Cinexcusas

- Luis Tovar | @luistovars - Sunday, 28 Jun 2020 07:53 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

El baile del daño colateral

A propósito de su participación en el más reciente Festival Internacional de Cine de Morelia, en noviembre de aquel 2019, esto se dijo del largometraje de ficción ganador absoluto en el FICM: “Fernando Frías de la Parra mejoró notablemente desde su ópera prima Rezeta (2012), a su segundo largoficción, titulado Ya no
estoy aq(2019), en el que, a partir de un guión suyo, cuenta la vida cotidiana de una pandilla de adolescentes llamada Los Terkos, habitante de los barrios populares del Monterrey contemporáneo. A ritmo de música kolombia –así, con ‘K’– y bailes orgullosamente autóctonos, la trama se centra en la vida y suerte de Ulises, menor de edad que se ve obligado a emigrar a un Brooklin que tampoco parece tener nada para él. Sensible, penetrante y sin la menor pretensión edificante, Ya no estoy aquí retrata estupendamente un flanco urbano aún muy poco visitado por el cine.

 

Favelas, comunas y otros barrios bajos

Es inevitable: prácticamente desde la primera secuencia de Ya no estoy aquí, en la memoria resuenan ecos de filmes como la célebre Ciudad de dios (Fernando Meirelles/Kátia Lund, Brasil, 2002) y la no menos conocida La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, Colombia, 1998). La causa de tal asociación no podría ser más diáfana: en los tres casos la esencia fílmica consiste en exponer, con un alto grado de vivacidad y crudeza, los necesariamente durísimos avatares que a un adolescente de muy escasos recursos le toca en suerte vivir, habiendo nacido y crecido en un ámbito urbano repleto de carencias, ofrecedor constante de toda suerte de riesgos, en el que sin metáfora posible se vive al día y, de modo invariable, bajo la ley no escrita del más fuerte o, en palabras más precisas para el caso mexicano, la del más cabrón, gandalla u ojete.

Ese es el flanco urbano poco frecuentado por el cine, al que se hace referencia líneas arriba: como las favelas de Río de Janeiro y las comunas en el perímetro de Medellín, colonias como la Independencia, la Monte Cristal y la Niño Artillero, desmienten al Monterrey de postal e informe de gobierno con sus eternas balaceras y sus muertos cotidianos en las aceras, sus menores de edad violentadas, violadas y embarazadas, su trasiego de drogas a la luz del día, su división insondable en “territorios” de este o aquel cártel, sus jóvenes obligados a una de dos: servir de sicario, de halcón o de camello al narco –y eso durante muy poco tiempo pues bien se sabe que habrán de contarse entre los primeros muertos–, o irse de ahí para no volver, a menos que quiera reencontrarse con el mismo riesgo inminente de muerte prematura que un día, si corrió con suerte, lo hizo escapar.

 

Los hijos de la guerra y otros damnificados

Esa es la historia de Ulises (magnífico, Juan Daniel García Treviño), un adolescente que, como le sucede a millones en este país nuestro tan herido, ni siquiera se sabe o intuye hijo de la guerra o, más bien, del criminal despropósito calderonista consistente en simular un combate al narcotráfico poniendo al frente de dicha pantomima a un sujeto siniestro, hoy en día sujeto a proceso penal, cuya más terrible consecuencia se tradujo en cientos de miles de muertos y, cerrando la pinza trágica, en millones de jóvenes y no tan jóvenes que, como el Ulises de Ya no estoy aquí, se ven obligados no a vivir sino a sobrevivir, con herramientas tan escasas que sus existencias transitan, en una paradoja cruelísima, de la violencia cotidiana inevitable pero inconsciente, a un deseo de felicidad pueril de tan sencillo, y que en el caso de Ulises, su pareja sentimental y su banda de Terkos, consiste en muy poco más que bailar el ritmo denominado kolombia en las tocadas barriales.

Orillados, es decir marginados; olvidados, es decir ignorados; abandonados, es decir condenados, Ulises y los que son como él, revientan los oídos sordos de un sistema socioeconómico, el neoliberal, que los considera sobrantes, desechables o, como dijo el carnicero de Michoacán, ya cuando por fin están muertos, simples “daños colaterales”.

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