pasas de imagen en imagen. Internet está al centro de la novela, como la púa de un trompo.

Dos capas conforman la ingeniería de la novela. La primera columna está compuesta por una narración en tercera persona que describe la vida de los personajes, hecha de inventarios, de una especie de memoir fragmentado, pero sobre todo sobrevuela el clásico humor del autor; su marca distintiva. El sentido del humor de Liceaga es un revoltijo de sarcasmos, metáforas y picardías mexicanísimas. La segunda columna consiste en un epistolario escrito por un maltratador de animales que recuerda, en el tono, al misántropo protagonista de La conjura de los necios (1980) de John Kennedy Tool, y, en forma, a la configuración narrativa establecida en la novela Boquitas pintadas (1969), de Manuel Puig.

Quienes recién hallen la obra del autor de La felicidad de los perros del terremoto, gracias a que esta es la primera ocasión en que lo acoge una editorial de difusión masiva, se sobresaltarán al leer sus libros de cuentos: Perros sin nombre (Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí, 2012) o ¡Canta, Herida! (Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, 2015). Cuentos de un rigor estilístico formidable, que han recibido la admiración de otros destacados escritores contemporáneos, tales como Antonio Ortuño, Aniela Rodríguez o Eduardo Antonio Parra. Me uno al entusiasmo del novelista Juan Pablo Villalobos, que escribió en su cuenta de Twitter en 2018: “En el vuelo que me extrajo de los pasillos y salones de la fil vine leyendo este libro de cuentos —(¡Canta, Herida!) 2015— de Gabriel Rodríguez Liceaga. Estuvo dentro del programa de escritores mexicanos emergentes `ocho talentos al ruedo´, pero a mí me parece un autor totalmente emergido, que camina por el agua”.

 

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