El espía de Franco historia de una novela

- José María Espinasa - Sunday, 25 Oct 2020 07:42 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La historia tiene muchos vericuetos que no siempre son visibles o relevantes para el registro de los grandes acontecimientos. En el espléndido libro ‘El espía de Franco’, de Luis Rius Caso, se da cuenta, mediante los recursos de la novela y la investigación histórica, no sólo de un hecho por lo menos peculiar: el asesinato de José Gallostra, embajador de Franco, en Ciudad de México, hecho muy imbricado con el exilio español en nuestro país, por un lado, y con la cultura, especialmente la pintura, de esa época.

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A Manuel Felguérez, mínimo homenaje

La Guerra Civil española y el posterior exilio de los refugiados que llegaron a México está teñido de abundantes historias y anécdotas, que van desde las de carácter trágico hasta las de la picaresca oportunista. Es lógico, pues fue un hecho caracterizado por la diversidad, la complejidad de fuerzas e intereses involucrados, y también por el número de personas. Entre ellos –los investigadores lo han destacado muchas veces– sobresale el papel extraordinario jugado por la diplomacia mexicana, su habilidad, su inventiva y su actitud ética y humana. Hay una parte, menos visible, pues es menos llamativa: la parte oscura de esa diplomacia que tenía también.

Hay una notable investigación de Clara Lida y José Antonio Matesanz sobre esa parte oscura –o gris– de las relaciones entre México y España durante las primeras décadas del franquismo, cuando nuestro país sólo reconocía como gobierno al republicano, cuya sede –además– estuvo en México, después de un breve momento en Francia en los inicios del exilio.

Una de esas historias rocambolescas que vivió ese período fue la visita y labor en México de Gallostra, fabuloso personaje de la picaresca diplomática española que vino a tratar de reanudar las relaciones entre ambos países a finales de los años cuarenta, principios de los cincuenta (no lo consiguió, no se reanudaron sino hasta la muerte del caudillo en 1975). Su viaje a México, sus actividades y, sobre todo, su asesinato en el centro de Ciudad de México, en 1952, son una de esas historias que uno puede calificar como dignas de una novela. Como suele suceder con esas anécdotas, más novelescas que novelables, no alcanzan esa dignidad. Por eso, cuando lo consiguen, como en El espía de Franco, el resultado es notable y ofrece al lector una multiplicidad de ángulos de abordaje y lectura del texto que no se agota ni en la pura peripecia, ni las tesis políticas que pueda tener, ni en la recreación de época.

 

El asesinato de José Gallostra y otras historias

Empecemos por su autor: Luis Rius Caso. Hijo del poeta Luis Rius, figura central de la llamada generación hispanomexicana y nieto de otro Luis, su abuelo que llega a México con su esposa e hijos con el exilio en 1939 (y para quienes la novela es un homenaje), es uno de nuestros críticos e historiadores del arte más notables, y un espléndido funcionario cultural en los puestos que ha ocupado. Sus investigaciones sobre el muralismo, sobre algunos pintores del exilio y sobre pintores mexicanos diversos muestran una pluma ágil, elegante y precisa. En 2017 curó, para el Museo de la Ciudad de México, la sección del siglo XX/XXI de “Ocho Siglos. La ciudad de México en el arte”, ambiciosa síntesis de un período de gran complejidad creativa. Es, como menciono, una figura reconocida en la cultura mexicana. Eso matiza el hecho de que, como narrador, sea su primera novela publicada.

Luis Rius Caso no es un escritor primerizo y en sus ensayos sobre pintura muestra cualidades que en la novela le son muy útiles: soltura narrativa, rigor como investigador, adecuada arquitectura de los capítulos, capacidad de síntesis, caracterización de personajes. Es, por eso, una primera novela que no sufre de los defectos y tentaciones de las primeras novelas y su autor la publica cuando tiene sesenta años (no responde tampoco al tópico del joven narrador), y con ello se suma por derecho propio a una generación de narradores que incluye a Daniel Sada, Enrique Serna, Juan Villoro, Carmen Boullosa, Guillermo Arriaga y Mónica Lavín, entre otros. Si menciono este hecho es para situarlo en el contexto de un grupo de escritores que surgió en los años setenta y alcanza en estas fechas su plena madurez y, a la vez, para pasar a otro aspecto de la novela, su pertenencia a la narrativa que da cuenta de ese exilio.

La narrativa con ese tema es abundante, desde las biografías, las novelas biográficas y autobiográficas, o las que son pura ficción, más escasas, pero que se ocupan del asunto. El propio autor señala que su narración es una novela histórica y que está sostenida en una investigación sólida en archivos de distintos países, surgida a partir de un recorte de prensa encontrado en un libro herencia del padre o del abuelo, sobre el asesinato de José Gallostra y Coello de Portugal (el nombre es ya una novela) y en el que desarrolla a través de una anécdota ficticia las diferentes hipótesis políticas que sobre el asesinato se manejaron en su tiempo –anarquistas, órdenes de Moscú, el propio gobierno de Franco, la derecha o la izquierda mexicanas–hasta llegar a la sospecha de que fue un lío de faldas y una mezcla de todas ellas, en una confusión en la que todo es posible.

Evidentemente, la novela es un thriller de acción constante, todo articulado a través de un joven pintor mexicano de talento y aspiraciones de muralista, que recibirá el encargo de plasmar el asesinato en una obra. Ese motor anecdótico le permite al autor poner en juego a los ricos españoles antiguos residentes, a las figuras más insignes del exilio en la política –Vicente Lombardo Toledano, Lázaro Cárdenas, Indalecio Prieto–, la cultura y el periodismo. Para el lector que reconoce los nombres –Denegri, Scherer García, Pepe Alameda–, le da un tono enriquecido a la recreación de la época, así como los lugares que describe, sobre todo los restaurantes, ficticios algunos pero todos reconocibles, y las personalidades de la cultura –notable el momento en que aparece Diego Rivera. Dos elementos permiten al narrador tejer su envolvente relato: el ajedrez –la novela abre con un concurso del juego-ciencia en el Casino de la Selva– y los triángulos amorosos, las infidelidades y los sobreentendidos del mundo hispánico en México, basados en el toreo –no el de alta alcurnia de Luis Miguel Dominguín y Manolo Arruza, sino el de baja estofa caracterizado en un personaje extraordinario, el Risueño, segundo asesinado de la novela, y en los ultramarinos en el entorno de la calle López.

Óleo antisolemne de una época

Una de las mayores virtudes de la novela es que su condición de homenaje y recreación de una época no está marcada en exceso por la nostalgia que deviene complacencia y sí, en cambio, por la de un humor agridulce que no es nunca ácido. El mejor ejemplo es el pasaje en que escenifica las reuniones de lectura de “El capuchón”. Allí el restorán El Hórreo, León Felipe y Pedro Garfias presiden una hilarante lectura de poemas con todo y menciones al peor poema leído, entre ellos uno de Juan Ramón Jiménez, y con alusiones a lo largo de todo el libro a Emilio Prados, Luis Cernuda, José Bergamín y José Gaos, figuras tutelares de la generación hispanomexicana que se adivina entre los amigos de Domingo, el pintor protagonista de la narración. La tensión realista se mantiene gracias al entretejido de noticias en la prensa y trascendidos políticos en torno al caso de Gallostra, incluso con citas documentales. La vida amorosa del pícaro de altos vuelos salpimienta el asunto desde los celos y los intereses familiares.

¿Es acertado el retrato de la época? Es al menos muy verosímil y sin la solemnidad que lo suele acompañar, los heroísmos están muy diluidos y la integridad moral no está erigida en arquetipo. Las figuras son parte del gran teatro del mundo, un mundo que no necesariamente tiene grandeza. Más que ser de una pieza, su condición emotiva está en tener muchas facetas, no siempre claras y congruentes. La mirada política, presente, no se confunde con la mirada moral, mantenida a raya. Delante del mural desfila el México de entonces, deseoso a veces de entrar en él y otras reacio, que tiene como motivo de encargo la cruzada cultural que hacen los llamados poetas mosqueteros, los que el franquismo quiso oponer a la Generación de 1936 en el exilio, mucho más prometedora pero que, al igual que la otra, su contraparte en la península terminó como promesa no cumplida. Me parecen suficientes cualidades para saludar la aparición de El espía de Franco como una gran novela, pero además hay otra cosa todavía, que el autor disimula, tal vez para trabajar en una futura narración: aquello que tiene que ver con un momento esencial de la pintura mexicana, la generación de la ruptura.

El personaje central, Domingo, pintor de talento y muralista en ciernes, sufre al final de la novela una crisis mezcla de su alcoholismo, su deterioro físico y su angustia, momentos antes de enfrentar un juicio por asesinato, amañado como todo juicio que se precie en el México de la época, la de la presidencia de Miguel Alemán, el fortalecimiento del pri y la progresiva derrota de las ideas cardenistas. La literatura y la política mexicana han estado presentes todo el tiempo; en cambio, la pintura no tanto. Sí aparecen Diego Rivera, en uno de los mejores momentos de la narración, y Rufino Tamayo casi de pasada, aunque reverencialmente, pero Domingo es una prodigiosa síntesis de rasgos que pueden provenir de Inocencio Burgos, Alberto Gironella y otros creadores de la generación de la ruptura. Esa crisis que menciono lleva a la aparición en Domingo de una nueva idea de la plástica, un nuevo estilo, en el que se adivina el surgimiento del expresionismo y la abstracción, que dio paso a una nueva escuela de pintura en México, la llamada ruptura.

Los críticos e historiadores del arte han señalado, a veces tímidamente, la función de fermento y revulsivo que tuvo la presencia de algunos pintores exiliados en México –Ramón Gaya, Enrique Climent, Antonio González Luna–, que o bien permanecieron en una cierta sombra, o bien entraron en conflicto con la escuela mexicana de pintura, en especial con Diego Rivera. Luis Rius Caso es sutil y más que teorizar sugiere y encarna esa condición de cambio y la presenta como una catarsis. Al final, ese cambio es una cuestión de vida casi en sentido biológico, aunque aquí aparezca como una locura semifingida para escapar a la culpabilidad en los hechos. El “espía de Franco” fracasa en sus intrigas diplomáticas, pero el narrador que lo trae a nuestra memoria setenta años después, acierta en su comprensión de un momento clave de la cultura mexicana.

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