Buñuel antes del Jaibo: el camino hacia ‘Los olvidados’

- Sergio Huidobro - Sunday, 13 Dec 2020 07:22 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Por sí misma, pero también en el contexto de toda su obra –que aquí se describe con mucho acierto– ‘Los olvidados’, de Luis Buñuel, filmada en apenas veintiún días de un lejano 1950 en nuestro país, es y seguirá siendo, junto con ‘Un perro andaluz’, ‘El ángel exterminador’, ‘Viridiana’ o ‘Nazarín’, una de las grandes cintas en la historia de la cinematografía mundial.

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Luis Buñuel y el siglo XX nacieron mellizos, con siete semanas de distancia. El cineasta nació al mediodía del 22 de febrero de 1900. Seis meses después moría Nietzsche; cuatro más tarde, se imprimía La interpretación de los sueños. Saber cuándo los leyó es más difícil que sentir su afinidad intelectual con ambos. Pero Buñuel no nació en ninguna cuna de vanguardias sino más cerca del Medioevo, en Calanda, un villorrio de Teruel en donde a los molinos de piedra los jalaban burros, se guardaba luto en Viernes Santo y a donde el primer automóvil llego hasta 1919, cuando Luis ya era un toro aficionado al boxeo, el hipnotismo y los burdeles de Madrid. La capital lo absorbió a él, que no había salido de Aragón hasta los trece y que venía de un lugar en donde, como solía decir, la Edad Media terminó con la primera guerra mundial.

En las tascas nocturnas de Callao y el Retiro los poetas gobernaban por encima de los reyes, pero Buñuel, Pepín Bello, Dalí, León Sánchez y García Lorca, la pandilla de la Residencia de Estudiantes, se paseaban como una mezcla de rebeldes y monarcas: ninguno era de Madrid, pero Madrid era suyo. En cafés como el Gijón o el del Prado se podía escuchar a las vacas santas de la España de Alfonso XIII: Machado, Baroja, Gómez de la Serna o Juan Ramón Jiménez, poco respetados por los artistas adolescentes quienes, antes de ser bautizados como Generación del 27, ya tiraban piedras sobre la del 98. Cuando ya preparaban el Perro andaluz sin tener ni treinta años, Buñuel y Dalí le escribieron una carta a Jiménez a propósito de Platero y yo, llamándolo “el burro más odioso” –lo de Buñuel, se entiende, eran burros muertos sobre pianos– y que cerraba: “su obra nos repugna profundamente por inmoral, por histérica, por cadavérica, por arbitraria. ¡Merde!”

Pero el arte y el tiempo son viejas brujas, y esos mismos adjetivos serían lanzados a Buñuel por las burguesías, el clero, el franquismo y el México más rancio por el resto de sus días, con cada nueva película. Esa tensión social, que Buñuel disfrutaba provocar como un malcriado, tuvo en Los olvidados (1950) una de sus notas más complejas, al ser recibida con claroscuros tanto por las fuerzas culturales que habían arropado a Buñuel en el pasado –el clan surrealista y los partidos comunistas– como por las que lo arropaban en ese entonces: la industria mexicana, orgullosa de sus charros, y el empolvado establishment francés. Por encima de las polémicas, Los olvidados representa para la obra de Buñuel un renacimiento, un segundo parto o algo igual de extraño: una segunda ópera prima.

Yo tuve la suerte de pasar la niñez en la Edad Media, aquella época dolorosa y exquisita, como dice Huysmans. Dolorosa en lo material. Exquisita en lo espiritual. Todo lo contrario de hoy”, le dictó el cineasta a Jean Claude Carriére unos meses antes de morir. Nunca renegó de su extraña nostalgia por las vidas medievales, que en su cine reaparecen travestidas, algunas evidentes como en La vía láctea (1969) o Simón del desierto (1965) y otras disfrazadas, como la corte enclaustrada junto a iconos de santos en El ángel exterminador (1962) o los retablos de perversa caridad cristiana que son Viridiana (1961) o Nazarín (1959), todas posteriores a Los olvidados y, de una forma u otra, inscritas en la misma senda moral. ¿Hay contradicción entre ese Buñuel y el otro, el aficionado a las técnicas de doblaje, a las nuevas cámaras que salían al mercado; el que se compró un Ford apenas se lo permitió su salario en Warner Bros y que añoraba sus años en Nueva York? Si la hay, quizá ahí esté el germen de Los olvidados, en una villa medieval –con su ciego, sus gallinas, sus truhanes, pícaros y su gitanilla– perdida en el moderno Distrito Federal alemanista que construía sus primeros rascacielos.

 

La segunda ópera prima: génesis de un fuego interno

En 1928, Buñuel fue despedido por Jean Epstein, de quien era asistente, a causa de sus ataques publicados contra Napoleón, de Abel Gance. Epstein perdió más; Buñuel ya había aprendido lo suficiente para filmar su guión escrito con Dalí, que primero se llamó El mundo por diez céntimos, luego La marista de la ballesta, después Prohibido asomarse al exterior y, finalmente, Un perro andaluz. Quizá nadie habría financiado aquellos veintisiete minutos de plena libertad, ni siquiera en el París en donde Man Ray, Leger, Dulac o Cavalcanti empujaban las vanguardias fílmicas a los límites. Ellos eran ellos. Buñuel no era nadie.

Las 25 mil pesetas del presupuesto fueron aportadas por María Portolés, la madre aragonesa adorada por Buñuel, inaugurando así la dependencia financiera que el cineasta cargó como remordimiento por una década: de la lactancia materna pasó a la dependencia de Charles y Marie de Noailles, mecenas financieros de La edad de oro y al camarada Ramón Acín, quien le produjo Las Hurdes con un premio de lotería. Aunque esto parezca la alevosía de un artista encajoso, su correspondencia lo muestra casi lastimado por recibir una generosidad que le parecía imposible de retribuir y que a sus mecenas les acarreaban reproches por financiar cintas destinadas, invariablemente, al escándalo.

Buñuel cumplía su primera estancia en Hollywood (1930-1931) la tarde en que miembros de la Ligue des Patriotes et Antisémitique, de extrema derecha, destrozaron el cine Studio 28 en protesta por la exhibición de La edad de oro (1930). En la misma sala se daría el primer pase privado en Francia de Los olvidados, veinte años después, sin que nadie vandalizara el lugar. En esas dos décadas, la vida de Buñuel fue revolcada por varias olas: volvió a Francia y de ahí, a España para rodar Las Hurdes (1933), su único documental y otro revulsivo agrio para la burguesía española. En una mañana en Madrid, lo despertó el primer bombardeo de la Guerra Civil, después vino el asesinato de Lorca y, finalmente, la necesidad de volver a Estados Unidos, ahora como exiliado. Fue un respetado director de doblaje en California y empleado del MOMA neoyorquino antes de ser invitado a México, un país que le impresionó como impresionan los aguafuertes de Goya. Llego a vivir en la calle Nilo de Clavería y se quedó en el mismo país por medio siglo y dieciocho películas más.

Para poder ingresar al STIC, única fuente de trabajo en la industria mexicana, aceptó dirigir Gran casino (1946) para Películas Anáhuac y El gran calavera (1949) para Estudios Tepeyac. En privado las despreciaba por su “mediocre argumento” pero toleraba por su “técnica decentita y buena foto.” Las ganancias de ambas y el hecho de haberlas filmado en menos de veinte días con ahorro de presupuesto le dieron contrato para tres proyectos más –uno de ellos, Doña Perfecta, terminaría dirigido por Alejandro Galindo–, pero el que le interesaba era uno, su primer guión propio para la industria mexicana. En el verano del ’49, le escribía a su amigo José Rubia: “me empeñé en no volver a reincidir dirigiendo films idiotas […] Por fin, firmé en febrero un contrato, del cual ya vivo, para hacer un film de los que me gustan. Todo él basado en procesos del tribunal para menores y en expedientes de la Clínica de la Conducta. Será representado por niños auténticos mexicanos, del lumpenproletariat, e intentaré rodarlo en los lugares reales”. La conversación epistolar continuó así en septiembre: “El tema es delincuencia infantil y me he documentado con unos doscientos procesos del Tribunal de Menores y cien expedientes de la Clínica de la Conducta, institución psiquiátrica de México. Los personajes son adolescentes […] del Distrito Federal y el tratamiento, un compromiso entre el documental y la ficción, necesaria para que el film sea comercial. No hago ningún compromiso de tipo moral o artístico. […] El día 6 de febrero comienzo [a filmar Los olvidados]. Es dura, fuerte, sin la más mínima concesión al público. Realista, pero con una línea oculta de poesía feroz y a ratos erótica. […] Los fondos, los más feos del mundo. […] es como una mezcla, pero de elementos evolucionados a través de estos quince últimos años, de Tierra sin pan y La edad de oro…”

El diagnóstico era preciso, aunque incorporara mentiras piadosas como la ausencia de actores profesionales –Miguel Inclán, Estela Inda y Roberto Cobo no eran, ni por mucho, debutantes–, pero acertaba al señalar el aprendizaje doble de su díptico mudo-surrealista y de su agreste documental extremeño. La película que iba a rodarse en cuatro semanas a partir del 6 de febrero de 1950, y que iba a estrenarse en septiembre en un pase privado para amigos como Max Aub y José Revueltas, no era neorrealista, política, comunista ni miserable: era suya y era, después de dirigir cinco veces, su primera obra completa, integral, de madurez. Si creemos a una carta escrita por Buñuel a Georges Sadoul, Gobernación habría detenido por unos días la exhibición comercial en octubre de 1950, autorizándola al fin en noviembre e incluso enviándola al IV Festival de Cannes con una delegación oficial mexicana encabezada por Octavio Paz.

Pienso que algo se incendió al interior de Buñuel durante aquellos veintiún días de rodaje. Quizá se había incendiado antes, en la escritura o en sus paseos por barrios marginales junto a Luis Alcoriza, y lo que vemos en pantalla son cenizas volando con brasas encendidas. En ese año que partió al siglo en mitades, Buñuel encontró también el meridiano de su ser creador: terminaba el provocador inflamable y modernista; en su lugar, nacía uno de los narradores más grandes del siglo en cualquier medio, uno que había ingerido y sublimado influencias tan dispares como Galdós, Sade, Zurbarán o Freud. Los olvidados fue el punto de no retorno para esa evolución. El sueño de Pedro, despojado de carne cruda por su madre, permanece en nosotros como el centro natural que equilibra dos imágenes de pesadilla: en una, un ojo es rebanado por la navaja de un barbero; en la otra, un Cristo carcajea a mandíbula abierta.

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