“Ese amor que es de otro modo" inicios de la apertura lésbico-gay en el cine mexicano
- Rafael Aviña - Sunday, 23 Aug 2020 00:05



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Hoy en día a nadie incomoda la presencia de un cine de diversidad sexual que ha reflexionado con gran libertad e intensidad sobre la temática lésbico-gay. No obstante, la representación de estos temas en nuestras pantallas sufrió un prolongado enclosetamiento. No fue sino hasta mediados de los sesenta –la sirvienta lesbiana (Martha Zavaleta) que intenta seducir a la ingenua provinciana Jacqueline Andere en Lola de mi vida (Miguel Barbachano, 1964), por ejemplo– y sobre todo en la década siguiente, cuando los límites de la censura y la autocensura dieron cabida a situaciones y personajes prácticamente inexistentes, salvo aquellos que servían para hacer escarnio y burla, como sucedía con el imprescindible “maricón” del cine de ficheras a partir de Bellas de noche (Miguel M. Delgado, 1974) y sucedáneas.
En ese sentido, destaca sin duda el caso notable de Jaime Humberto Hermosillo en obras como El cumpleaños del perro (1974), Matiné (1976) y Las apariencias engañan (1977), que con sutileza encubierta abordaban temas de homosexualidad latente y transexualidad que merecerán un texto aparte.
Precisamente en aquellos años setenta surgirían obras como La isla de los hombres solos (René Cardona, 1973), que explotaba con gran morbo las relaciones violentas y homosexuales en el interior de un penal, al estilo de Prisión de mujeres (1976), del mismo Cardona, pero desde el punto de vista femenino, como sucede en algunas escenas de El apando (1975), de Felipe Cazals, que proponía a una carcelera lesbiana interpretada notablemente por Ana Ofelia Murguía. Pero, sobre todo, El lugar sin límites (1977), en la que su director, Arturo Ripstein, y sus coguionistas José Emilio Pacheco y Manuel Puig, a partir de la novela homónima del chileno José Donoso, conciben una inquietante exploración de la provincia mexicana: sus mitos, fobias y pasiones ocultas donde se luce Roberto Cobo como la Manuela, un travesti que hace detonar los resortes del machismo mexicano.
También destaca el filme Tres mujeres en la hoguera (Abel Salazar, 1977), drama lésbico escrito por Luis Alcoriza, en el que Rogelio Guerra y Pilar Pellicer invitan a su casa en la playa a dos mujeres: Maricruz Olivier y Maritza Olivares. Ahí empieza un juego de seducción constante entre los cuatro, quienes se ven envueltos en una trama de erotismo, traición, ambición, pasión y muerte.
Muchachas de uniforme en la casa del ogro
Por supuesto, antes de esa década, el tratamiento de la diversidad sexual en nuestro cine resulta impensable; por ello sobresalen algunos títulos que van de los años treinta a los cincuenta, donde se da cabida a figuras que van de lo insólito a lo extravagante. Dirigida por Fernando de Fuentes en 1938, La casa del ogro, se ambienta en los Apartamentos López, vecindad que ostenta la frase: “Moralidad y tranquilidad”. Al lado del despótico viudo Fernando Soler, la portera Librada (una extraordinaria Emma Roldán), el Gato Encerrado, ladrón seductor y cobarde sin escrúpulos (Arturo de Córdova), o su amante, la sensual Socia (Elena D’Orgaz), aparece Doña Petrita, un solterón abiertamente gay (Manuel Taméz, estupendo). En efecto, resulta sorprendente el hecho de que aquí se propone, por vez primera en el cine mexicano, el personaje del homosexual que tantos conflictos creó a los cronistas de su momento. Juan Manuel Durán y Casahonda dijo: “Con excepción del discutible papel de Doña Petrita, que salva la gracia de Manuel Taméz, no hay personajes, ni actitudes, ni frases, que nos molesten en el sentido moral, el oído, o la vista.”
Doña Petrita, hombre cuarentón, robusto, con bigote espeso y retorcido, muy afeminado y con una bata muy coqueta, pide a gritos a Librada sus roscas para desayunar: “Malvada. Ya mero venías mañana”, le dice. “Fuera mejor… buscara quien le hiciera los mandados. Una mujer que lo cuidara, para que no esté tan solo”, y él revira así: “¿Yo? ¿Vivir con una mujer? ¡Ay! Dios me ampare, con lo chocantes, malotas y convenencieras que son.” “Ya, ya. Si se lo dije nomás de chanza… Ya sé que usted no es de ésos”, a lo que Petrita contesta: “¿Ah? ¿Pero te das por aludida? Si tú ya no soplas.” “El que ya no sopla es usted ¡Viejo marica!”
Más adelante Librada le comenta: “Oiga Don Pedrito –no Petrita–, esos bigototes se los deja para despistar…” “No. Sólo para ejercitar el léxico…” Se trata de un filme insólito, con un personaje atípico y carismático. Un año después, en Viviré otra vez (1939), de Roberto Rodríguez, Adriana Lamar entona en un cabaret frases de doble sentido. A un mesero muy afeminado le dice: “La vida te torció, cambiándote de chato a chata.” Después llega a una mesa en la que bebe un par de marineros, a quienes piropea y hace que ambos se besen en la boca, cuando intentan besarla a ella y ninguno parece incomodarse con el hecho.
En El secreto del sacerdote (1940), de Joselito Rodríguez, aparece un personaje gay interpretado por Miguel Lalito Montemayor, especialista en estos roles, en el papel del sacristán del pueblo, a quien Armando Soto La Marina el Chicote, le gasta varios chistes y albures homofóbicos. Algo similar ocurre en Las mujeres de mi general (Ismael Rodríguez, 1950), machista tragicomedia revolucionaria con Pedro Infante, que llama “Perra” a la Chula Prieto, quien se lo disputa con Lilia Prado. Aquí, el actor Alberto Catalá da vida a Marco Polo, un sirviente homosexual muy amanerado. Antes, en la versión de Los tres mosqueteros (1942) de Miguel m. Delgado, con Mario Moreno Cantinflas, éste hace un chiste homofóbico contra un joven gay (Roberto Cañedo, aún como extra), en la fila de repartos de unos estudios de cine. Gritan el número cuarenta y uno y Cantinflas le dice: “Ahí le hablan, joven.” Cañedo deja la fila enojado y el cómico, imitándolo, comenta: “Ay, me gusta el dulce.”
Al igual que La casa del ogro, otro relato asombroso es Muchachas de uniforme (1950), de Alfredo B. Crevenna, debido sobre todo a la intensidad de su tratamiento lésbico entre sutil y directo, inspirado en la pieza teatral de la alemana Christa Winsloe. El internado para señoritas donde sucede la acción es cambiado por un colegio de monjas. Ahí, la joven y tímida huérfana Manuela (la polaca-brasileña Irasema Dilián en su primera película mexicana), quien no sabe leer ni escribir, empieza a sentir una enorme devoción que se trastoca en amor apasionado por la profesora Lucila (Marga López).
El filme abre con una advertencia bíblica contundente: “El que esté libre de culpa, que arroje la primera piedra.” El hecho de que los hombres que aparecen aquí, lo hagan a través de la voz en off, le otorga una dimensión especial a este claustrofóbico universo femenino palpitante e intenso, en el que Manuela parece confesar su amor por Lucila en su exaltada interpretación de Quo Vadis, ante el disgusto de la madre superiora: la escena en la que Manuela pide perdón de rodillas a Lucila, rodeando las piernas y caderas de ésta; la frase que pronuncia esta última: “¡Dígalo Madre! ¿Que ella esté enamorada de mí?”; o el supuesto final moralista, cuando Lucila decide tomar los hábitos luego del sacrificio de su enamorada, y cuyo cabello, al ser cortado, cae sobre la tumba de la joven como último acto amoroso, convierten a Muchachas de uniforme en un filme inaudito y valiente, otorgándole una radical posición subversiva.
Yo quiero ser (y me ha besado) un hombre
Asimismo, en las postrimerías de 1949, se filmaría una muy entretenida comedia que jugaba con elementos de homosexualidad y otros equívocos sexuales, con divertidas interpretaciones de Abel Salazar, Alma Rosa Aguirre y Sara García: Yo quiero ser hombre, dirigida por René Cardona, escrita por Janet y Luis Alcoriza. Para obtener una herencia, doña Milagros y su sobrina Paquita se hacen pasar por una cocinera y un mozo: doña Tanasia y Panchito –a quien le cortan el cabello–, ya que Pablo (Salazar) no acepta jovencitas que le causen problemas. En una borrachera, Pablo y Panchito se besan y aquel se horroriza y avergüenza de su tendencia gay… “A mi edad…”, dice.
Yo quiero ser hombre resultaba una variante de Me ha besado un hombre (Julián Soler, 1944), con el mismo Abel Salazar y María Elena Marqués, con momentos geniales como el beso entre Pablo y Panchito en la fuente de sodas El Suspiro, ante el asombro de los parroquianos y la molestia del gerente que encarna Juan Orraca, quien después hace un gesto abiertamente gay. Por supuesto, predominan las burlas que Pablo le juega a Panchito o sus comentarios: “Tú vas por muy mal camino”, le dice.
A Yo quiero ser hombre seguirían varias versiones similares: Yo soy muy macho (José Díaz Morales, 1953), con Silvia Pinal y Miguel Torruco, Pablo y Carolin (Mauricio de la Serna, 1955), con Pedro Infante e Irasema Dilián,
Me ha gustado un hombre (Gilberto Martínez Solares, 1964), con Julio Alemán y Tere Velázquez, o Quisiera ser hombre (Abel Salazar, 1989), con Guillermo Capetillo y Lucerito.
Finalmente, vale la pena citar al personaje de la Loba, la presidiaria lesbiana que compone Georgina Barragán en La culpa de los hombres (Roberto Rodríguez, 1954), protagonizada por María Antonieta Pons, quien encarna a la ingenua empleada de una fábrica de medias, seducida por el timorato Enrique Rambal, hijo del dueño (Julio Villarreal), quien le pone una trampa para quitársela de encima al hijo y mandarla a la cárcel. Ya en prisión, la Loba la protege, cura sus heridas, le toca la barbilla, le acaricia la espalda desnuda y le comenta: “Aquí tenemos que consolarnos las unas con las otras.” No obstante, cuando la sabe embarazada monta en cólera y se ensaña con ella hasta lo indecible, en un filme predecible y truculento pero con situaciones inquietantes sobre un tema inagotable.