Equinoccio (subrayados) / Francisco Tario

- Francisco Tario - Sunday, 24 May 2020 07:39 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
'Equinoccio' (1946) es una reunión de fragmentos que incluye “aforismos, epigramas, sentencias y prosa breve”; libro considerado por Humberto Rivas como las 'Iluminaciones de' Rimbaud de la literatura mexicana.

No hay tal silencio, fijaos bien. Es un constante rumor de astros, de aguas, de respiraciones heladas, de alas de pájaros.

 

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Hay gritos en la noche, gritos perdidos tras de las puertas, que pueden ser los gritos de todos aquellos que se están muriendo.

 

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Hay tantas clases de tristeza que es difícil para el hombre resolverse por alguna de ellas. Hay la tristeza del domingo, la tristeza de la alegría, la tristeza de la anciana con peluca que vende cera.

La primera es tristeza de suicidio; la segunda, de blenorragia; la tercera, de crimen. Y hay esa otra tristeza inofensiva, artera, pero que no se cura nunca, que es la tristeza de los puertos y los circos.

 

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Eternidad –un punto. Pero un punto hueco dentro del cual se halla el infinito.

 

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Todos, al morir, debiéramos tener enfrente un espejo.

 

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Esa luna agónica, escrofulosa, de grandes pupilas extáticas, que aparece extemporáneamente en las radiantes mañanas de sol.

 

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Sentir miedo –llenarse de humo por dentro.

 

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La obra maestra: el hombre. Pero con sífilis y todo.

 

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–¿La Tierra será acogedora?

No lo creo.

 

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He poseído a cuanta mujer bella he visto. O en sueños o entre los brazos, pero la he poseído.

 

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El mar –que nunca calla, que nunca cesa. El mar, cuyas dimensiones comprenderíamos muy claramente si se secase.

 

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Las funerarias grises, con letras negras, cortinas negras, con flores blancas.

–¿Cuál de aquellos cajones te gusta?

 

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Y el buen ciudadano honrado, temeroso de que sus huesos puedan perderse.

 

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Volverse loco –entrar por fin en razones.

 

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–Quiero ser tu amigo, no morir, aspirar el aroma de los campos en primavera y acariciar sus senos.

He aquí unos cuantos hermosos deseos.

 

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¡Triste, incierto, solitario hombre!...

 

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Pues Descartes está en el vacío. Precisamente, en el espacio vacío.

 

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–No soy hombre de consejos, pero quisiera advertirte una cosa: mira pasar las nubes, bajar las golondrinas, saltar la espuma en las rocas; mira llover, levantarse la arena con el viento; mira, mira muy bien a una mujer desnuda. Es lo más saludable.

 

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–Deja, no enciendas la luz. Se está mucho mejor a oscuras.

 

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No vuelven los muertos.

–¡Bah! ¿Y aquel señor de etiqueta que me presentaron anoche en tu casa?

 

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Sentada, así, en una tumba te quiero, como parte misma de la Muerte. Como una flor también o como rama de hiedra. De la tierra naciste y te quiero descalza, prolongación y promesa de los arbustos que germinarán mañana.

 

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En la alta, petulante, inservible postura del ciprés se adivinan sus trágicas raíces; sus manos sádicas y callosas, corrompiendo con deleite las castas y suplicantes manos de todos los muertos.

 

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–¡Ah, sujeta muy bien la mano de un moribundo, estréchasela tan fuertemente como puedas y verás qué importancia adquieren de pronto los pájaros, las piedras en que no habías reparado, tus zapatos! Verás asimismo en sus ojos un ansia infinita de revelar algo; algo que nunca nadie ha sabido, que no se sabrá jamás. ¿Sospechas tú qué pueda ser?

 

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Mi amor sexual, musical y mágico por la Tierra. Amor de vegetal, de planta –estupor y savia–, que nadie podrá arrebatarme.

 

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¿Nunca, de veras, se te ha ocurrido incendiar tu casa con toda tu familia adentro? ¿Y por qué no lo has hecho?

 

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El gran poeta, el concienzudo y citadino poeta y su último bramido:

–¡Partenón!

 

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“De entre las brumas del alcohol.”

¡Ninguna bruma! Una claridad prodigiosa, sin atisbos de muerte; una juventud infinita y radiante, con el deseo siempre latente; ni tiempo, ni espacio; gráciles, esféricos, caminan todos; y hasta las palabras –las divinas palabras, que nunca anuncian nada– se tornan soportables.

“De entre las rosas del alcohol” –más propiamente.

 

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De ese balcón precisamente que en las tardes de lluvia a todos menos a uno parece el más aborrecible, solitario y frío del mundo.

 

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Medianoche – como si dijéramos en mitad del mar.

 

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–Huysmans, Lautréamont, Rimbaud, vamos a jugar un rato a las canicas.

 

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El tiempo corre.

–No, amigo mío; ni corre ni existe. Tú sí corres; y aprisa.

 

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La Muerte y tú –nada más.

La Muerte –tu sombra, cuando paseas al sol por las alamedas; la Muerte –tu conciencia, siempre inconforme con tus actos; la Muerte –tu memoria, que alienta recuerdos que no te pertenecen; la Muerte –tu entendimiento, que no te permite asir sino aquello que no haya de trastornarla a Ella; la Muerte –tus lágrimas, extrañas por entero a tu voluntad; la Muerte –ese vacío sin causa que te ahoga con frecuencia en mitad del pecho; la Muerte –el ser que llevas clara e inseparablemente contigo mismo. La Muerte y tú –nada más.

 

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Morir –entregarse. Aquí estoy.

 

 

Fuente: Francisco Tario, Obras completas. Tomo i. Cuentos, Varia invención, edición y prólogo de Alejandro Toledo, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2015. Subrayados de Alejandro García Abreu.

 

 

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