Tres latidos

- Eduardo Cerdán* - Sunday, 25 Oct 2020 08:19 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En español, la palabra para referir que el corazón de cualquier espécimen se contrae y se dilata (latir) es homónima de esa otra que designa una acción exclusiva de los canes: dar un ladrido entrecortado. Afortunada coincidencia: una de las señales más importantes de la vida (latido) se llama igual que el sonido emitido por los perros.

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La pollera

No importaba que se me hiciera tarde o que llegara temprano: esa perra ladina, que aunque vieja aún se veía imponente por su tamaño y sus ojazos de lobo, siempre aparecía al mismo tiempo que yo y se echaba frente a mí en la otra banqueta, atenta a que me descuidara tantito para lanzarse por uno de mis pollos o por alguna pieza grande, y estuvo así, robándome a diario durante casi un mes, hasta que una mañana me agarró malhumorada: ya iba ella en la esquina, a punto de doblar a la derecha con una pechuga en el hocico, cuando yo le aventé mi cuchillo largo que por suerte alcanzó a rajarle una pata delantera, la diestra, y entonces, después de que la ladrona se alejara corriendo entre aullidos de dolor, fui a recoger mi cuchillo y a ver si de casualidad ella había soltado la pechuga, pero lo único que dejó fue un caminito de sangre que yo seguí más tarde, cuando terminé de vender, y que me llevó hasta la puerta de una casa chica que toqué quedito, de donde salió, por Dios que sí, una anciana malencarada que enseguida se arrepintió de abrirme, lo vi en sus ojos amarillentos, y que además tenía, qué casualidad, una herida larga, finita, recién vendada en el brazo derecho.

 

Sincronía

Para el primer cumpleaños de su maltés Trouble, la magnate hotelera Leona Helmsley mandó hacerle un pastel con más de veinte ingredientes premium y un mantecado con el hielo derretido del monte Kilimanjaro, pues todo lo de su mascota tenía que ser extraordinario; pero Helmsley, The Queen of Mean, no se detuvo a pensar que más tarde, cuando el cuidador de Trouble la sacara a pasear por una de las zonas más exclusivas de Sarasota, su perra desecharía una plasta informe, apestosa, que en poco se diferenciaría de la que en ese mismo momento un callejero corriente estaría cagando, acaso en su mismo condado, dentro de un infecto lote baldío.

 

Actos de fe

Una desertora, monja que no fue, me dice que de niña, al notar que las versiones sobre la muerte de la perra soviética se mezclaban y se contradecían, mantuvo la creencia de que quizás allá, lejos de nosotros, Laika seguiría viva, siempre en órbita y deambulando por lo desconocido, emitiendo ladridos que se propagarían como un manto protector sobre nuestro planeta. Ese escenario calzaba a la perfección con la bondad de su dios edulcorado. La verdad permaneció oculta durante casi medio siglo: aunque la lanzaron al espacio en 1957, fue hasta 2002 cuando se dio a conocer que la causa de su muerte no había sido ni la falta de oxígeno ni el envenenamiento ni la eutanasia; en realidad, la perra se sumió en una agonía que duró alrededor de seis horas, hasta que su altísima temperatura corporal y el estrés acabaron con ella. Quienes la metieron a la Sputnik 2, se sabe, ya habían anticipado que nunca regresaría. Cursi y exaltada, conmovida por la improbable imagen de Laika explotando como una palomita de microondas, la no-monja me dice que ahora prefiere pensar que la perra aún vive dentro de aquel retrato famoso que la revela serena, acaso contenta, con el hocico que esboza una sonrisa involuntaria como la del axolote: ese extraño anfibio que en la mitología azteca era un dios en fuga, en duelo perpetuo contra la muerte. Que siempre podremos creerla viva a través de la fotografía, mediante lo eterno de un instante, porque, total, en muchos casos parece que lo que entendemos por vida tiene sus cimientos en un montón de actos de fe.

 

*Escritor, editor y profesor en la UNAM. Ha colaborado en diversas revistas, suplementos, antologías de cuentos y de crítica literaria. Es autor del libro de cuentos Pasos en la casa vacía (2019).

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