El rostro y sus disfraces: de la máscara al cubrebocas

- Saúl Toledo Ramos - Sunday, 30 Aug 2020 07:27 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Los múltiples efectos que ha tenido la pandemia, nos han puesto en evidencia en más de un sentido. El famoso cubrebocas, esa máscara parcial cuyo uso ya tiene sus propias consecuencias, no es la excepción. Aquí se reflexiona sobre ese accesorio, ahora vital, que nos quita parte de rostro y le da uno a los tiempos que corren.

----------

¿Qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en la soledad, cuando creemos que nadie, nadie nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca?

Ernesto Sabato

 

Vuestra alegría es vuestra tristeza sin máscara.

Jibrán Jalil Jibrán

 

I

En un principio, la Organización Mundial para la Salud dijo que no era necesario el uso de cubrebocas para contener la propagación del Covid-19. Luego de que pasaron algunas semanas, cuando se tomaron medidas más rigurosas para contraatacar a la pandemia, fue necesario recomendar su uso, y no sólo eso, sino hacerlo obligatorio. Las autoridades de varios sitios del mundo, donde los rebrotes se han vuelto incontenibles, se vieron obligadas a ordenar que todas las personas, sin excepción, deberían usar esas máscaras en lugares públicos cerrados.

La oferta y la demanda se volvieron frenéticas. En ciertos momentos se agotaron las existencias junto con la de otros artículos imprescindibles para paliar la expansión del virus, como lo guantes de látex y los geles desinfectantes. En estos momentos, basta con que se ingrese a la red para que de inmediato se despliegue la publicidad de varios sitios que ofrecen máscaras/cubrebocas de todo tipo, desde las médicas que tienen un uso limitado, hasta las reusables, fabricadas con los más diversos materiales y en distintos diseños y tamaños, para todos los gustos, edades y posibilidades económicas. Hay las que tienen un filtro de carbón que permite respirar mejor y también se ofrece una, nada barata, que, según su vendedor, cuenta con una fuente propia de rayos ultravioleta que aniquila cualquier organismo que atraviese sus radiaciones. También se ofertan las adornadas con lentejuelas, como para llevarlas en grandes ocasiones.

 

II

Las máscaras han acompañado al ser humano desde tiempos inmemoriales. Fueron usadas en sociedades antiguas, como por ejemplo en la América precolombina para la celebración de muchos ritos y fiestas populares que aún hoy se siguen practicando en pueblos y comunidades de la zona. Qué decir de las africanas, ostentadas por brujos y hechiceros, quienes, hasta nuestros días, devienen vínculo entre los dioses y los mortales que habitan esta realidad. Tema de suyo apasionante, pensadores como Claude Levi-Strauss y Karl Jung se ocuparon de su análisis desde la óptica de sus especialidades.

Las máscaras tienen la característica de despojar a su portador de sus facciones, de minimizar las mil y un gesticulaciones que podría practicar para lucir una y sólo una, ya sea de alegría o de enojo, de pena o de alivio. Quienes las lucen, sin embargo, se tornan enigmáticos, por un momento parecen volverse poseedores de verdades conocidas por entidades de otros planos.

Han sido empleadas en actos tan disímbolos como el japonés teatro Noh –cuyas máscaras, se afirma, deben ser utilizadas únicamente por iniciados, ya que tras sus terribles semblantes se ocultan secretos inquietantes–, así como en ese circo llamado lucha libre, donde buenos y malos esconden sus rostros para enfrentarse y ofrecer a los fanáticos la posibilidad de escapar de tensiones acumuladas e identificarse con uno y otro bando. El ejemplo más cercano que tenemos es el del Santo, el Enmascarado de Plata, quien con su rostro cubierto alcanza el nivel de superhéroe que enfrenta, además de a sus contrincantes en el cuadrilátero, a locos que se quieren adueñar del mundo, a seres de otros planetas y a monstruos y entes de ultratumba. Cabría preguntarse si Rodolfo Guzmán, el ser humano que le daba vida a Santo, podría haber sido apto para realizar tales proezas sin usar la máscara que lo hizo inmortal.

III

La Máscara (Chuck Rusell, 1994), una popular película hollywoodense interpretada por el comediante Jim Carey, relata la vida de un empleado de banco gris y monótono. Por azares del destino, a sus manos llega una máscara que tiene poderes extraordinarios. Una vez que Stanley Ipkiss, nombre del protagonista, se la pone, su personalidad se transforma y es capaz de hacer y deshacer a su antojo, y su vida se vuelve un racimo de caóticas aventuras que, sin el disfraz, hubiera sido incapaz de llevar a cabo.

En estos momentos, aunque son los políticos quienes dictaminan el uso forzoso de las máscaras, muchos de ellos se niegan a portarlas. Probablemente no quieren sentirse uno más del montón, porque si una virtud tienen las que se emplean hoy en día, además de ser auxiliares para evitar el contagio del virus, es que estandarizan a sus usuarios y los confunden con la masa. Ricos y pobres, chicos y grandes, vemos a una legión de seres sin expresión alguna porque el cubrebocas les censura cuando menos la mitad del rostro.

La gente ha empezado a odiarlas; a la primera oportunidad se la desajustan para tomar bocanadas de aire y, obviamente, para comer. Muchas andan ya tiradas por doquier, sobre todo las desechables. Se vuelven contaminación y parte también de la pandemia; a nadie, hasta ahora, se le ha ocurrido que en breve estarán aniquilando a la fauna marina al ir a parar a las aguas de mares y océanos.

En Contagio (Steven Soderbergh, 2011), película que trata sobre una situación similar a la que se vive ahora, hay un final feliz: la obtención de la vacuna en menos de un año de iniciada la pandemia. En la vida real, a veces se dice que dicha vacuna ya está cerca y, al minuto, que tardará años en llegar. Sea como sea, el cubrebocas, esa otra máscara, es un accesorio que, al parecer, acompañará a las nuevas generaciones por un largo período de sus vidas.

Versión PDF