La sensualidad se asoma: los desnudos primigenios del cine mexicano

- Rafael Aviña - Saturday, 17 Oct 2020 22:43 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
A mediados del siglo pasado, en medio de la incipiente modernidad consumista en nuestro país, el cine mexicano empieza a mostrar el desnudo femenino: los nombres de Isela Vega o Meche Carreño, Lyn May, Julissa, Blanca Baldó, por mencionar algunos, son emblemáticos de ese período. Entre los desnudos “estéticos” y “estáticos”, y el cine de 'encueratrices', mucho consistió en una “doble moral con tintes misóginos”.

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Los años sesenta y setenta del siglo pasado fueron pródigos en mostrar en las pantallas una serie de relatos donde los desnudos femeninos se trastocaban en un muestrario de un cine mexicano intrépido y moderno –es un decir. Bellas y sensuales figuras como Isela Vega o Meche Carreño enarbolaron un cine de destape que resquebrajaba la mojigatería de la censura y que, en breve, incluiría impactantes y audaces desnudos como los de Lyn May en Tivoli (Alberto Isaac, 1974), María Rojo y Delia Casanova en El apando (Felipe Cazals, 1975), Julissa en Amor libre (Jaime Humberto Hermosillo, 1978), Blanca Baldó en Ángela Morante ¿Crimen o suicidio? (José Estrada,1978) o Ana Martin en Cadena perpetua (1979), entre decenas de ejemplos más. No obstante, para el público de décadas anteriores aquello era impensable y, pese a ello, algunas obras consiguieron rehuir a la censura e incluso crear una suerte de subgénero de desnudos estéticos.

Al inicio de los años cuarenta por ejemplo, existía el “código de recomendaciones” de la Legión Mexicana de la Decencia, impulsada por los Caballeros de Colón, quienes tenían influencia en los supervisores del Departamento de Censura, que por ejemplo sugería: “Está prohibido cualquier movimiento oscilatorio de senos, así como el contoneo del cuerpo sin mover los pies. Se debe renunciar a las escenas que contengan desnudez y la semidesnudez sólo se permitirá siempre que sea esencial a la trama y en tal caso la actitud y postura mostrada deberá ser discreta y artística.” A su vez, debían limitarse los besos a las manos y la cara con exclusión del cuello, orejas y nuca, y no se debería ver la boca de los amantes entreabierta.

De manera insólita, La mancha de sangre (1937), escrita por Miguel Ruiz, primer y único largometraje de un cineasta de gran sensibilidad, como el pintor Adolfo Best Maugard, no sólo incluía arriesgados travellings sobre una barra de cantina, movimientos cámara en mano, crudas escenas naturalistas de desborde sexual, sino un audaz desnudo integral manejado con inteligencia y sin mojigatería alguna, con prostitutas alejadas del arquetipo tradicional, como la propia protagonista Stella Inda, quien se pasea en bragas de seda y bata transparente dentro de su recámara.

En el interior del cabaret llamado así, La mancha de sangre –en realidad el Leda– una joven se despoja de su largo vestido de seda y queda totalmente desnuda. El actor José Elías Moreno, entonces un extra, le arroja un largo velo que ella utiliza para agregar un toque sensual a su baile. La cámara de Agustín Jiménez y Ross Fisher captura el cuerpo en un plano cercano que evita ocultar su genitalidad; más aún, cuando uno de los hombres le quita el velo, en una escena en la que se aprecian, en sobreimpresión, los rostros extasiados de hombres y mujeres mientras se escuchan los acordes de Joaquín Gamboa Ceballos. El filme se estrenó seis años más tarde, hasta 1943, en el Cine Politeama, donde se mantuvo por cuatro semanas, para desaparecer por más de medio siglo y ser rescatada por la Filmoteca de la UNAM en 1994.

En La Zandunga (1937), de Fernando de Fuentes, protagonizada por Lupe Vélez, diva latina en Hollywood de origen potosino, ocurre una escena insólita durante los preparativos de la boda de Marilú (María Luisa Zea). Las mujeres la llevan a bañar al río, donde chulean su cuerpo desnudo. De hecho, se alcanza a apreciar de manera fugaz las nalgas y un seno de la bellísima actriz. Algo similar ocurre en Dicen que soy mujeriego (1948), de Roberto Rodríguez. En una secuencia, donde otras mujeres se bañan en el río, entre ellas la protagonista Silvia Derbez, puede verse a varias jovencitas semidesnudas observadas a lo lejos por la cámara del talentoso estadunidense afincado en México, Jack Draper.

 

La fuerza (y el triunfo) del deseo

Más tarde, al término del sexenio alemanista y en franca competencia con la naciente televisión, la censura fílmica aceptó los primeros desnudos en cintas para adultos, pero evitó mostrar el pubis femenino para concentrarse sólo en los pechos de actrices novatas y algunas otras de prestigio, como Columba Domínguez. Así, la primera ocasión en que el cine mexicano abordó el erotismo fuera del ámbito del cabaret y del prostíbulo; es decir, en el escenario del melodrama mundano y con personajes de clase media en ascenso, resultó un atroz experimento. Los hermanos Pedro y Guillermo Calderón decidieron llegar al límite de lo permitido aunque, horrorizados ante su propio “atrevimiento”, desnudaban mujeres para luego sermonearlas, según una serie de curiosos relatos de desnudos “artísticos” y estáticos, como alegoría de un erotismo femenino exánime e insensible.

Así, La fuerza del deseo (1955), de Miguel M. Delgado, que inició el polémico cine de “encueratrices”, escrita por el propio realizador y el prolífico guionista Rafael García Travesí, lanzó al estrellato a la guapa queretana Ana Luisa Peluffo, cuyos bellos senos mostrados a cámara escandalizarían a la sociedad de su momento, justo en el año en que fuera lanzada una campaña moral contra la pornografía en los puestos de revistas. Silvia (Peluffo) vive en la pobreza con su pequeño hijo y afectada por un mal cardiaco. Recuerda cuando era una ambiciosa modelo de una academia de pintura y amante del estudiante Ricardo (Abel Salazar). El afamado y adinerado pintor Arturo (Armando Calvo), artista cojo que vive con su nana en una mansión, se convierte en mecenas de Ricardo, e impresionado por Silvia al verla posar desnuda, termina convirtiéndose en amante de la hermosa y codiciosa mujer, a pesar de que Laura (Rosario Granados), lo ama…

Se trataba de un relato rutinario, cuya única novedad eran las jovencitas que aparecían desnudas posando y la presencia de Peluffo, apenas cubierta con una gasa o una red, e incluso unas nubecillas de algodón que traslucían sus turgentes senos. Sólo en una secuencia aparece totalmente al natural, todo en contraste con Charito Granados, a quien se le ve muy vestida y elegante, en una película que ni las referencias culturales a pintores famosos o las audacias corporales salvaron de la ridiculez.

“Fui una loca, no sabía lo que hacía...” Con diálogos como éste, Ana Luisa Peluffo se trastocaría en la primera desnudista de una cinematografía de capa caída ante la inevitable invasión televisiva, incapaz de mostrar desnudos a “la gran familia mexicana”. El cartel de La fuerza del deseo aseguraba: “Tan valiente como los filmes franceses [...] tan real como las películas italianas [...] tan picante como la salsa mexicana [...]. Hecha con tanta valentía y audacia, como cuidado [...] que la censura no pudo tachar ni uno solo de sus múltiples y bellos desnudos artísticos”.

De hecho, éste y otros filmes tenían la consigna de inmovilizar, e incluso de deshacerse de la protagonista desnuda (por lo general, una modelo que posaba como Dios la trajo al mundo), llámese Ana Luisa Peluffo, Kitty de Hoyos, Columba Domínguez, Amanda del Llano o Aída Araceli: esta última, “el desnudo más juvenil del mundo”, según la publicidad de Juventud desenfrenada (1956), de José Díaz Morales. Todo ello en cintas como El seductor (Chano Urueta, 1955), La ilegítima (Chano Urueta, 1955), La virtud desnuda (José Díaz Morales, 1955), Esposas infieles (José Díaz Morales, 1955), La Diana cazadora (Tito Davison, 1956) y Zonga, el ángel diabólico (Juan Orol, 1958), que marcaron esa línea de “desnudos artísticos” cuyos títulos hablan por sí solos.

 

Llegó Uruchurtu y mandó a parar…

Más que ejemplos de un cine erótico nacional, cintas como las referidas eran irrefutables pruebas de las reglas del juego de un cine de doble moral con tintes misóginos, para explotar la posición del espectador voyeur; sin duda, una de las etapas más frustrantes en cuanto a sensualidad se refiere, a pesar de lo ofertado en la publicidad, como en el caso de Esposas infieles, protagonizada por Kitty de Hoyos, que alertaba: “¡Sus deslumbrantes desnudos [...] superan a los de Ana Luisa Peluffo, Silvana Pampanini, Martine Carol, Françoise Arnoul y todas las demás!”

Por cierto, en 1955, año de los desnudos estáticos, y el mismo en que Luis Buñuel filmó Ensayo de un crimen, la bellísima actriz de origen checo Miroslava Stern aparecía muerta en su domicilio en la calle de Kepler en la colonia Nueva Anzures. La versión oficial: suicidio. Por aquellos días Sátira, “la Mangano mexicana” triunfaba en el Tívoli, al igual que Gema, “la muñequita de cristal” y “Kumba, sensual y desconcertante”, o “Arlette, estrella del harén” en la revista Amor al solitario.

A mediados de aquellos años cincuenta, toda la espectacularidad obtenida antes por el sexenio alemanista parecía desmoronarse en el nuevo período presidencial de Adolfo Ruiz Cortines, sexenio en el que se instauraría el Patronato del Ahorro Nacional, se concedía el voto a la mujer y se devaluaba el peso de 8.60 a 12.50 por dólar. Se iniciaba, también, la construcción del Centro Médico a instancias del Instituto Mexicano del Seguro Social, así como una serie de remozamientos viales, morales y de construcción en Ciudad de México, bajo la severa vigilancia del Regente de hierro, Ernesto p. Uruchurtu, encargado de recortar los horarios de los cabarets de barriada y prohibir la exhibición de la lucha libre por televisión y, asimismo, responsable de echar abajo el célebre teatro de burlesque Tívoli, ubicado en la Primera calle de la Libertad, inaugurado en 1946 y demolido en 1963, como lo muestra la citada película de Alberto Isaac .

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