Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 10 Jan 2021 10:10 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Cambiar a fuerzas

 

Los fines de año suelen tener algo de “cerrado por inventario”. Todos hacemos listas de propósitos, de deseos y, los culposos, de fiascos. Este año infame, además, muchísimos tenemos listas de pérdidas, tanto humanas como económicas.

Me pregunto si habrá por ahí algún afortunado que pueda presumir de haber tenido un buen año. Se necesitan varias condiciones para eso: quizás la primera sería tener un alma de una serenidad ultraterrena, millones de dólares o ser un egoísta de porra que no lee un solo periódico.

Yo, como el resto del planeta, tuve uno de los peores años de mi vida, aunque, por suerte, no me he contagiado. Personas cercanas y queridas han estado enfermas de Covid-19, eso sí, lo que me permitió constatar desde los primeros meses que esta enfermedad no es cosa de juego. Perdí a un ser amado debido a otro padecimiento. Como a tantos que hemos perdido a alguien en medio de este desastre, los días postreros de mi pariente, así como el solitario duelo que siguió a su muerte, fueron apresurados y tuvieron algo de furtivo.

En esas semanas anhelé con toda el alma un velorio con todas las de la ley. La funeraria, con las coronas con el nombre mal escrito. Quise abrazar a la prima antipática que dice imprudencias; al amigo que no has visto en mil años y que no sabe qué decir; a la tía que llora como una plañidera romana. Mirar con ojos de pistola a los frívolos que suelen hacen chistes en un rincón. Beber el café quemado, comerme el sándwich insípido y carísimo. Asistir a una misa, con los distraídos de rigor. Si quieren ustedes, hasta con algunos conocidos mirando sus teléfonos. Con todos esos defectos, eso deseé y me hizo falta, en lugar de la soledad a la que la pandemia nos condenó a mi hermana y a mí.

Entonces aprendí que necesito más a la gente de lo que jamás imaginé. Por supuesto y, como cualquiera, sé que los rituales desempeñan funciones insustituibles para el espíritu y las emociones. Lo que ignoraba es que, aunque uno lo sepa y esté consciente de ello, la necesidad de vivirlos persiste. Creí que con entender que la pandemia los hace imposibles de cumplir, bastaba. Y no. Quién lo dijera.

Al consignar esto quiero decir que este año se operó un cambio en mí, un cambio que me había prometido en mis eternas listas: valorar más a la gente que quiero.

La lista de las prioridades se depuró sin que me diera cuenta. Todos, excepto los más tercos, sabemos ahora y como nunca, que lo primero es la salud: la propia y ajena.

En segundo lugar, está el tiempo o la comunicación con los demás (a distancia, si de verdad te importan). En tercer lugar, me di cuenta de que las discusiones por política suelen ser estériles y, si se puede, hay que evitarlas. Dan lugar a declaraciones de superioridad moral que son, casi siempre, ridículas.

También entendí que las soluciones a problemas como una pandemia no están en nuestras manos, pero que, si no cooperamos y ponemos nuestro grano de arena, no habrá salvación. Lo digo por las personas que van sin mascarilla. Ayer casi tropecé con un hombre que vende cedés en la acera. Esta persona jamás usa mascarilla y suele acercarse, desafiante, a quienes ofrece la mercancía. Con ese y con miles como él, no contamos. En lo absoluto.

Se me dirá que enumeré sólo perogrulladas. Sí lo son, pero no me era fácil asumirlas antes de la pandemia, excepto cuando estaba muy serena, agradable estado que frecuento poco.

Estos cambios y decenas más que se dieron en mi forma de leer, de comer, de estar en el mundo, son mejoras obligadas por la cuarentena.

Era imposible que semejante año se fuera sin dejarnos, al menos, un poco más de autoconocimiento. Claro que, además de eso, nos dejó un amargo escepticismo respecto de los políticos y un temor, aún mayor, a los delincuentes violentos que, con más crueldad que la pandemia, azotan este país. Para cambiar a esos hace falta un milagro. Lo malo es que yo, en milagros, no creo l

 

Versión PDF