La brecha generacional: diatribas, escarnio y alegatos moralistas

- Rafael Aviña - Sunday, 09 Aug 2020 07:34 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Tomadas de películas realizadas entre los años cincuenta y setenta en nuestro país, aquí se comentan cinco arengas llenas exaltación por los valores morales de la buena sociedad todavía casi porfiriana de entonces, que se iban perdiendo y que la juventud, muchachos melenudos y chicas en minifalda, cuestionaba en aquel intenso período en que México se estrenaba en la modernidad.

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Para Antonia

 

En los años cincuenta, el cine mexicano abrió la veta de una juventud amenazante siempre propicia a los regaños, como alegoría de los enfrentamientos generacionales entre padres e hijos. Nuestra cinematografía fue pródiga en señalar una serie de “anomalías” que marcaban esa dura frontera entre el juicio de los adultos y el sinsentido adolescente, dando pie a varias diatribas, escarnios y disertaciones sobre el punto de vista de los mayores, respecto a una juventud dispuesta a “deformarlo” todo.

Buena parte del cine mexicano de aquellos años no se detuvo en difundir toda clase de homilías y alegatos al respeto. No obstante, vale la pena destacar al menos cinco notables arengas lanzadas por adultos y viejos en su afán de comprender, detener, advertir, reflexionar e incluso injuriar a chicas y chicos desatendidos, que quemaban sus ansias en la efervescencia de su juventud, en filmes clásicos y en otros relatos prácticamente desconocidos producidos entre los años cuarenta y setenta.

 

Un prejuicio de tantos

En los clanes familiares de finales de los años cuarenta, el sexo no existía, era impensable para las hijas. El adulterio era inimaginable y si una hija elegía al hombre que ama sin el consentimiento paterno, se maldecía, como le sucede a Maru (Martha Roth) en Una familia de tantas (1948), de Alejandro Galindo. Por regla general, estas hijas terminaban como madres solteras, esposas golpeadas e incluso futuras prostitutas; de ahí la importancia del filme de Galindo, que rechazaba las reglas del melodrama lacrimógeno.

Un Fernando Soler extraordinario encarna la mentalidad represora y autoritaria en su papel de don Rodrigo Cataño, jefe de familia de ideas porfirianas, y en el otro extremo David Silva como Roberto del Hierro, un entusiasta vendedor de artículos electrodomésticos que representaba la modernidad alemanista. Soler aclara: “A los padres se les debe amor, lealtad y obediencia. Nada de ser amigos. Primero es Dios, después los padres...” No obstante, su discurso en la fiesta de Maru resulta antológico:

Esta fecha, la de tus quince años, desgraciadamente es la que viene a señalar el término de tus días de niña. De esos días felices del candor y la inocencia. Días que han quedado atrás. Al partir del momento en que apagues esas velitas que brillan tan alegres y tan ajenas a mis palabras, te habrás convertido en mujer. Pero antes de que lo seas, creo mi deber de padre hacerte ver que tanto tu madre como yo nos sentimos orgullosos de ver que la niña que hace quince años vino a alegrar este hogar, la hemos conducido hasta los umbrales de la pubertad; pero, para que ese orgullo sea completo, esperamos que seas una mujer buena y pura, pudorosa y cristiana, obediente y respetuosa de tus padres que al cumplir el sagrado deber que consiste en la obediencia a nuestros mayores, es la mejor recompensa que pueden recibir unos padres que, como los tuyos, han sabido ser pacientes, abnegados, indulgentes y comprensivos. Así pues, hija mía, ten eso siempre presente para que puedas gozar de la felicidad que tus padres siempre te desean. He dicho.

Por cierto, uno de los jovencitos que desea bailar con Maru es Jorge Martínez de Hoyos, encargado de ofrecer otro gran sermón en Mañana serán hombres (Galindo, 1960), que oscila entre el melodrama moralino y la preocupación sincera, con jóvenes abúlicos que provocan la muerte del entusiasta y recto estudiante Alfonso Mejía, ante la desesperación de su padre, un actor alcohólico (Martínez de Hoyos), quien clama: “¿Ustedes son los que se llaman rebeldes? ¿Los que se han rebelado contra sus padres, contra los viejos? ¿Qué odio los mueve contra nosotros? ¿Es por este mundo miserable que hemos hecho y que ahora les dejamos? Lo malo que ahora hay, morirá con los viejos, y los mil caminos de esperanza que les ofrecen las ciencias y las artes, esos instrumentos preciosos para conquistar todo el universo, ésos se quedan para los que ambicionan otro mundo... Ustedes, insensatos, matan sus propias esperanzas, porque ustedes mataron a mi hijo. Por qué él tenía ansias. Ustedes ni siquiera sueñan. Ustedes se aburren y mi hijo no. Él era una esperanza. Él era de los que aún quedan y que forjarán ese nuevo mundo de conquistas... Para ustedes: cárceles, o la muerte en un estercolero…”

 

“Ojalá los mataran a todos…”

Más inquietante aún resulta Estos años violentos (1959), de José Díaz Morales, producida por los hermanos Calderón , expertos en discursos morales, con guión del primero y del dramaturgo Jesús Cárdenas y una banda sonora de jazz-rock a cargo del brillante Mario Patrón y su grupo. Ninguneada y menospreciada por nuestros historiadores, la película se trastoca en un curioso documental de época con Luz María Aguilar, joven universitaria que le roba a su padre –una eminencia médica que encarna Augusto Benedico– pastillas para no dormir y de esa manera mantenerse despierta para estudiar. El epicentro del relato es el arrebatado debate en relación con los estimulantes y “las drogas del sueño”, expuesto por ese maduro galeno, desesperado por los caminos en que ha caído su hija, consciente de que la economía, la sociedad y los adelantos médicos conllevan ambigüedad:

Acuso a los médicos y a las leyes que los rigen de no haber sabido llevar a la conciencia de las gentes la noción del verdadero peligro que encierra el tomar ciertas medicinas, me refiero concretamente al uso indebido de esas pastillas euforizantes o que estimulan y enloquecen y sus contrarias, los barbitúricos que ayudan a dormir y en muchos casos a encontrar la muerte… ¿Cuál es la raíz de estos accidentes? Es necesario encontrar el origen. Nosotros, los padres, vemos con indiferencia y hasta con agrado que nuestros hijos tomen benzedrinas y alteroides tratando de recuperar en pocas horas muchos meses perdidos en la frivolidad y en la vagancia. Los jóvenes, bajo los efectos de la droga, se sienten llenos de vitalidad y lucidez, pero pierden el apetito y el sueño. Pasa el efecto y para sentirse como antes, repiten las tomas y aumentan las dosis. La desnutrición y el insomnio los sumen en la nerviosidad y el pesimismo y su naturaleza se rebela contra el constante latigazo de la droga en su cerebro, y tienen que recurrir a los barbitúricos para falsificar el descanso: ya están al borde del abismo… Es lógico suponer que en el abuso de excitantes está el germen de las pandillas desenfrenadas de muchachos, de los actos de vandalismo que calman su excitación. Las asociaciones delictuosas a lo que les impulsa es a la deformación de la realidad, de los valores morales y la delincuencia juvenil en todos los órdenes. Todo el mundo cierra los ojos ante este peligro y las pastillas excitantes se venden libremente… Y el ser que más quiero en el mundo es una víctima del hábito y no he podido salvarla… Con profundo dolor acepto que he fracasado como médico, como jefe de una familia y como padre de mi hija…

Igual de atípica resulta una excepcional rareza: La fuerza inútil (1970), de Carlos Enrique Taboada, con un brillante Rafael Baledón como René Marbán, entomólogo burgués que decide estudiar a la juventud como si se tratase de insectos; en calidad de larvas de una torpeza y estupidez increíble. Los hace desnudarse, provoca accidentes e incluso una violación tumultuaria, con un reparto juvenil que incluía, entre otros, a las bellas Macaria, Verónica Castro, Gloria Leticia Ortiz, Rocío Romero, Silvia Mariscal, así como a Roberto Jordán y Juan Peláez. Al llegar del entierro de este último, Marbán les espeta: “Odio esas cosas. El culto a los muertos me parece repulsivo –pone un disco y se lo reclaman–. No sean ridículos. Ahora me van a salir con que guardan luto. Es un hecho biológico y punto. Son ustedes unos farsantes. ¿Dónde está esa filosofía optimista? ¿No que todo les importa muy poco y lo que cuenta es divertirse? De cuándo acá la muerte es un fenómeno tan serio: un melenudo más. A ver, ustedes que tanto lloran su muerte, Díganme, ¿para que servía? Es de lamentarse la ausencia de gentes que no pueden ser sustituidas. Pero júniors que lo único que saben hacer es tocar la guitarra y correr automóviles hay miles…”

A Macaria le dice: “No me gusta tu mundo. Porque es un mundo grotesco para cobardes y estúpidos…” Luego la besa. Al escuchar una canción compuesta por dos de los chicos “de la onda de ‘El amor es triste’, pero que tiene más feeling”, le comenta a Romero, a quien también besa: “Es buena: bastante estúpida. Va a gustar. Si hubieras leído algo más que la tira cómica de los periódicos, podrías darte cuenta de que la letra está llena de ramplonerías, de lugares comunes. Pero como es la primera vez que las escuchas, te parecen extraordinarias: lo máximo…” Al final, cuando Marbán y su mayordomo (Harry Gainer) observan un muro pintarrajeado grotescamente por los muchachos, aquel pontifica: “Eso, Víctor: es la huella de la juventud.” Originalmente, la cinta se titulaba Go-Go imbécil.

Finalmente y, pese a su brevedad, una afrenta de una contundencia brutal y abrumadora es la sentencia que lanza el extraordinario Miguel Inclán en su papel de invidente en Los olvidados (1950), de Luis Buñuel coescrita con Luis Alcoriza; una suerte de documento sociológico sobre el crimen, la violencia y la falta de oportunidades para los jóvenes. Sus personajes, casi niños en una sociedad hostil que conforma delincuentes y víctimas sacrificables como lo refiere ese otro marginado, el Ciego Carmelo, al escuchar los disparos que acaban con el Jaibo (Roberto Cobo), dice: “¡Ya irán cayendo uno a uno! ¡Ojalá los mataran a todos antes de nacer…!, en una obra maestra de un realismo y una crudeza devastadora.

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