Alfonso Reyes, Paul Éluard y la libertad*

- Héctor Perea - Sunday, 26 Apr 2020 07:31 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Un buen día, antes del cambio de milenio, recibí un presente dividido en tres, absolutamente imprevisto y que resaltaba con sutileza el valor de la libertad.

a Carmen, Patricia y María Fernanda

 

Hay alguno de ustedes, de los que ustedes llaman maestros, que se atreve gritar viva la bagatela

Ramón María del Valle-Inclán, Luces de Bohemia

 

Un buen día, antes del cambio de milenio, recibí un presente dividido en tres, absolutamente imprevisto y que resaltaba con sutileza el valor de la libertad.

Poco antes había muerto el Chato Noriega, conocido constitucionalista y académico de la lengua, y la familia ponía en venta la casa del Pedregal, histórica por varios motivos pero también imposible de mantener. Con su jardín volcánico de inspiración barraganesca, la misma guardaba aún las últimas joyas de la biblioteca, las cuales, quizá por su originalidad, rareza y hasta absurdo, habían sido imposibles de colocar con algún comprador.

La convocatoria para visitar la bella construcción de estilo funcionalista de la calle de Agua, hoy reconvertida en una casa de modernidad siglo xxi y, según parece, absolutamente sustentable, era para repartir entre amigos de amigos los últimos objetos que entorpecían la entrega al nuevo dueño. Entre ellos se encontraban –quiero suponer– algunos de los menos llamativos y más apreciados por el abogado. Después de un escaneo por el salón a velocidad de rayo, mi mujer y yo nos decidimos por aceptar tres maravillas, una de las cuales se subdividía a su vez en varios volúmenes de obras de autor, firmadas con pluma fuente y tinta azul caribe para mayor exquisitez.

El primer objeto era una imagen de Remedios Varo lograda por la también fotógrafa de Mario Pani Ikerne Cruchaga. En impresión original de 1955, la foto pertenecía a la serie de retratos de la artista con fondo o, en este caso, frente de tapete rústico, de pueblo. El segundo regalo era un ejemplar enmarcado del cuadernillo concebido por Fernand Léger para popularizar el poema Liberté, de Paul Éluard. El tercero, la edición de lujo de las Obras completas, de Alfonso Reyes, que contaba con la identificación manuscrita del autor en el colofón de cada volumen. Por cierto que al conjunto de tomos se había sumado un volumen suelto de 1951, en tapa dura, correspondiente a la traducción parcial de la Ilíada, que llevaba el signo manuscrito de la ilustradora del libro, Elvira Gascón, justo al lado de la firma de Reyes, en un equilibrio autoral perfecto.

Destacaba en esta serie única de ejemplares, que abarcaría hasta el tomo xix de las Obras (1955 a 1968), el hecho de representar un mundo estilístico contrario por completo a las formas y acabados de la industria editorial contemporánea. En la edición del Fondo de Cultura Económica la calidad a la rústica del regalo estaba subrayada por su aparente sencillez. Y en ser, de manera inusitada, desde la portada y hasta la cuarta de forros, una obra sólo de papel, constituida por una suma de superficies tan frágiles y contundentes, en su perfección, como la de las alas de los pájaros, las formas cambiantes de la arena, el eco de la infancia donde Éluard había escrito la palabra Libertad. Pero claro, en todas estas capas de papel se distribuían con belleza y proporción, digamos áurea, los distintos gramajes para que el lector pudiera medir el peso de cada volumen, apreciar la seducción de las texturas, ver con morosidad y plenitud las distintas tonalidades del papel Corsican marfil sobre el que destacaría el negro de la familia tipográfica Bodoni. Todos los anteriores resultaban, en las Obras completas, elementos tan finos como las ideas guardadas al interior de los libros, capítulos, palabras de Alfonso Reyes reunidos en los distintos tomos.

 

Remedios Varo mira hoy al que la mira desde un rincón de mi biblioteca, por la discreta abertura de una puerta de material tan modesto como el petate. Léger exhibe los perfiles juguetones que adopta la Libertad sobre los cuerpos de la ceniza, las cosas familiares, la espuma de las nubes del poema de Éluard impresos en los pliegues de un minúsculo biombo de papel. Reyes, por su lado, en la edición donde el lujo está en la sencillez extrema, pareciera deslizar los dedos sobre las costuras más interiores del Calendario y los Cartones de Madrid; del Suicida, el Monterrey brasileño y los juguetes infantiles exhibidos en los escaparates decembrinos, imposibles de comprar en los años del exilio madrileño y la Fuga de Navidad.

En aquellos regalos inesperados del Chato Noriega Alfonso empuja el índice con la misma libertad con que Remedios nos atisba de reojo y Fernand ilumina de rostros y formas el poema de Paul. Mi abuelo materno había experimentado el mismo placer de todos ellos al escribir sus artículos de juventud. Y con el disfrute de esa libertad plena, inconsciente, lo que logró fue la prisión huertista en Santiago Tlatelolco y la casi aplicación de la ley fuga durante el traslado cotidiano desde la referida hasta la temible cárcel de Belén, demolida luego hasta sus cimientos y reconvertida en el hermoso Centro Escolar Revolución del arquitecto Muñoz García. ¿Cuántos niños habrán estudiado hasta la fecha en el mismo sitio donde se eliminó de manera artera a tantos opositores del “traidor y asesino”, como llamó Belisario Domínguez a Huerta en ese discurso que lo conduciría a la tortura y la muerte; aunque también al derrocamiento del dictador? Tras librar el pelotón de fusilamiento o la tramposa evasión el abuelo se vio obligado, al igual que Mariano Azuela y tantos otros, al autoexilio en El Paso, Texas, durante el incipiente carrancismo para, finalmente, por insistir
con terquedad en la defensa de la libertad de
expresión –esa “mentira rosa”, como terminó definiéndola– sufrir la expulsión del país bajo turbias amenazas, quien lo iba a decir, en tiempos de Lázaro Cárdenas.

Con esto quedaban olvidados, sin importarle a nadie, sus años como director de El Regional de Guadalajara tras la salida de Eduardo j. Correa; de fundador de la corresponsalía neoyorquina de El Universal de Félix f. Pallavicini; de cocreador con Rodrigo de Llano de la cooperativa de Excélsior, y de editor en solitario de su libérrimo –y por lo tanto condenatorio– pasquín ilustrado Realidades. Con subtítulo de Hechos no palabras.

Si algo he aprendido con el estudio y, sobre todo, el disfrute de las desventuras narradas por Servando Teresa de Mier –el desfrailado y segundo de mis autores regios favoritos; porque hay más, desde luego–, es la posibilidad de entresacar cierto humor y hasta placer del peor desaliento ajeno. Así lo entendió el cubano Reinaldo Arenas en El mundo alucinante. En el caso de Mier, el conflicto había derivado del intento de ejercer el arte libre de la improvisación –suerte de stand-up comedy en su caso– sobre el inamovible dogma religioso. Para colmo, Mier revestía sus argumentos con la inteligencia y el ingenio de un verdadero excéntrico. Curiosamente, algo de lo anterior se descubre también, sin tener relación directa desde luego, en los casos de Alfonso Reyes y sus transtierros avant la lettre y escapadas nocturnas parisinas, y de mi abuelo Guillermo, el periodista boquiflojo amigo de Robert Ripley –aunque usted no lo crea–, así como del Brigadier Arias Bernal, el Chango García Cabral y Abel Quezada.

La desgracia no siempre significa una tragedia. O cuando menos, la caída definitiva a los infiernos representada en el marfil del Museo Arqueológico de Madrid que tanto fascinó e intrigó a Reyes. La razón de que para mí Monterrey sea un sitio frecuentado y muy querido desde la infancia es, por ejemplo, que mi abuelo encontró aquí la generosidad de otro regio. Quien, tras el período amargo del segundo exilio que había dejado a mis tías y a mi madre en una situación precaria, lo invitó a compartir la fundación de uno de los diarios más importantes del estado y del país. Labor para la que Guillermo y Stella, mi abuela, se trasladaron a la ciudad norteña con parte de la familia y su Enciclopedia Espasa-Calpe, en edición de 1924 y varias decenas de tomos y apéndices que muestran aún las heridas de los clavos de embalaje. Pero además, junto con la Espasa llegó el libro fetiche de una abuela bien tequilera, jalisciense a fin de cuentas: los Sonetos lujuriosos de Pietro Aretino. Asunto, este último, que aún hoy no deja de inquietarme y me hace olvidar en seguida la pasión insaciable de Stella por los caballitos y su odio por la sangrita que terminaba en mi estómago infantil durante los viajes de Semana Santa a Chapala. También fue en Monterrey donde vi y escuché por primera vez la respiración agitada, impaciente, de una rotativa; ese ruido de animal prehistórico a punto de extinción. Fue aquí además donde olí y me envicié con el perfume de la tinta de imprenta, que para los periodistas de la vieja escuela resulta el más seductor de todos.

La libertad en la escritura se gana a pulso. Durante décadas pensé, o más bien quise creer, que las principales influencias de mi narrativa estaban en las lecturas programadas desde la adolescencia. Y no fue sino hasta sobrepasar el medio siglo que descubrí que las mismas me habían enriquecido enormemente, al tiempo que habían limitado mi vuelo en solitario. Las obras de mis autores preferidos estaban, desde luego, en mi bagaje cultural. Pero la auténtica escritura en libertad que disfrutaron mi abuelo y Alfonso Reyes desde los diecinueve años, aquella en que participan por igual el juego como el riesgo, estaban en otro lado. Las verdaderas influencias en mi trabajo periodístico, ensayístico y narrativo, lo sé ahora, tras más de cuarenta años de práctica en los campos de la observación cotidiana, el estudio y la creación, se encuentran en los más pequeños y variados detalles de la existencia. En esos guiños translúcidos, sin cuerpo físico; en esas sombras chinescas que desde la infancia han venido saltando frente a mis ojos como si nada.

A pesar de casi no haber publicado en sus páginas, el periódico Excélsior ha sido el más cercano para mí pues allí trabajaron mis dos abuelos y mi padre, ayudante de linotipista en su juventud. Cuando en 1983 Francisco Zendejas escribió en ese diario la primera reseña a la plaquette con que me iniciaba en la cuentística sentí el aval crítico de un amigo sincero. Años después Alicia, su mujer, señalaría en este mismo espacio universitario que los estímulos más inspiradores de la literatura y de la vida están en la familia y la amistad. En la lectura de un poema, en la capacidad de disfrutar del arte. “En el sabor de un buen vino en una tarde irrepetible.” Allí se ocultan según ella, y en consonancia con lo experimentado por Sergio Pitol, “los verdaderos privilegios a los que puede acceder todo ser humano”. E igual a un buen vino fue siempre el café express que bebimos los integrantes de la primera generación del Taller de la Capilla Alfonsina, comandado por la querida Alicia Reyes. En él, bajo el aroma de una bebida concentrada al extremo y de la naftalina que protegía la biblioteca de Alfonso Reyes –hoy bien resguardada en la Capilla neoleonesa–, nació una generación variopinta de autores, artistas, teatreros. Alicia logró a través de su trato siempre abierto, incluyente, y, sobre todo, bajo una mirada crítica frente a los materiales presentados, la consolidación de un grupo de amigos. Algunos de los cuales seguimos enviándonos guiños cibernéticos.

Gracias a mi madre y a las anécdotas familiares, soltadas por aquí y por allá en la casa déco, no de la Roma sino de la Condesa; en la ya funcionalista de la colonia Águilas. En la cabaña de mis abuelos en Popo Park –o debiera decir en Tajimara, donde el alter ego de García Ponce pretendía al personaje de Cecilia, mi tía Andrea en la realidad–… Gracias a mi madre y a esas historias, repito, desde muy joven me aficioné a ver y a escribir de cine y literatura; sobre la pintura del primer Renacimiento. Gusto que con los años y la vida en Madrid y Roma daría un vuelco completo hacia el turbador manierismo y el claroscuro caravaggiesco; hacia Velázquez y Goya, la Transavanguardia italiana y el arte mexicano del siglo xx. Pero también gracias a ella, a Patricia, me obsesioné por la pasta de Italia y, sobre todo, pude publicar mi primera columna sobre arte en diarios de la provincia mexicana. En complemento de lo anterior, a mi abuelo materno le debo el gusto por ejercer el periodismo con libertad absoluta y, cosa de corresponsales, por la escritura y publicación de artículos culturales bajo la adictiva emoción de ignorar por completo cómo serían leídos a ciento o miles de kilómetros de mi escritorio. Aunque también, se entenderá, fue por Guillermo, el diarista boquiflojo, que empecé a interesarme en indagar sobre las vías que por cualquier motivo y sin ningún preámbulo pueden llevarlo a uno a preparar de urgencia la maleta o a salir del país con apenas lo puesto y sin regreso previsto.

Luego de las líneas anteriores sería totalmente injusto no mencionar lo que le debo a mi padre y no a Julio Cortázar. Y que es el descubrimiento del jazz y de la joya mayor del género: la improvisación en una libertad casi obligatoria, que en seguida entendí y adopté como algo consustancial a la escritura narrativa de nuestro tiempo –que había sido ya el de Laurence Sterne. El jazz de gusto paterno lo escuchaba desde niño, junto al gorjeo de las palomas de competencia que también lo atrajeron y dormían de pie, en una pata, sobre mi cuarto. Ya fuera en plan soft como cool –el free vendría mucho más adelante–, esta música me iba ganando poco a poco durante el duermevela y el primer sueño, que me alcanzaban mientras la cena de mis padres seguía hasta las tantas. Después de esta rutina periódica se entenderá que para mí resultaría de lo más natural el aplicar la improvisación a la escritura creativa. Play it by ear, expresión de origen musical cara a mi hermana Patricia, en el fondo a lo que invita es a ir a nuestro aire; o sea, a interpretar, a improvisar, a jugar todo el tiempo con las propuestas de la vida. Y ésta es desde luego la marca de agua de mi trabajo literario. Sobre lo último quisiera subrayar que mucho antes de leer a George Perec fue con Héctor el viejo, inicio de la saga familiar, con quien descubrí el arte del juego en su forma más pura, arriesgada, fascinante. Ésa en que se apuesta el todo por el todo en cada lance de dados.

Apasionado de las carreras de caballos y ambidiestro como era, Héctor mi padre jugaba el yoyo a dos manos, lanzando ambos juguetes con pericia de baterista, cirquero o piloto de combate. Un objeto volaba hacia un lado mientras el otro iba en sentido opuesto durante su maniobra. Y él siempre los atraía hacia sus manos sin dejar de enrollar, una y otra vez, cada platillo doble en su propia cuerda… para luego lanzarlos de nuevo y dejar que su vuelo se entrecruzara ya sin reglas, por tiempo indefinido, en total independencia. Pero también así jugaba ping pong, el otro juego que aunque suene a chino no lo es, sino británico. Lo hacía con una raqueta que parecían dos al lanzarla sin aviso de una mano a la otra; de la otra a la primera. Para en seguida, tras las fintas, engaños y truculencias del tirador de penaltis, terminar por liquidar al oponente sin que éste se hubiera enterado siquiera por la velocidad de la pelota.

Qué no hubiera dado yo en el pasado, aspiración que mantengo viva aún, por simultanear la creación ensayística y narrativa con el arte doble con que mi padre logró reinventar los juegos más divertidos de la infancia, y con esto conseguir que todo lo inimaginable, lo innombrable, lo imposible pudiera ser, en un abrir y cerrar de ojos, absolutamente real. Como lo fue en su momento y lo sigue siendo hoy la palabra Liberté en la visión ilimitada de Paul Éluard.

 

Roma, otoño de 2019

 

* Ensayo leído durante la entrega del Premio Internacional Alfonso Reyes 2019, en la Capilla Alfonsina de la uanl. Diciembre de 2019.

 

 

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