El otoño de las rosas (dos poemas)
- Francisco Brines - Sunday, 06 Dec 2020 07:43



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La mano que no nos justifica
Indiferente llegas, e importante,
y es siempre tu misión inoportuna.
El aire has fatigado y tan oscuro
quiere entrar en mi pecho que me ciega;
apenas puedo verte, pero pasas.
En este cuarto mío hay el recuerdo
de que hubo luz y mundo; lo mancillas.
No sé si me desprecias, o eres muda.
Imperiosa y pausada, y sin mirarme,
tu mano, que no es fría, me la allegas,
y un contorno de nada roza el tacto.
Ya tan cerca de mí, mis ojos miran
un fuego sin color, y que no quema,
y siento que has venido muy desnuda.
Mi descripción tantea tu elegancia,
pues crece mi no ver, y mi no oír
me hacen saber que todo es tu presencia.
Esbelta, sí, pues no hay firmeza alguna
que consienta igualdad con el ser tuyo:
te afirma tu negar, y siempre niegas.
Tu vacío me asila en tu costado,
¿sabes a dónde vas?,
y ni siquiera importa. Vamos juntos,
conjuntamente a perecer: la muerte,
el mundo mismo, y yo.
Pues no nos sobrevives. Cual la sombra
sufre el nudo del cuerpo, es la vida
espejo en que la muerte se contempla,
y en una sola inexistencia acaban.
¿Victoria del pensar? Cuánta derrota.
Si no existe la muerte, ya no hay causa
que haga nacer el sueño de la vida.
Nos miramos los dos, y no nos vemos.
Ignorante me llevas, y cansado.
De El otoño de las rosas
(Editorial Renacimiento, Sevilla, 1986).
En los espejos de los astros
Observan que, en la noche iluminada,
rueda una estrella de cristal que tiembla,
y allí encuentran sus ojos, en lo oscuro,
el misterio encendido.
Y esa llama es tan sólo nuestra vida,
que abre también sus ojos, y pregunta
a quien así nos mira, qué encendido
misterio es su belleza. Todo acaba
borrándose, y el más duro fracaso
y el más digno, es la muerte que rueda.
Los astros se avecinan en la noche,
y acaso el pensamiento del que mira
su rostro en el espejo de este cielo
de tantos rayos de oro, y tan helado,
sea también gustar, aunque me ignore,
la ceniza caliente de una carne,
saber que la respuesta es no saber,
y que toda materia es soledad
que daña, y no se queda, y nos apaga.
Aleja tu mirada de la Tierra,
igual que aparto yo tu luz cansada.
No acerques mi existencia a tu vacío,
y que tu olvido cubra mi silencio.
De El otoño de las rosas
(Editorial Renacimiento,
Sevilla, 1986).