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Historia de una noche trágica

‘Laberinto’, Eduardo Antonio Parra, Literatura Random House, México, 2019.
Carlos Torres Tinajero

Leer a Eduardo Antonio Parra quizá ya sea un referente obligado, en la literatura contemporánea, para hablar del norte mexicano. Su reciente novela, Laberinto, recrea el crudo enfrentamiento, a tiros, entre dos bandas rivales en el pueblo El Edén. Al poner en perspectiva el pasado remoto –nueve años antes– y el presente conversacional del profe y de su alumno Darío –buscaba a su hermano Santiago esa noche– bajo el barullo cotidiano de una taberna, se recrea la violencia de un solo día, en esa localidad. Este mecanismo temporal es vital en la estructura por mostrar –con recursos del lenguaje amenos y directos– las profundidades psicológica y social de los personajes, decisivas en el desarrollo narrativo. El objetivo es desentrañar la interioridad de cada uno, en medio de la brutalidad, expuesta en estas páginas con sutileza admirable.

La conversación del profe y de Darío es la columna vertebral del libro. Cuenta la cotidianidad en El Edén, tiempo atrás, llena de chiquillos –con aspiraciones, derrotas, emociones, amistades, relaciones con arraigo en su trayectoria–, campanadas de la iglesia para la misa de las siete, costumbres en el pueblo, convivencia de los habitantes un día casual. Amores, fiestas juveniles, cascaritas de futbol, propósitos y múltiples diversiones comunitarias son experiencias fundamentales, actividades de una etapa armónica y entrañable para los muchachos y, en un plano general, para la vida colectiva.

De manera inusitada, mientras la plática en la taberna avanza, al calor de los tragos, se narra el lamentable cerco en El Edén, parteaguas en la normalidad. Después de una reunión magisterial llegaron mensajes grupales a los teléfonos celulares de los pobladores, aparecieron mantas en lugares concurridos y se oyeron unos altavoces en las calles, para advertirles de la masacre y recomendarles resguardarse a puerta cerrada.

Momentos antes de la cruel balacera, veinte trocas negras y muchos hombres con metrallas en mano rodearon el pueblo, amagándolo. El infortunado encuentro de las bandas –en una zona habitacional– sólo fue para mostrar su fuerza en combate. Justo en ese momento, con preocupación, Darío salió a la calle a buscar a Santiago –quien había ido a casa de un amigo y se escondió en una troca, vio el tiroteo de cerca y buscó asilo seguro horas más tarde–, esquivando el golpeteo de las balas contra las ventanas y contra las puertas de las casas.

Parra muestra, con lujo de detalle y con elegancia narrativa, el horror de las armas en el espacio público: ruinas, viviendas hechas polvo, cuerpos humanos ya inertes en las banquetas. La guerra estalló con las campanadas de la iglesia y unas explosiones para provocar la destrucción regional. Pero es evidente: en la novela no se trata de contar la feroz dinámica de una balacera sino de mirar a fondo, sin concesiones, la transformación de los personajes en estos contextos. Atención especial merece el notable crecimiento de Darío –de joven a adulto en esos nueve años– entre hostilidades y entre múltiples rasgos de violencia, a punto de incidir en su conciencia sin marcha atrás, tal y como se aprecia en sus reflexiones.

Aquella noche, el relato de la barbarie en el pueblo es la tristísima anécdota para los comensales. El tiroteo dio pie al derrumbe de los edificios y a la interiorización de ese tipo de situaciones en la mente, para propiciar el cambio paulatino de algunos. También cambiaron las convicciones, las creencias, las tradiciones, el andar habitual. Avanzada la madrugada, la plática refleja el paso de los años en los personajes y la transición a la madurez.

Laberinto es la historia de unas horas trágicas en el norte mexicano. Su largo aliento y su importancia literaria recrean el decisivo impacto de las balas, a destajo, en la naturaleza humana y la forma en la que estos personajes dejaron de ser quienes eran, en un día, de un tirón. Conversación tras conversación en la taberna, el libro es una crucial confirmación: Eduardo Antonio Parra es un exponente representativo del realismo en las letras mexicanas de esta época, por su pericia narrativa y por la concisión de su prosa para develar una parte de nuestros años, de nuestra esencia.

 

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