Tomar la palabra

- Agustín Ramos - Sunday, 27 Sep 2020 07:40 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

(chillen, putas)”

 

Al señor capitalismo no le gusta que lo llamen por su nombre. Por eso, mediante unos seres orgánicos e informes autoerigidos en la encarnación del Verbo, se confecciona a la medida apodos como “liberalismo”, “democracia”, “Occidente”, “libre mercado”, “neoliberalismo”; apodos bajo los cuales no hay sino modalidades históricas de un sistema fundado y sostenido en la explotación humana. Para el gusto de la postmodernidad estas palabras saben, huelen y se ven rancias en letra impresa. Otras palabras también proscritas por la globalidad capitalista son enajenación, plusvalía, clases sociales, acumulación originaria, colonialismo, imperialismo y dependencia, entre otras que designan, en toda extensión e intensidad, la pobreza, la violencia, la enfermedad y el yugo impuesto a los países con más recursos naturales.

El señor capitalismo se sueña dueño perpetuo de La Palabra. Por tanto, cuando se le contesta o se le contradice clama al cielo, se proclama víctima, invoca amenazas: chilla alto ante el espejo deforme al que rehúsa mirar. Pero resulta que, aunque se vista de seda, el capitalismo, con sus apóstoles controladores, con sus arcángeles custodios del saber acumulativo y con sus seniles canónigos religiosamente actualizados; el capitalismo, digo, aunque vestido de seda, se queda en lo suyo, como padrote con putas, carcomiendo el futuro, regenteando deseos, depredando la naturaleza, asesinando con las modas conceptuales correspondientes a la ocasión. El neoliberalismo es el engendro actual de esta bancarrota moral y material, que no se extinguirá por decreto ni con buenas intenciones o creencias narodnikis (vean, en Google, Ulianov, Frary y Walicki, y de paso, en Netflix, vean El dilema de las redes sociales). El neoliberalismo es la magia tecnológica de punta apoderada de los Estados para seguir ganando más aunque haya menos, para aprovechar cada catástrofe natural o inducida, primero y más en países empobrecidos aunque sin perdonar a ningún pobre de país enriquecido.

El señor capitalismo, a quien le disgusta que lo llamen así, es resultado de la historia humana; no es, ojo, ni el lugarteniente de la providencia ni su reemplazo. El capitalismo puede y podrá tener remedios para empeorar el horror congénito que lo caracteriza; no morirá pacíficamente en cama, aunque en sentido recto sea más ruco que el chamuco, porque al igual que éste es nuestra creación y prefiere, diría Charly, un fin espantoso antes que un espanto sin fin. Esto significa, como ustedes lo palpan y escuchan hasta dormidos, que prefiere la catástrofe ambiental (Guattari, Las tres ecologías, Löwy, Ecosocialismo), la manipulación despiadada de genes y almas y hasta el holocausto total, antes que la reducción o la deceleración de su ritmo de competencia (porque esto sí le resultaría mortal, le es mortal). Para oponerse a tal fin espantoso urgen teorías y prácticas revolucionarias exentas de apellido, alérgicas a constituir algún “ismo” prestigiado o desprestigiado. Hace cien años, mientras la derrota mundial se amacizaba y la victoria “del socialismo en un solo país” se derrumbaba, Rosita Luxemburgo y Toño Gramsci, entre otros marxistas dignos de tal apellido, aportaron ideas sobre la ideología (la hay y es hegemónica, pero no es la única, por eso chillan las palabras en boca de sus vates) y sobre la historia (que como proceso dialéctico propio de la humanidad puede desembocar en un mundo mejor posible o en la barbaridad de ir apartando lotes en fraccionamientos de la Luna y Venus). Al respecto, Gramsci propuso asumir esto con el realismo pesimista de la razón y actuar con el optimismo activo de la voluntad.

Por ello, debajo de lo más bajo, en el subsuelo de la prosa y la opinión, los aspaventeros enarbolan el anticomunismo, palabra que emputa (usurpa y prostituye) los conceptos de pluralidad, diversidad, inclusión, religiosidad, libertad...

 

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