Las rayas de la cebra
- Verónica Murguía - Sunday, 14 Jun 2020 07:36Crónicas marcianas
En estas semanas de encierro casi todos nos hemos obligado a revisar nuestras prioridades. Qué nos importa, cómo le vamos a hacer para adecuarnos a las condiciones de lo que se ha dado por llamar la “neonormalidad”, en qué hemos cambiado, todo eso.
Deberíamos y, quizás de ello dependa nuestra supervivencia como especie, hacer una revisión mundial rigurosa de nuestro trato con los animales, el medio ambiente, los demás.
La rectificación inmediata de la explotación de la naturaleza y el maltrato de las personas más vulnerables tendría que ser obligación de los gobiernos del mundo, aunque a los peores no se les ve muy dispuestos. Ni a los peores, ni a los regulares, si se me permite: aquí no cantamos mal las rancheras.
La ciencia, la cultura, la salud y la educación sobreviven con la espada de Damocles sobre la cabeza, mientras el petróleo, el aeropuerto de Santa Lucía y el Tren Maya siguen adelante con el ímpetu de una División Panzer. De
la seguridad ni hablo, porque lloro. No seguiré por ahí. En este artículo
lo que quisiera consignar es la extrañeza que me causa un rasgo mío que se había atenuado con los años, pero que, debido a la pandemia, ahora me parece ajeno. Marciano.
Desde niña leía el Vogue, el gringo. Tuve un tío al que adoré y que si hubiera nacido en Estados Unidos hubiera llevado una vida warholiana, pintando, rodeado de gente interesante y diseñando ropa. Como nació en Mérida, su vida transcurrió entre la pintura y la decoración. Su ropa y sus actividades eran consideradas estrafalarias en la Yucatán de los ochenta, pero en Nueva York no le hubiera movido una pestaña a nadie.
Siempre he querido pensar que hubiera triunfado como pintor en otro ámbito. También creo que le hubiera ido muy bien como modisto, pues mi tío tenía un extraordinario gusto para la ropa. Diez años antes de que Miguel Bosé anduviera de trencita de elfo, mi tío ya la usaba. Era guapísimo.
Yo era como su mascota y mi tío me enseñó a leer el Vogue en las tardes ociosas del verano. Aprendí mucho. La revista me ofrecía buenos artículos sobre danza, libros, cocina, viajes, ropa fastuosa e impráctica, y tratamientos estéticos chuscos y caros. Por leerla adquirí la veneración por ciertas cremas y la pasión inútil por los zapatos. En sus páginas se mezclaban imágenes fantasiosas de belleza femenina –estereotipada–, diseñadores formidables como Alexander MacQueen y campañas comerciales irresponsables. De ahí salió la heroin chic de Calvin Klein.
Poco a poco me fue irritando, pues me importan los derechos humanos y animales. Las fotos de las modelos en África o Latinoamérica, rodeadas de personas pobres como utilería, me enfurecían. “Añade ciencia…”, dice el Eclesiastés y las estrategias comerciales te dejarán de parecer inofensivas y se convertirán en fregaderas. Los anuncios de diamantes, después de enterarme de lo que un diamante representa en sufrimiento humano, me ponían de malas, así como los cosméticos que usan animales en sus pruebas.
Las modelos posando con leoncitos o como mujeres maltratadas me encolerizaban. La ropa me sigue pareciendo interesantísima, pero los precios que alcanza son absurdos: el atuendo, con todo y aretes, que usó Charlize Theron en los premios Oscar de 2013 vale cuatro millones de dólares. Condoleeza Rice, cuyo nombre y cara son anatema para mí, apareció en una portada, así como Asma, la esposa de Bashar al Assad, el presidente de Siria.
Lo dejé de leer con mucha antipatía. En estos días he recordado todo eso, por la lectura de la autobiografía de André Leon Talley, la mano derecha de Anna Wintour, la editora de la revista. Qué desfile de personas horribles, qué
crueles son. Qué danza de millones y gente insufrible. Es evidente, como nunca, que nadie necesita lo que el Vogue anuncia como esencial. La belleza es esencial, el arte es esencial, la cultura es esencial.
Los diamantes, los zapatos de cien mil dólares y pesar 45 kilos, no.