El origen de la poesía

- Juan Guillermo López* - Saturday, 10 Oct 2020 19:58 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La poesía, como otras cosas importantes, tiene un inicio humilde: la voz de una madre que lee a su hijo pequeño unos versos de “La chacha Micaila” o “Por qué me quité del vicio”, y de ahí en adelante para hacer una vida de lector, editor, traductor y poeta, narrada con frescura, como ruta de formación y declaración de principios.

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No, no se trata de Poéticas mayores o menores, como las aguas; de grandes y sesudas disertaciones acerca de Aristóteles u Horacio. Más bien se trata del origen de mi poesía. Como buen chiquillo de la Guerrero (Pensador Mexicano; Mina, 2 de abril, 1953) mi fuente primigenia no podía ser otra que El álbum de oro del declamador y los discos del tío Polito, don Manuel Bernal. Así, mis primeros acercamientos al arte poética se encontraron con “La chacha Micaila”, “Por qué me quité del vicio”, “El seminarista de los ojos negros”, “El Cristo de mi cabecera”…

¿La culpable? Mi madre. El padre, casi siempre ausente, por fin se había ausentado definitivamente y ella nos leía a mi hermano de nueve años y a mí, de doce, todos esos poemas y, además, con obsesiva regularidad, “La guaja”, de Vicente Neira, y “Despedida”, de Paul Géraldy. De ahí el salto, ya por mi cuenta, fue hacia Neruda; entre los 20 poemas de amor y una canción desesperada y el Canto general, mis lecturas, ya personales, eran para tratar de memorizar largas parrafadas de la “Oda a Stalin” y repetirlas en las interminables asambleas del CCH Vallejo (1a generación) y del Conservatorio.

Y entonces hizo presencia de nuevo el que andaba ausente, pero guardando sana distancia, y me ayudó a descubrir a Sabines (“el mar de Cuba es del color de Miriam” ‒creo‒; “Cuando tengas ganas de morirte”; “La tía Chofi”) y a Alejandro Aura (“cerca de ahí compré una vez una paleta de limón”; “yo te platico para que sepas la muerte de los viejos”) y de pronto se me abrió un universo diferente, al punto que abandoné el Conservatorio y migré a la Facultad de Filosofía y letras a estudiar francesas e inglesas.

Haber descubierto que era posible hacer poesía con cosas tan pedestres como una paleta de limón y que, al final del poema, te conmoviera aquel “Favor de no molestar, favor de visitarme un poco”, constituyó para mí una especie de epifanía. Después vinieron Héctor Carreto, Virgilio Torres, Manuel Ballesteros, Luis Zapata, José Morales (Joe Cool), Pancho Elorriaga, todos alimentándome, enriqueciéndome, y con ellos las elucubraciones, las borracheras, las lecturas en la Gandhi que ahora desaparece como librería y cafetería. Y llegaron las primeras publicaciones en Punto de Partida, en El Nuevo Mal del Siglo, Rilma, pero también, poco más adelante, en la primera La Jornada semanal, de Villoro, Casa del Tiempo, Plural, en las que descubrí mi faceta de traductor: Ana Ajmátova, Ferreira Gullar, Ana de Noailles, y sobre todo, Fernando Pessoa, mi segunda epifanía.

Hubieron de transcurrir muchos años de sequía; en torno a mi escritura y mis traducciones, nada pasaba, sólo lectura y lectura y lectura, lo mismo que recomendaba yo a mis alumnos de las diversas instituciones que me permitían vivir. Y entonces llegó el cambio de mi cuarta o quinta vida de gato Leo: abandoné todo la anterior para convertirme en editor.

Y empezó el trato con autores que había leído a lo largo de tantos años y que ahora trataba como amigos: Monsiváis, Pitol, Poniatowska, Villoro, José Emilio y tantos otros. Y los viajes a las ferias: Frankfurt, Madrid, Barcelona, Buenos Aires y mis cuatro años en Madrid como director del FCE. Pero ese es otro rollo.

Aunque no tanto, pues cada momento transcurrido me descubría constantemente nuevos autores, nuevas lecturas. Y llegó la nueva epifanía. Transcurridos casi dieciséis años sin escribir, una noche, rememorando a Pessoa y su “Guardador de rebaños”, se presentó un señor en el espejo que empezó a escupirme verdades a la cara y yo me empeñé en escribirlas. Al cabo de doce horas de encierro terminé la “Saga del veedor”, largo poema que trabajé durante los siguientes diez años y que al fin publiqué, bajo la supervisión de José Emilio, en la Siglo XXI de Jaime Labastida.

El propio José Emilio dijo en repetidas ocasiones que uno nunca deja de escribir el mismo poema. Así que, recién me entregaron los primeros ejemplares, empecé a encontrar detalles de todo tipo, al punto que tuve que escribir una segunda versión; pero ya puesto, me seguí con un “Monólogo del Veedor” y más tarde con la “Segunda saga del Veedor”.

No son, de ninguna manera, poemas divertidos, pero yo he disfrutado una barbaridad escribiéndolos y, sobre todo, he aprendido (lugar común: uno nunca deja de aprender, incluso de sí mismo) muchísimo en el taller de carpintería del pulimento.

De Catulo a Villon, de Petrarca a Garcilaso, de Marot a Quevedo, de Camões a Lope, de Darío a López Velarde, de Gorostiza a tantos y tantos otros, Vallejo, Paz, Pacheco, la poesía alimenta, edifica y da razón de ser.

 

*Poeta, editor y traductor, entre otros títulos ha publicado Saga del veedor y otros poemas (2011), y ha traducido a Pessoa, Camões y otros autores en portugués.

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