




Los cuentos del cronista
Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) se ha convertido en una presencia constante en el mundo cultural del país. Sus cuentos, novelas, crónicas, ensayos, artículos periodísticos, obras de teatro y hasta poemas, tienen como común denominador la exploración minuciosa de los usos y costumbres del mexicano. Con alma de sociólogo –carrera que estudió en la unam– Villoro aprovecha cualquier ocasión para reflexionar sobre el devenir nacional. Por supuesto, en el terreno de la ficción, el autor se libera de los hechos comprobables de la crónica –quizá el terreno en el que mejor se mueve–, aunque nunca se aleja mucho del realismo que lo vincula con sus trabajos periodísticos y de no ficción. El año pasado publicó una reunión de cuentos seleccionados por él que lleva por nombre Examen extraordinario y que funciona como una suerte de repaso a su ficción breve. A través del siempre peligroso ejercicio de la autocrítica, Villoro ofrece catorce muestras narrativas que, espera, superen la prueba del tiempo.
Los cuentos de Examen extraordinario se despliegan en varias extensiones que condicionan sus propuestas y sus efectos en la lectura. Tenemos, por ejemplo, relatos de largo aliento –casi nouvelles– y narraciones más cortas que se acercan a una estructura más convencional. Tenemos, como buena muestra del primer tipo: “Acapulco, ¿verdad?”, una historia que abarca una buena parte de la vida de una mujer y su relación con el puerto. Villoro dibuja el viaje sentimental de la protagonista a la vez que muestra, con nostalgia, un México que nos parece inalcanzable. El texto, logrado, aunque complaciente en su conclusión –los finales felices no funcionan en la literatura– se esmera en la configuración de una biografía y la evolución del personaje principal como en cualquier texto de largo aliento. “El crepúsculo maya”, por otro lado, es un ejemplo de un cuento que gravita alrededor de una anécdota: el accidentado viaje de unos amigos a Yucatán. La historia fluye de peripecia en peripecia y en varios momentos nos recuerda la mirada desencantada y divertida de un Jorge Ibargüengoitia.
Examen extraordinario tiene otras piezas que parecen apuntar en varias direcciones y, por lo tanto, desperdician la tensión que debe tener un buen cuento. Es el caso de “El día en que fui normal”. Villoro, encandilado por su solvencia para narrar, encadena escena tras escena olvidando la máxima de Chéjov –casi un lugar común– que aconseja no desperdiciar palabras en pasajes que no aportan mucho a la anécdota principal del cuento. Finalmente, un apunte: la ficción breve de Villoro parece una extensión de él no por las anécdotas sino por el lenguaje de los narradores. Cada uno de ellos esgrime, a la menor provocación, el tipo de frases que el autor usa con mucho tino en sus conferencias, crónicas y entrevistas. Las frases son como aforismos que diagnostican el alma mexicana, pero que generan cierto escepticismo en el lector: ¿en realidad un personaje, sobre todo cuando es narrado en primera persona, puede hilvanar decenas de frases contundentes, de ésas que son una en un millón? El problema es que, conforme avanza la lectura, todos los personajes parecen representaciones de Juan Villoro: por ahí una sentencia sobre la burocracia mexicana, por allá una analogía contundente sobre la gastronomía popular. Los protagonistas, muchas veces, parecen demasiado conscientes del público que los lee y, entonces, la narración pierde soltura. Un buen personaje no siempre tiene el tono sapiencial; a veces duda, comete errores de apreciación, se equivoca.
Al término de la lectura de esta aparente nueva visita a la ficción breve de Villoro, encontramos la historia de un narrador dotado, sin duda, para el artificio, pero que quizás le convenga arriesgar más, ir en contra de sí mismo, traicionarse un poco para dotar a sus historias de una saludable incertidumbre temática y estilística. Sólo así se pueden abrir nuevos caminos en la literatura l