La medicina como literatura

- José Ángel Leyva - Sunday, 17 May 2020 07:22 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La relación entre la literatura y las ciencias es antigua, estrecha e inevitable. En este ensayo se pasa revista y se documenta con cierto detalle esa relación, en especial entre las letras y la medicina, y se anotan los puntos que las unen y generan un intercambio de temas, ideas y formas del lenguaje. Para ello, se menciona aquí una pléyade de escritores médicos y de médicos escritores cuyas obras ilustran cómo todo está en realidad profundamente interconectado.

“Es más fácil viajar al cosmos que al cerebro humano”, afirmaba en 1984 el doctor Ramón de la Fuente con absoluta convicción. En efecto, la sentencia era irrefutable en ese momento, cuando el fundador y director del Instituto Nacional de Psiquiatría era una de las figuras más influyentes, si no la que más, en el campo de la salud mental en México. No obstante, la aseveración que hiciera para la revista Información Científica y Tecnológica (icyt) del conacyt, en uno de mis primeros reportajes de divulgación de la ciencia, caería estrepitosamente, como muchos de los paradigmas sociales y políticos al final de ese decenio.
La erupción, más que aparición, de las tecnologías electrónicas, le darían vuelta al conocimiento de fin de siglo. La tomografía axial computarizada y la tomografía por emisión de positrones permitían el acceso a la masa encefálica sin necesidad de romper el cráneo. La medicina nuclear por un lado y la biogenética por otro ahondaban en los misterios de la conciencia y la naturaleza humanas. El cerebro estaba más próximo y la intimidad biológica del hombre dejaba lejos la percepción hermética de las neurociencias y las instalaba de sopetón en el horizonte de la bioética.

Por su lado, la academia de las letras consideraba con absoluta rigidez las fronteras de la literatura y el mito era condición sine qua non de lo literario. Impensable entonces, quizás todavía, que un trovador o una periodista fueran reconocidos con el Premio Nobel de Literatura. En muchos sentidos, las lindes literarias se relajaron o de plano se borraron en estos últimos decenios; los géneros comenzaron un proceso de hibridación que busca romper ataduras y producir combinaciones sorprendentes y revolucionarias. No sólo el periodismo se reconoce como literario por su imaginación y sus herramientas, por su lenguaje, sin apartarse de la veracidad obligatoria; también desde las ciencias se reclama un sitio, y no
precisamente desde la ciencia ficción, sino desde la ciencia pura, en el campo de lo que podría reconocerse como divulgación de la tecnología y la ciencia, discurso a caballo entre el periodismo, la narrativa, la crónica y la reflexión filosófica.

 

Despiertan los sonámbulos de la conciencia

Me viene a la mente el nombre y la obra de Arthur Koestler, en particular Los sonámbulos, como ejemplo literario en los dominios de la historia de la ciencia. No es remoto que un escritor, desde su labor científica, desde su experiencia y su lenguaje llame la atención de la Academia Sueca por sus méritos literarios. Si viviera, Oliver Sacks, sería uno de los candidatos con más méritos.

En su postrer libro, El río de la conciencia, Sacks nos da un ejemplo rotundo de cómo convertir la materia médica en literatura y en filosofía a la vez. En esta luminosa obra narra cómo Harold Pinter se inspiró en su libro Despertares (1973), sobre casos clínicos de encefalitis letárgica, para escribir la obra dramática Una especie de Alaska (1982). El genio creativo se da tiempo para olvidar y trabajar en el inconsciente una información que más tarde surgirá como discurso propio. Sacks compara la obra de Pinter con la de otro dramaturgo que, sin genio y con premura, escribió una pieza mediocre, sin originalidad, con repeticiones literales de su Despertares. Pinter reconoce la fuente, pero deriva en otro discurso, en otra propuesta. La literatura se nutre de la ciencia, de otras disciplinas estéticas, de la realidad, de otras mentes, de la lectura, de la oralidad, pero la memoria, mediante el olvido, hace su trabajo de fermentación y transforma el asunto para convertirlo en un producto propio. En ese sentido, nadie puede jactarse de ser completamente original. Escotomas de la memoria, de la historia, les llama Sacks; puntos ciegos que impiden visualizar a menudo las fuentes y hasta las conexiones de los hallazgos. Tramos de la conciencia donde se ocultan referencias, no para desaparecerlas del todo, sino para reelaborarlas. Al final, dice Sacks, la conciencia es no sólo la memoria, sino además el olvido de todas las experiencias que nos anteceden.

En su novela El mago John Fowles expresa, en boca del protagonista, su repulsa por la lectura de ficción y su búsqueda en fuentes que narran o ensayan sobre la experiencia humana, sobre el conocimiento. Llama la atención que el propio autor de esta ficción sugiera el hastío del mito narrativo. No es el caso de los médicos que han hecho su propia narrativa a partir de y en los dominios de los laboratorios, consultorios y viajes de investigación. No sólo no han abominado de la literatura y de la poesía, se apropian de sus herramientas y se hacen de una cultura literaria francamente erudita y a menudo recurren a la filosofía para instrumentar sus reflexiones.

Claude Bernard, el padre de la fisiología, se matriculó en la Facultad de Medicina, atendiendo al consejo de un crítico literario, para adquirir disciplina en el estudio y en la lectura que luego le fueran útiles en su incipiente carrera de dramaturgo. Nunca volvió a la creación literaria, forjó su propio mundo de experimentos, búsquedas y hallazgos y escribió Introducción al estudio de la medicina experimental, libro esencial para comprender los caminos de la investigación y la relación del hombre con su medio, el equilibrio funcional de los órganos: la homeostasis. De eso justamente nos habla Oliver Sacks. Una mañana, durante la fase terminal del cáncer hepático que le aquejaba, sintió la acción terapéutica que le permitía a su aparato digestivo retomar el control y regular sus niveles sanguíneos por unos instantes. La homeostasis sucedía una mañana invernal, cuando el sol se abría paso y le hacía sentir no sólo el placer de estar vivo sino la lucidez de El río de la conciencia, libro que sintetiza gran parte de su obra literaria, de su paso por el mundo.

Sólo mentes creativas pueden elaborar auténticos relatos literarios de no ficción con la vivencia profesional, con la investigación, con la aventura clínica. Tal como lo hace Oliver Sacks en obras como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, La isla de los ciegos al color, y en cada libro dedicado a una enfermedad o viaje de conocimiento, a la manera de los viejos botánicos, biólogos, antropólogos y por qué no, de los reporteros que, como Ryszard Kapuściński, urdieron el relato de un período de la historia y no de una sola geografía, como en su Viajes con Herodoto; un diálogo alucinante con el griego (484-425 ac), autor de Historias, que, según el periodista polaco, fue el primer gran reportaje de la cultura occidental.

 

La paramnesia del diccionario

Aún recuerdo mi incredulidad cuando cayó en mis manos Notas de un anatomista del mexicano, radicado en Estados Unidos, Francisco González-Crussi. Traducida del inglés y publicada por el Fondo de Cultura Económica, esta obra concentra varios textos de narrativa médica que nos obligan a ver la corporeidad como materia deleznable, corruptible, como entidad biológica habitada y constituida por microorganismos que no son buenos ni malos, sino parte de la vida y, en consecuencia, de la muerte. Algo semejante a lo que nos obliga a imaginar un poema como “Plátanos podridos” del brasileño Ferreira Gullar: bajo el calor de la playa se pudre el fruto, poco a poco pierde su forma, se desintegra, como cualquier cadáver. González-Crussi había ido más allá de lo que se atrevía en sus notas periodísticas otro patólogo mexicano de buena pluma, Ruy Pérez Tamayo. El desenfado y el humor, la ironía, son instrumentos poderosos en la prosa cultísima de González-Crussi, que no sólo nos entretiene y arranca sonrisas, también nos da lecciones de patología y nos obsequia el gozo de la buena escritura.

Algo similar, pero distinto a la vez, hallamos en Jesús Ramírez Bermúdez, hijo del escritor José Agustín y sobrino del periodista y divulgador de la ciencia Guillermo Bermúdez en Un diccionario sin palabras. Instalado en la neuropsiquiatría, Ramírez Bermúdez despliega historias clínicas de sus pacientes afásicos para, al tiempo que revisa sus conductas y sus condiciones orgánicas, tejer historias entre lo cotidiano y los misterios de la mente, del lenguaje y sus alteraciones, entre las lesiones cerebrales y dramas familiares, comunitarios, individuales. De manera simultánea corren las referencias bibliográficas, los apuntes del investigador, las conversaciones con sus colegas, las citas filosóficas, y sin duda las observaciones en casos de famosos como es el del Nobel de Literatura, el poeta sueco Tomas Tranströmer, quien padecía hemiplejia con una severa afasia (trastorno del lenguaje) que no le impidió urdir su obra poética y literaria, por la cual recibió la distinción de la Academia Sueca en 2011. También Oliver Sacks recurre a menudo a figuras notables para ejemplificar sus argumentos, como lo hace con Helen Keller, la autora y activista estadunidense ciega y sorda, quien fue llevada a tribunal por haber plagiado casi de manera íntegra una obra que le habían leído. Sacks ejemplifica en ella el caso de una amnesia parcial a causa de una lectura pasiva, a través del oído, y no activa, como el braille, que ella empleaba a causa de su invidencia. Podía recordar íntegra la historia, pero no el origen, lo cual le hacía suponer que era producto de su imaginación. Ello para fundamentar su teoría de que todo conocimiento está hecho de olvidos y omisiones involuntarias o conscientes, de que nuestra originalidad no lo sería sin la apropiación de otras búsquedas y hallazgos.

Es claro que a Ramírez Bermúdez lo tienta la ficción; de hecho, es autor de una novela, Paramnesia. El título deja en claro las temáticas de su profesión, aun cuando intenta evadir la realidad para establecer zonas narrativas con invención y mito. No es el caso de otros autores médicos que no han buscado el refugio o la evasión a través de la ficción, sino que han impuesto su carta de naturalización literaria a base de trabajar los recursos literarios en géneros como la crónica o el ensayo, tal como lo hace el propio Ramírez Bermúdez en Un diccionario sin palabras. En el caso de Sacks son muchos los ejemplos para considerar sus obras como joyas narrativas y científicas, desde El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, donde cada caso es un relato extraordinario por lo caprichoso de la realidad que raya en el delirio, o La isla de los ciegos al color en la que hace lujo de su capacidad descriptiva, icónica, narrativa, para trazar un cuaderno de viaje cuajado de circunstancias asaz misteriosas, no sólo en la búsqueda de causas y registros de la enfermedad neurológica, sino en el descubrimiento mismo de una historia de espalda al mundo, pues allí, en esas islas del Pacífico, se llevan a cabo pruebas nucleares que ocultan las grandes potencias militares. Islas a miles de kilómetros de tierra firme que nos muestran y demuestran que la evolución de la especies responde a un sistema dinámico, interconectado por aire, agua, tierra y acciones humanas, incluso. El hombre podría ser una rama evolutiva que se detenga por autodestrucción, pero la Naturaleza continuará su labor biológica, sugiere Sacks.

 

El lenguaje médico, ese género literario

Los médicos citados son escritores literarios no sólo por la forma como forjan sus relatos, sino por el valor que le otorgan al lenguaje, sin descartar que la medicina emplea uno de los metalenguajes más precisos y metafóricos de las diversas disciplinas, quizás porque su zona de conocimiento implica lo cultural y lo técnico, lo humanístico y lo científico. No podemos echar en el olvido que Sigmund Freud fue uno de los primeros en recibir el Premio Goethe por sus méritos literarios, en 1930, ni que André Breton emergió de las filas médicas para entregarse a los brazos del surrealismo, donde las teorías freudianas comulgaban con el arte,
con las zonas ocultas y los ricos yacimientos del lenguaje. Del gremio médico han emergido genios de la literatura –ese es otro tema–, pero los hay que han forjado, con la propia medicina, un lenguaje ávido de reconocimiento literario.

 

 

Versión PDF