Prosaísmos

- Orlando Ortiz - Saturday, 04 Apr 2020 18:40 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

Los misterios de Prieto y Ramírez (II y última)

 

A finales de la primera mitad del siglo xix, Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez pensaron escribir algo que llamarían Los misterios de México, emulando la novela de Eugenio Sue, Los misterios de París, en la cual revelaba los secretos de los bajos fondos de la capital francesa. Prieto conocía ya las calles miserables, barrios inmundos y antros con tufo infernal, así como personajes, tipos, costumbres y mentalidades de la ralea más baja y la no tanto. Pero debía mostrársela al Nigromante y entre ambos tomar notas, apuntes y dibujos para documentar la publicación. Fueron tres meses de “trabajo de campo”, dirían ahora, en los cuales, como asenté en mi colaboración anterior, Ignacio Ramírez evidenció tener un increíble talento con los gises de colores y el carboncillo. Pero quién sabe dónde quedaron esos retratos de lugares, viviendas y personas.

Emilio Arellano consigna en su libro Guillermo Prieto. Crónicas tardías del siglo xix en México, que recorrieron Tepito, barrio que, al decir de Guillermo Prieto, era tan espantoso que le hacía recordar las crónicas posteriores a la conquista. Siguieron hacia la basílica de Guadalupe y también visitaron barrios —infestados de chinches, pulgas, piojos y garrapatas, por mencionar solamente la fauna menos visible—, donde las ratas parecían gatos: Tlatelolco, la Garita de Vallejo y la Lagunilla. Aquí los habitantes eran escasos, pues un vecino les informó que la mayoría de los pobladores del barrio había muerto en la epidemia de cólera del ’33. El Nigromante estaba impresionado por la apocalíptica realidad que Prieto le había mostrado. Sin embargo, éste insistió en mostrarle una vecindad muy pintoresca, casi oculta, ubicada en la calle de La Verónica, muy cerca de La Academia de Letrán, donde se reunían los más ilustres hombres de letras.

Una vecindad que nunca lo había sido ni lo era. Se trataba de las ruinas de un convento colonial. Se entraba al lugar a gatas, por una oquedad casi oculta. Lo primero que había era un espacio en el que algunos hombres malencarados jugaban cartas y bebían, en mesas improvisadas con tablones sucios y apolillados, mientras una mujer entrada en años zapateaba flamenco en un improvisado tablado; algunas mujeres deambulaban o también bebían; el espacio se prolongaba y podían adivinarse más viviendas o cuartuchos; se escuchaba voces y chillidos de niños, alguna guitarra amenizando otro lugar, y la voz no desagradable una mujer cantando arias de óperas de Rossini y de Bellini.

Antes de retirarse, la mujer afecta al flamenco y no carente de atractivos, preguntaba “¿Quién se lleva esta noche a la princesa por dos reales?” Había también una mulata que, semicubiertas sus desnudeces en seda, danzaba algo exótico. Era “una vecindad” porque en los patios interiores había tendederos en unos, y por el olor a fritangas y comida que manaba de los cuartos en los que vivía aquella gente y los chiquillos que estaban jugando en el patio o lloriqueando de frío, hambre o enfermos. No faltaban los pleitos entre mujeres, o pelados o entre ellas por un “galán” o entre ellos por una damisela. O hasta por no respetar los tendederos. Mayor promiscuidad y deterioro moral no podía haber. Ignacio Ramírez ahora sí podría decir que conocía los bajos fondos de Ciudad de México (gracias a Guillermo Prieto).

Al hacer el balance del material que tenían para su libro, se percataron de que la publicación sería mal recibida por todos los bandos, pues ponía de relieve situaciones y hechos que debían ser denunciadas y combatidas por unos, o ignoradas por los otros.

Guillermo Prieto escribió en abundancia, al grado de que sus obras completas, compiladas por Boris Rosen Jalomer, suman treinta y nueve volúmenes. Confieso que si acaso he leído la tercera parte de esa obra, no obstante me he topado sólo con fragmentos de ese pasaje, peinadito y afeitado, pues se menciona que era necesario entrar a gatas y detallitos similares, pero las partes más crudas de la descripción de esa “pintoresca vecindad” no aparecen. ¿Olvido o autocensura? Ese es el misterio para mí.

 

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