Rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 19 Apr 2020 07:34 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

La espera interminable

 

Escribo cansada de no moverme. Harta de sentir incertidumbre, tan desalentadora. Estoy llena de dudas: ¿será pertinente lo que diga acerca del momento que corre? Las lecturas que puedo sugerir, ¿añadirán algo a las muy buenas recomendaciones que llenan internet? Lo dudo.

No uso redes sociales, pero hay días en los que pienso que sería buena idea tener cuentas de Twitter, de Instagram, de Linkedin, de Facebook, un blog, dos, tres. Unirme a chats, a grupos de estudio, acudir a reuniones virtuales con mis compañeros de primaria. Pero, ¿a quién engaño? Desde mi encierro miro el mundo virtual y sé que me falta mucho para estar a mis anchas ahí. Las rutinarias batallas en Twitter debido a temas políticos me repelen: ambos bandos saben cómo insultar y manipular los hechos. Todo es instantáneo, menos la cuarentena, la única posibilidad de “aplanar la curva”. Así que hay que seguir aislados en estos días contradictorios en los que la emergencia se debe combatir con una muy específica inmovilidad.

Lector, tengo que contar lo mismo que tú, excepto si eres un médico o un trabajador de la salud, en cuyo caso, me rindo a tus pies. Estoy aburrida e inquieta. El encierro me ha hecho valorar actividades que no sabía que me importaban tanto. Ignoraba, por ejemplo, que ir a caminar –en mi caso, cojear como Ricardo iii– a los Viveros es un asunto de vital importancia, así como la posibilidad de tomarme un café donde se me dé la gana. Me muero de ganas de ir a comprar dos pliegos de papel para acuarela, que languidecerán con otros en el fondo de mi clóset (no caben en otra parte). Me digo: “Ahora es cuando, saca la caja de acuarelas, no pierdas un segundo más.” Voy al mueble donde guardo tubos de gouache secos, acuarelas, tintas, tubos de acrílico… y me pongo a limpiarlos. Me sigo con los pinceles. Encuentro un cuaderno lleno de bocetos feísimos. Me desanimo. ¿Para qué insisto? Mira nomás. Me detengo frente al librero. Hay estantes repletos de libros sobre la Peste Negra, esa que llegó de las estepas de Asia Central en 1348 y entró a Europa por Génova y Marsella. Como un incendio se extendió por Europa y acabó, por lo menos, con la mitad de la población. Hasta hace poco era mi lectura favorita, un extraño consuelo. Obviamente, en estos días me asusta.

En 1348 hubo todas las respuestas posibles: la solidaria, la flemática, la histérica. Marsella fue ejemplo de hospitalaria serenidad. El papa Clemente vi enfrentó la epidemia como un valiente, asistido por un médico formidable, Guy de Chauliac, quien padeció la peste y la superó. El papa, frívolo, mujeriego y manirroto, fue también cerebral y generoso. Defendió a los judíos –el martirizado chivo expiatorio de la Edad Media y otras épocas– con argumentos teológicos indiscutibles, amenazando con la excomunión a quienes los agredieran. Se quedó en Aviñón, donde entonces tenía asiento el papado y allí murió, amado por los sobrevivientes. Clemente escribió una Misa de la Plaga que estuvo en uso hasta el siglo xx. Lo malo de dicha misa es que garantizaba a quien la escuchara 260 días de indulgencia. Las iglesias se abarrotaban de creyentes desolados y se armaban unos contagiaderos de órdago.

Durante la peste dar malas noticias, aunque inevitable, se consideraba cruel. Algunos lugares prohibieron al campanero tocar a muerto con cada defunción, porque entristecía a la gente que no podía escapar del sonido que retumbaba por todas partes. Como el noticiero de ahora. En algunos lugares, como Alemania y Bruselas, se organizaban bailes comunitarios que reunían a cientos de personas y acababan en lloraderas (atribuidas a demonios). Este fenómeno se llama choreomania.

Quedémonos encerrados. El devenir del mundo es hoy como un torrente caudaloso y veloz. Nos aburrimos adentro, pero podemos enfermar y contagiar a otro afuera. Y recordemos que después de la peste surgió el Renacimiento. Algo es algo.

 

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