




El romano existencialista
Hablar de César Aira (Argentina, 1949) es hacer referencia a un universo narrativo en el que la experimentación tiene el papel principal. Compañero de armas de otros autores sudamericanos inclasificables como Mario Levrero o Rodolfo Fogwill, sus textos son, como él los llama, juguetes o artefactos literarios para adultos. Aira decidió abandonar el realismo desde sus primeros libros y creó narraciones que buscan atrapar al lector planteando cajas de sorpresas que parecen funcionar en diferentes dimensiones. Quizás, al contrario de otros autores extravagantes en castellano, Aira parece improvisar mientras escribe y, después, dejar que el lector se introduzca poco a poco en su propuesta como si estuviera ante una obra abstracta. El único compromiso, por supuesto, es una imaginación delirante que le otorga una extraña tensión a sus textos. El autor argentino lanza, casi de inmediato, un anzuelo extraño que tenemos que aceptar, por ejemplo, la obsesión de un científico por clonar a Carlos Fuentes, como sucede en Congreso de literatura o, en otro de los muchos ejemplos de su vasta obra, cuando un escritor de éxito abandona la escritura de novelas góticas para internarse en la ruta del opio y, así, darle sentido a su vida, como en Prins, libro publicado en 2018.
El año pasado Aira publicó una nueva novela con un tema histórico. Ya había tenido buenos resultados con un ejercicio parecido: Un episodio en la vida del pintor viajero, en el que aborda la vida del pintor Johan Moritz Rugendas (1802-1858). En esta ocasión sorprende porque entrega un texto sin los recursos acostumbrados en él, que van desde la asociación libre hasta los escenarios que se vuelven alucinantes cuando sus supuestos fundamentales se llevan hasta las últimas consecuencias. Estos elementos que siempre corren el riesgo de lo gratuito son desechados en Fulgentius, una novela de corte existencialista ambientada en el mundo romano. Al contrario de la mayoría de las novelas históricas –muy de moda en los últimos años– en las que se privilegia la verosimilitud de los datos y la cercanía con las fuentes, Aira sólo bosqueja el imperio romano para dejar, en primer plano, al ficticio general romano Fulgentius y sus dilemas mientras está en campaña, lejos de casa. El protagonista, después de una esmerada educación en la que aprende el arte de la guerra y la cultura escrita, asciende en el ejército y logra tener una vida próspera. A sus sesenta y siete años es, todavía, un factor importante para sus superiores y, por esta razón, lo mandan a las fronteras para combatir a los pueblos que aún resisten el domino de la civilización latina.
Fulgentius no es una novela de aventuras. El narrador en tercera persona se concentra en describir los escenarios que pisa el general y su legión, un ejército de 6 mil hombres abanderados con la imagen del lobo. Sin embargo, pronto entendemos que el mayor peso lo llevan las reflexiones que surgen mientras avanzan lentamente en territorios desconocidos. Fulgentius, además, tiene una misión muy personal: llevar a escena una tragedia que escribió cuando era muy joven y que, fortuitamente, ha sido representada sin que él lo supiera. La obra, completamente biográfica –una anomalía en la época– es una suerte de visita a su pasado. No sabemos mucho más de la obra porque el narrador se concentra en la obsesión que tiene el general con ella y en la meticulosidad con la que pretende escenificarla. De esta forma tenemos, mientras avanzamos en la trama, una historia que renuncia a la peripecia para entregarnos momentos que invitan a ir más allá de lo literal: el ejército como la extensión viva de un hombre; una expedición que nunca acaba y cuya suerte parece no importarle a nadie; la obsesión por representar una obra teatral utilizando a los soldados como actores y también como público. Al final del libro queda la sensación, siempre pesimista, de no alterar la realidad y, a pesar de eso, seguirlo intentando.