Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 26 Jul 2020 03:17 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

En San Lázaro

Cuando era niña leía los libros de Marco Almazán. Almazán, en la casa familiar, tenía un rating altísimo porque era chistoso y yucateco, cualidades muy apreciadas por mi madre. Debido a sus crónicas, me imaginaba que las curules de los diputados eran sillones con forma de caracol y que los hombres –esto pasó hace mucho: las mujeres tenían poquísimo acceso a puestos legislativos– enroscados ahí dentro tenían tres ocupaciones: dormir, levantar la mano y aplaudir. En los libros de Marco Almazán los diputados y senadores se alimentaban de tortas compuestas y no sabían ni la hora. Yo era como ellos, pues iba en primaria y no usaba reloj porque lo perdía. Hasta sexto comencé a darme cuenta de que lo que Almazán contaba era broma. Más o menos.

Cuando me di cuenta de qué iba la cosa, también entendí que, con mucha frecuencia, en el camino hacia la curul el asunto de representar a alguien se convertía en representar algo, a saber, los intereses de un partido. Cualquier idea de servir a los demás tiende a disolverse debido a los poderes corrosivos de la grilla.

La grilla ha de ser muy emocionante. Seguro requiere cantidades inimaginables de astucia, descaro y mano izquierda. Un grillo debe ejercer la capacidad de sonreírle a quienes detesta y cosas por el estilo. En México, además, como es tan bronco y hay tanto narco metido en todas partes, la grilla ha de ser asunto de alto riesgo.

Basta leer un libro de Historia para comprobarlo. Y como la grilla requiere de tanta atención, quien la ejerce se olvida de la experiencia de la vida normal. Como los policías, los gángsteres y los veteranos de guerra, en ciertas áreas de la vida a los políticos sólo los entienden otros políticos. Eso es muy perjudicial para los representados, o sea, usted y yo, lector.

Desde que iba en preparatoria me imagino con cierta frecuencia esta escena: una mañana soleada entro en el Palacio Legislativo de San Lázaro, donde me esperan, con flojera, cero curiosidad y toneladas de aburrimiento, todos los diputados y senadores de este país. A veces me imagino que voy muy bien vestida, otras hecha una facha. En mi discurrir, que como digo, ha variado con los años, he ido (en mi mente) sola, otras acompañada; sonriente o convertida en una furia. Los temas varían poco: la administración de justicia, la equidad, la violencia, el medio ambiente y los derechos de los animales.

Lo que no cambia es que el discurso que traigo preparado en un fólder es elocuentísimo: ha sido escrito entre muchas personas, lleno de citas lacónicas y conmovedoras, de estadísticas y datos capaces de conmover a las piedras. Lo leo sin equivocarme. Cuando me interrumpen, respondo con aplomo y paciencia. Siempre conozco las respuestas correctas. Al lector que levante la ceja, le recuerdo que es una fantasía. Acepto que vivo en un estado de confusión perenne y que cuando me interrogan suelo equivocarme.

Sigo con mi sueño guajiro: a mis sugerencias siempre siguen discusiones muy informadas entre ellos y el juramento (no promesa, es un sueño) de que algo se hará. Salgo feliz. He representado dignamente a mis conciudadanos y ya me puedo ir a mi casa a pedir una pizza y ver una serie en la tele con mi esposo.

En la versión de estos días traigo pocas y urgentes sugerencias en mi discurso, mismo que leo con tapabocas: ¿podrían, los señores diputados destinar sus afanes a crear leyes que hagan obligatorio el uso de tapabocas, que se legislen los sueldos de las trabajadoras del hogar, que haya un ingreso mínimo para toda la población y que el dinero destinado a los partidos se canalice a los médicos, enfermeras y trabajadores de salud en general? ¿Podrían suspender la grilla unos meses y atender los problemas de seguridad? ¿Olvidarse del fuero?

Entonces, un súbito ataque de realismo echa a perder todo. En cuanto menciono el asunto del dinero y el fuero, todos, sin excepción, me miran con enojo, se levantan y se van.

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