La narrativa de carne y hueso de Roberto Arlt

- Enrique Héctor González - Sunday, 20 Dec 2020 07:43 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Creador de mundos donde la marginalidad, el morbo, la alienación social y mental y la extrañeza conviven en un caldo o mejunje articulado como un cosmos desaliñado e inoperante, la literatura del escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942), luego de casi un siglo de haber sido publicada, constituye una de las cotas más altas y originales de la narrativa en lengua española del siglo pasado.

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Tal vez Roberto Arlt sea el autor sudamericano más cercano a Borges por nacimiento y el más alejado en ejecución, dada la distancia que solemos reconocer entre las altas formas clásicas y los bajos fondos de la lengua popular, dicotomía que habría que revisar con mayor rigor en casos como el de Arlt, pues su elaborado estilo sólo inexactamente puede ser confundido, como de hecho lo ha sido, con descuidos de la escritura o arrabalerías verbales que nada más lo parecen, sin serlo realmente.

Luego de casi un siglo, digo, la antiquísima escisión entre los escritores de Flores (con Borges a la cabeza) y los de Boedo (con Arlt al frente) ha devenido improbable cliché que, si bien en su momento, la década de los años veinte, resumía de algún modo la opuesta aproximación al hecho literario de dos grupos de escritores argentinos más o menos definidos, hoy en día el marbete de refinados frente a rusófilos, como se llegó a motejar a los de Boedo, se ha demacrado completamente, pues el cuidado de las formas en Arlt llega incluso al extremo de perfilar con un rigor casi espantoso las “elecciones onomásticas” de sus personajes, como lo observa Mario Goloboff, previniendo que el grupo “er” de su nombre propio (RobERto) apareciera en el de los protagonistas de sus dos novelas menores, los Astier y Balder de, respectivamente, El juguete rabioso y El amor brujo, y en cada uno de los siete locos que aparecen tanto en la novela del mismo nombre como en su continuación, Los lanzallamas, ambas no solamente centrales en su producción sino verdaderas obras de culto de la literatura hispanoamericana de la centuria anterior. Hilando un poco más delgado en esta nomenclatura en clave fonética, el máximo loco, Erdosain, reúne en su apellido (ya en sus dos nombres, Augusto y Remo, presume los del fundador y el último gran emperador de Roma) la aféresis de, precisamente, la palabra “cuerdo” y la palabra “sano” en francés, sain, pues para Arlt “estos siete demonios no son locos ni cuerdos, se mueven como fantasmas en un mundo de tinieblas”.

Y ya se ha dicho, son cuatro las novelas escritas por Roberto Arlt, además de sus numerosas crónicas conocidas como Aguafuertes, publicadas tanto en Buenos Aires como en Madrid, dos colecciones de cuentos y numerosas obras de teatro, género al que dedicó sus últimos años. Los personajes que las protagonizan son cuidadosamente idiosincrásicos y las historias en que se insertan, en el fondo, hablan de la inutilidad de la vida, de una vacuidad llena de piezas que no se corresponden en un rompecabezas desaforado. Como en Kafka, en la narrativa de Arlt el narrador consigue volvernos íntimos de una serie de circunstancias y reacciones absurdas, estilizadas como en el cine expresionista, oscuras e inconfesables, por ejemplo, la cobardía de Erdosain. El personaje se pregunta por qué no reacciona cuando su amigo lo abofetea y luego le anuncia que ama a su mujer; por qué cuando el Capitán, en sus narices, se la lleva a vivir con él, no es capaz de usar la pistola que tiene ahí a la mano, en su casa. Indaga en sí mismo la respuesta y conjetura: “Sé que existo así, como negación.” Y apenas después: “El alma se me queda en silencio, la cabeza en vacío.” Entre Samsa (1915) y Meursault (1947), Erdosain (1931) es un desarraigado al que parece no importarle haber perdido su naturaleza humana. O, peor aún, al que cualquier pregunta al respecto le parece impertinente.

 

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El trasunto existencialista de la literatura de Arlt es menos una apetencia observada por la crítica que una derivación natural de las reflexiones del personaje, que tiende con resuelta soltura a concebirse como un ser excepcional empantanado en la inacción: “Yo soy la nada para todos. Y sin embargo, si mañana tiro una bomba o asesino a Barsut, me convierto en el todo, en el hombre que existe, el hombre para quien infinitas generaciones de jurisconsultos prepararon castigos y cárceles y teorías.” La nitidez de las imágenes de la angustia es impecable en el discurso de los personajes; así el Astrólogo, quizá el más trabajado por Arlt en su locura carismática y erudita, que compite plenamente con la desuncida depresión crónica de Erdosain, cuenta de una forma directa y cruda su castración: “Puse el pie sobre una claraboya, se rompieron los cristales, caí sobre el pasamano de una escalera y los testículos me estallaron como granadas.”

Novelas de personaje, tanto Los siete locos como Los lanzallamas son el escenario narrativo que el dramaturgo que siempre llevó consigo Roberto Arlt se permitió para enaltecer la figura y dimensiones de Augusto Remo Erdosain (¡vaya impronta imperial impuesta como onomástico a un pusilánime desangelado!), temperamento abandonado a la “realización sistemática del mal”, según su hija, la crítica Mirta Arlt, un individuo sujeto a la “ascesis de la abyección”, una suerte de carrera en espiral que asciende lenta, tortuosa, sinuosamente en la consecución de una imagen cada vez peor de sí mismo, condenado a recusar toda esperanza, a la abolición de cualquier posibilidad de desahogo, porque qué duda cabe que se trata de una búsqueda tenaz y temeraria de la propia asfixia.

Eunuco de sí mismo (y no como el Astrólogo, devenido castrado por un accidente), inconforme, hostil, la enfermedad de Erdosain es la de saberse cobarde, incapaz de generar la gran conflagración, ineficaz en sus métodos, una especie de Raskolnikov que advierte, con el asesinato de la usurera, que él no es un elegido, un hombre extraordinario al que le esté permitido pergeñar perjuicios en vista de que persigue un bien mayor: la redención humana. Y ligado a la cobardía, aparece siempre –en Arlt, en la vida misma­­– el asunto de la humillación, de someterse a las reglas impuestas sin decoro, con el descaro de quien ha perdido su cara entre las manos de la genuflexión.

Pero no es Erdosain el único ser deschavetado de las novelas; cada uno de los siete enunciados en el título, la Coja e incluso el cronista que funge como mediador de la historia, como entrometido periodístico de un caso real, encarnan una locura hasta cierto punto funcional que busca su realización en la ilusión de ser otros. ¿No es este un doméstico delirio que, en algún momento, nos concierne a todos? La paranoia atribuida por la crítica arltiana hasta al propio autor, ¿añade algo o demacra la eficacia y la vigencia de sus novelas? ¿Qué artista no necesita estar un poco descentrado hasta cierto punto? Y aun el peculiar tino con el que el propio Arlt se refirió a su obra manifiesta una lucidez que no suele constituir regla entre los escritores: “Estos individuos canallas –dice de sus personajes– tristes, viles y soñadores, están ligados entre sí por la desesperación. Quisieran creer en algo, arrodillarse ante algo, amar algo. No pueden. La angustia de estos hombres nace de su esterilidad interior. No son locos ni cuerdos. Son individuos de esta ciudad que se mueven como fantasmas. Si fueran menos cobardes se suicidarían; si tuvieran un poco más de carácter serían santos. Buscan la luz sumergidos en el barro. Y ensucian lo que tocan.”

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Como producto desairado de una nueva Buenos Aires, los personajes de Arlt inauguran en la literatura argentina el urbanismo literario que apenas sucede al reciente cierre de la literatura gauchesca representado por Don Segundo Sombra, la emblemática y agónica novela de Ricardo Güiraldes publicada a mediados de la década de los veinte. Y es sintomático que esa sucesión no sea una forma de la continuidad sino una drástica ruptura, pues no sólo cambia el espacio físico y psicológico de la narración, el del enaltecimiento vernáculo de una figura plenamente decimonónica como la del gaucho, sino asimismo la condición social y aun mental de los personajes literarios. En la dedicatoria a su esposa de El amor brujo, su cuarta y última novela, Roberto Arlt despunta que los seres humanos son “monstruos chapoteando en las tinieblas”. ¿Es su obra, entonces, un tratado de teratología? Sería difícil creerlo. Si bien es cierto que los suyos se revelan a sí mismos, en sus incontables monólogos, como seres dislocados, no son irracionales o poco lúcidos. Aquí Erdosain: “Sé que vivo en el fondo de una desesperación que no tiene puestas de sol. Es como si me encontrara bajo una bóveda, sobre la cual se apoya el océano.” En su depresión crónica, consustancial, las ocurrencias que acuden a su mente no son menos precisas e intensas: “Estoy muerto y quiero vivir. Esa es la verdad.”

Arlt incorpora con facilidad en sus novelas el mundo de los inventos de guerra, un conocimiento detallado de las reacciones químicas y la industrialización de sustancias tóxicas con fines destructivos. “Un tratado para la fabricación de cañones –confiesa– me emociona tanto como un poema.” No hay duda de que la originalidad de su narrativa asienta en esta afinidad tan escasamente literaria una de sus más claras peculiaridades. Pero es la personalísima aproximación a la intensidad del instante, a la fuerza de imágenes cinceladas con una precisión casi catastrófica y la analogía que establece para proyectar la intimidad del encierro y la locura de sus personajes, lo que ha hecho de la literatura de Roberto Arlt uno de los más altos ejemplos de cómo la meta de capturar la realidad –lo sabemos desde Proust– pasa por metaforizarla, encuadrarla en las posibilidades poéticas del lenguaje. Imposible cerrar esta nota sin ejemplificarla con una muestra de su pericia comparativa: “Como un cerdo que hociquea la empalizada de su pocilga para escapar del matadero, Erdosain golpea mentalmente cada leño de la empalizada espantosa del mundo, que, aunque tiene leguas de circunferencia, es más estrecha que el chiquero bestial.”.

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