El temperamento excepcional de Margaret Mead

- - Sunday, 09 Aug 2020 07:36 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Puntual semblanza de una mujer versátil, valiente y brillante, Margaret Mead (1901- 1978), estadunidense de padre economista y madre arqueóloga, antropóloga pionera por sus ideas sobre la naturaleza de los géneros y la maternidad, y autora, entre muchas otras obras importantes, de Adolescencia y cultura en Samoa, Sexo y temperamento, El hombre y la mujer y Cultura y compromiso. Estudios sobre la ruptura generacional, que alguna vez afirmó: “Las mujeres me acusaron de antifeminismo y los hombres de feminismo excesivo.”

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Margaret Mead creció convencida de que la escritura era como la jardinería… como jugar con su hermanita Priscilla. Todo el tiempo veía a su padre y a su madre sacudiendo la pluma sobre el papel y, en consecuencia, a los nueve años de edad ya planeaba una novela. Fue en la secundaria que se descubrió excepcional, en esto y en otras muchas cosas. Ninguna de sus amigas tenía una madre con grado de doctora, mucho menos una abuela licenciada, en una época en que a las mujeres les bastaba con saber leer y escribir. Tampoco contaban con permiso para llevar pantalones, cosa que Margaret estaba lejos de considerar un privilegio, pues adoraba las faldas. Sería la primera mujer estadunidense en obtener permiso para filmar su propio parto, asistida por su tercer marido, el también antropólogo Gregory Bateson. También la primera, en mucho tiempo, en amamantar a su bebé, algo no bien visto en la década de los treinta. No se trataba de cualquier mujer, sino de una destacadísima antropóloga, filmadora de tantos otros partos en sociedades apartadas.

Nacida en Filadelfia, Pensilvania, el 16 de diciembre de 1901, no supo que su signo astrológico era sagitario hasta que cumplió dieciséis años: alguien capaz de llegar tan lejos como se proponga, pero apuntando más lejos aún. No se lo dijo una matrona lectora del tarot, sino el esposo de una amiga de su madre, físico de profesión. Los Mead vivían en perpetuo movimiento pese a poseer una linda casa en Hammonton, New Jersey, por lo que lo primero que Maggie aprendió fue que “el hogar puede estar en cualquier parte”.

 

Las Gatas de Basural: marginadas y talentosas


De padre economista
y madre arqueóloga, Margaret no sólo creció escribiendo, sino observando. Los adultos se sentían incómodos bajo el escrutinio de los enormes y redondos ojos azules de aquella niña que parecía más impertinente que lista. Siempre encontraba algún rasgo cautivador. A cada uno de sus tres hermanos menores –un chico y dos chicas– los sometió a concienzudos exámenes, no exentos de un amor atípico en una jovencita de su edad. Esto la sensibilizaría al máximo respecto a las virtudes de los varones que la rodeaban y harían de ella una mujer enamoradiza pero voluble. Podía, no obstante, parecer muy tradicional: asistía puntualmente a misa, por gusto, más atraída por los cánticos que otra cosa. A los once años se hizo bautizar, cosa que en su autobiografía señala como “una simbólica mayoría de edad”. Pese a su buena relación con su padre, tuvieron graves conflictos debido a la proverbial tacañería del señor Mead, lo que puso en peligro su soñado ingreso a la universidad. Entre toda la gente que había analizado, su padre era el más transparente: “Aprendí a valorar las habilidades masculinas que él no tenía y por lo cual se sentía disminuido.” Ingresó finalmente a la Universidad de De Pauw, en Indiana, para estudiar psicología. Ahí conocería la discriminación, algo novedoso para ella, pero a lo que las demás chicas parecían aclimatadas. “En esa época –cuenta Margaret– estaba de moda entre las muchachas lo que se designaba trajes Peter Thompson […] trajes marineros de lana oscura o hilo color pastel. En la primavera, cuando me compré una de esas prendas, una famosa joven theta se acercó bruscamente para dar vuelta al cuello y mirar la etiqueta, esperando seguramente encontrar que mi nuevo vestido no era auténtico, pero lo era.” Se le discriminaba también por su gusto por los colores fuertes con que decoraba su cuarto, por trasladar hasta el campus un juego de té algo abollado, por no mascar chicle (algo considerado “chic”), por su acento… y por no pertenecer a la religión evangélica, impedimento para ingresar a la prestigiada YMCA (Young Women´s Christian Association). A todo esto, Margaret reaccionó con un encogimiento de hombros. Poco a poco fue detectando otras chicas marginadas pero talentosas con quienes conformó una pandilla que se hizo llamar, en burlona respuesta a sus segregadoras, Gatas de Basural.

Entusiasta escritora de poemas y cartas –su novio, Luther, quien castamente aguardaba por ella en Daleystown, era su principal destinatario–, optó por ingresar al taller literario de su facultad para encausar su afición a la escritura. Habituada a la alabanza unánime, reaccionó incrédula cuando el profesor, un tal Billy Brewster, sentenció sin pestañear: usted nunca será escritora. El temperamento de la joven, orientado más hacia el vaso medio lleno, se repuso del inicial desánimo. No corrió a romper sus poemas, pero terminó aceptando que la creación literaria no era su fuerte, lo cual no significa que dejara de escribir poemas. Se casó con Luther Cressman en septiembre de 1923, poco antes de su ingreso a Barnard, donde cursaría un postgrado en antropología. Temeroso de que su hija echara por la borda un prometedor futuro profesional, el señor Mead volvió a la carga y trató de sobornarla con un viaje alrededor del mundo a cambio de que rompiera su compromiso. O eso, o le retiraba su apoyo financiero para continuar sus estudios. Margaret, en efecto, soñaba con recorrer el mundo… pero no sola. Así que se casó con Luther, aunque ello significara trabajar muy duro para permanecer en Barnard. Sus motivos son perfectamente racionales y lúcidos: “Con Luther llevábamos el matrimonio ideal de estudiantes […] La presión por tener hijos no era tan grande para hacernos vacilar en nuestra determinación […] no se sentía traicionado en su masculinidad si me ayudaba con las tareas de la casa y ambos contribuíamos con nuestro dinero para los gastos.” Cuando Margaret se enamoró de otro hombre, compañero en una de sus expediciones, volvió a anteponer el raciocinio al sentimentalismo: quería ser madre algún día y estaba convencida de que Luther sería mucho mejor padre que su amante.

Su interés original era estudiar a los grupos de inmigrantes de Estados Unidos.

 

Lo que hay son temperamentos

Le intrigaba que sus medios para subsistir, directamente relacionados con la cultura, fueran más estáticos y duraderos que las prácticas religiosas y sociales. Por lo tanto, deseaba establecer una clara significación entre integración social y percepción de lo sobrenatural. No obstante, su mentor vio en ella un potencial muy particular para explorar un grupo social hasta entonces insondable: los adolescentes. Margaret elegiría Polinesia como campo de acción, inspirada acaso en las rapsodias de Stevenson. Estaba por descubrir que, en gran medida, lo que tenemos por conductas inherentes a “la naturaleza”, son un constructo social. Los resultados darían pie a aquel primer libro que haría de ella una polémica celebridad: Adolescencia y cultura en Samoa. Centró su interés en las reacciones de las jóvenes ante las restricciones de las costumbres. Algo que la maravilló fue cómo, sin tener una concepción occidental del amor, manifestaban reacciones y emociones correspondientes al amor romántico. Para llegar a esta y otras tantas conclusiones asombrosas, aplicó test conductuales, diseñados por ella misma con base en sus intereses, y analizó tanto el contexto individual como el social. Con las jóvenes samoanas estableció un vínculo perdurable. A cada una de las niñas las entrevistó y evaluó por separado y logró filtrarse en el seno de sus familias donde, por lo general, fue bienvenida. En una de sus cartas, dirigidas a una de sus preceptoras, la doctora Ruth Benedict, narra:

 

El momento más agradable del día es el atardecer. Acompañada de unas 15 jóvenes, paseamos por el pueblo hasta el final de Siufaga […] A veces, cuando suena la campana, ya estamos de vuelta en mi habitación y entonces la Oración del Señor la decimos en inglés mientras nos quitamos las flores del pelo. Cuando suena de nuevo la campana se diluye la solemnidad, que nunca alcanza grandes profundidades, se vuelve a colocar flores en el cabello de las niñas, la canción siva reemplaza al himno y comienzan a bailar en un estilo nada puritano.

Su devoción por los infantes debe haber contribuido no sólo a su involucramiento emocional con sus sujetos de estudio, sino también al empeño de volver accesibles sus descubrimientos para lectores no especializados, cosa que le acarrearía el repudio de ciertos académicos. Consideró menester que la gente supiera que nada hay escrito en cuanto a crianza de bebés, mucho menos a características sexuales secundarias. Y si bien este trabajo da fe de instantes gozosos, la haría conocer también el horror, como cuando junto con su segundo esposo, Reo Fortune, enfrentó la cultura de los mundugumor, donde los niños son tratados con desprecio. Entre estas madres que daban la espalda a sus bebés cuando lloraban por hambre, se cuestionó respecto a la naturaleza del llamado “instinto maternal”: “Las mujeres querían hijos y los hombres hijas. A los bebés del sexo no deseado se les tiraba al río, vivos, envueltos en láminas de corteza de árbol. Alguien podía sacar el paquete del agua, inspeccionar el sexo del niño y volver a arrojarlo a la corriente...”

La escritura de libros tan extraordinarios como Sexo y temperamento, estuvo sembrada de minas, empezando por el recalcitrante machismo de sus colegas que, o la subestimaban o la ridiculizaban. A la “civilizada” gente estadunidense no le gusta que le digan que no son los primeros, mucho menos que no son los únicos… que ésos a quienes denomina “primitivos” carecen de los prejuicios que tanto han perjudicado a nuestra sociedad, aunque lleguen a incurrir en prácticas como las antes descritas. Entre otras muchas conclusiones, Margaret señala que, más que rasgos biológicos de carácter, lo que hay son temperamentos. Sexo y temperamento se publicó en 1935. Las feministas celebraron su conclusión de que las mujeres no aman “naturalmente” a los niños, mientras que los críticos la acusaron de saber mucho de “primitivos” y nada de “civilizados”. Cuando, catorce años después, escribió El hombre y la mujer, replanteó al detalle las diferencias culturales y temperamentales que determinan estereotipos. Esta vez, tanto feministas como críticos se manifestaron agraviados: “Las mujeres me acusaron de antifeminismo y los hombres de feminismo excesivo.”

Los últimos capítulos de sus memorias están consagrados a sus experiencias como madre y abuela de dos niñas muy semejantes a ella. Su hija, Mary Catherine Bateson, seguiría sus pasos como antropóloga. Su nieta es la actriz Sevanne Martin. Una madre y una abuela tres veces casada, a la que siempre se le veía cargar bebés para revisarlos. Una antropóloga que no tenía inconveniente en arrastrarse por el piso y embadurnarse de lodo para estar con niños. Hasta el final de sus días habitó una oficinita decorada con esterillos de Samoa, en el Museo Norteamericano de Historia Nacional en Nueva York. Murió en esta misma ciudad el 15 de noviembre de 1978.

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