Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 15 Nov 2020 00:40 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Una postal para mi gato

 

Hace unos días leí una nota acerca de las pésimas condiciones en las que opera Correos de México. En el artículo se destacaba un fenómeno que todos hemos experimentado: en México las cartas se pierden o tardan años en llegar. Además, paquetes de toda laya se extravían. El sitio de internet de Correos no ha sido actualizado desde el año de la canica y las oficinas postales parecen calabozos. La nota terminaba con la afirmación de que una contienda electoral como la que se ha llevado a cabo en Estados Unidos con votos enviados por correo, sería imposible de realizar en México, porque Correos no sería capaz de cumplir materialmente con semejante empresa.

La nota me interesó mucho porque soy escritora, amo las novelas epistolares y pocas cosas me conmueven como las cartas antiguas, aquellas escritas por manos que son polvo hace siglos. Me gusta practicar caligrafía. Tengo buena letra y una ortografía más que decente. Soy rollera, me gusta dibujar, la textura del papel me hechiza. Soy, pues, una escritora natural de cartas. Alguien aficionado a escribir cartas no tiene el mismo temperamento que quien sólo escribe correos electrónicos o mensajes de Whatsapp. Pocas cosas me incomodan más que el autocorrector o la función ésa que termina las oraciones automáticamente en el correo electrónico.

Los escritores de cartas nos fijamos en la letra, el papel, la redacción, los timbres. Además, se supone que lo que se escribe en una carta está protegido por el secreto de correspondencia o secreto epistolar. Así, nuestra privacidad está amparada por la ley, situación opuesta a la de la correspondencia en las redes sociales, en la que la carta es, a partes iguales, tanto de Google como del autor. El correo, además, no es adictivo, a diferencia del email o el WhatsApp.

Por eso, mi vínculo con el correo es intenso y tempestuoso.

He escrito cartas a las autoridades del correo para quejarme o preguntar cosas (las respuestas merecen un artículo aparte) y estimo mucho al cartero. Correos de México es la red social que yo elegiría para mantener el contacto con el mundo si mantuviera un mínimo de eficiencia, pero no lo tiene. Todo se pierde.

Lo he comprobado empíricamente, cuando me dio por leer a John Le Carré. Después de leer sus libros llegué a la conclusión de que yo no había vivido. “Apenas puedo con mi existencia –pensé–, y éstos (los espías del MI6) tienen siete identidades eficientes.” Como los espías se mandaban cartas a sus propios domicilios para darse cuenta de cómo funcionaba el correo de los países donde andaban de incógnito, me puse a mandar postales a mi abuela. También envié dos a mi propia casa. Llegaron sin novedad. Pero esto ha cambiado: ahora, echar la carta al buzón es igual de incierto que tirar la botella famosa al mar.

Ya había hecho algo parecido, cuando le envié una postal a mi gato desde Pátzcuaro, sólo por el gusto absurdo de hacerlo. Llegó, días después de mi regreso. La recibí y se la fui a leer al gato, quien no hizo caso. Entonces me olvidé del correo hasta que se extravió un grueso sobre lleno de dibujos, fotos y páginas manuscritas que le escribí a mi sobrino en un viaje.

Si el lector ha comprado cosas por internet estará enterado de que hay comercios que se niegan a tener tratos con México, porque se suele dar por perdida la mercancía y ellos tienen que reembolsar al cliente. Compartimos la lista con países como Iraq, República Democrática del Congo, Burkina Faso, Siria, Afganistán, lugares hundidos en conflictos armados, alejados de cualquier norma mundial. ¿Por qué estamos así? Sepa.
No debería ser.

Pero hoy enviaré otra postal al gato. La pondré desde una oficina del sur de la CDMX.

Dice: “Querido T.F.:

Hoy que te escribo todavía no se sabe si Trump ganó las elecciones. Eso me causa tristeza y asombro a partes iguales. Hay frío en Coyoacán. Te quiere con todo el corazón: la señora que te da la comida.”

Versión PDF