El libro en la cultura virtual de lo efímero y lo inexistente

- José María Espinasa - Saturday, 23 Jan 2021 22:04 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En el mundo virtual, ahora muy acentuado por las exigencias de la pandemia, el libro, su producción, presentación, distribución y venta, parece encontrarse en una posición muy vulnerable. Aquí se señalan sus riesgos y desventuras, tal vez con pesimismo, pero también con argumentos.

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Cuando los lanzamientos públicos de los libros se hacían de forma presencial –con el autor y tres amigos que lo elogiaban– había poco público, pero al acabar el editor podía vender unos diez libros, y alguno de los textos se publicaba, se cumplía con un rito y, si el editor tenía recursos, ofrecía un brindis. Ahora, con la pandemia, las presentaciones son virtuales y me cuentan que hay más público, pero no se venden libros ni los textos aparecen publicados en algún suplemento, ni tiene prácticamente eco alguno ni se sedimenta en la cultura como una apuesta a futuro. Por definición, lo virtual es efímero y coyuntural. Pero su condición efímera no tiene el sentido, que algunos han querido darle, de una nueva oralidad. Lo efímero equivale a algo peor: la inexistencia, justificada por su existencia –es un decir– virtual. La idea de lo publicado se revierte y lo devuelve a la condición de lo inédito.

Veamos algunos hechos: cada vez es más frecuente que un lector llegue a una librería en busca de un título y el librero busque en la computadora. Lejos ha quedado el librero que reconocía el libro y sabía dónde estaba, e incluso te recomendaba otros títulos de ese autor o de temática parecida y, a veces, si se establecía una cierta relación, te avisaba de cosas que llegaban con pocos ejemplares y sabía que te interesarían. Ahora, pone el nombre en la computadora y suele aparecer la ficha, con autor, editorial, isbn y precio, pero sin existencias para la venta. El librero, sin embargo, se suele sentir ufano de encontrar esos datos, aunque no haya libros que se correspondan con ellos, y si el ingenuo lector le pregunta si se lo pueden conseguir la mirada es de absoluto desprecio: habiendo tantos libros aquí para qué quiere ése.

De allí se pueden encontrar mil variantes: el sistema indica que hay un ejemplar, lo buscan los dependientes durante media hora y no lo encuentran. Tal vez cuando algún día se haga un inventario terminará apareciendo en un sitio insospechado, o, si se lo robaron, como sigue estando en el sistema nunca pedirán reposición al editor. Se alega que no hay un banco de datos en México en el que se pueda saber qué libros aparecieron, quién es el editor y en qué librería están a la venta. Hace unos años se impulsó Prolibro; el editor estaba obligado a subir la información a ese portal (la entonces Dirección de Publicaciones de la Secretaría de Cultura obligaba a sus coeditores a hacerlo). Un buen día, después de acumular mucho trabajo de muchos editores, Prolibro simplemente desapareció de la red. Y el encargado de compras o gerente de la librería te dice impávido: es que no lo han dado de alta en el sistema. Esa cadena de ventas del libro, que va del autor al lector, se interrumpe con frecuencia en las librerías, incapaces de resolver los problemas tecnológicos pero, a la vez, volviéndolos un requisito sin el cual no hay realidad, ni siquiera realidad virtual.

La venta vía la red provoca una enorme desconfianza en una mercancía tan extraña y poco comercial como el libro. La solución, se dijo, sería Amazon, y ésa, “la librería más grande del mundo”, es ahora sobre todo un sistema de ventas y paquetería donde el libro es una parte mínima del negocio, y que hace de la competencia desleal la razón de su éxito, desde evadir impuestos e ignorar las leyes locales, hasta simplemente el fraude y el robo. Y no pocas veces la extorsión: el precio de un libro en la lista del editor se multiplica por diez en la venta virtual de esa trasnacional. Eso sí, cotiza en la bolsa.

El futuro de la música en salas de conciertos, el teatro y el cine es muy oscuro, pero el del libro es peor. En cierta manera, la historia le ha dado la razón a Marcuse: dejamos atrás la cultura del libro –la galaxia Gutenberg– pero no para ir hacia la era del cine –la galaxia Lumière– sino al simulacro de lo virtual –la galaxia Gates. Tal vez asistimos al fin de una época cultural, pero no estamos seguros de asistir a la formación de una nueva.

¿Demasiado pesimismo? Tal vez. El comportamiento suicida de muchas personas, asistiendo a fiestas clandestinas, a bares en horarios ilegales, a concentraciones masivas en medio de la pandemia, llama la atención sobre una sociedad que hace cincuenta años Guy Debord llamó “del espectáculo”, basada en lo gregario, que no puede ver en el libro y la lectura sino a un enemigo. El espacio privado ha sido casi borrado por la televisión, la computadora, el teléfono móvil y la amenaza de una sociedad virtual, pero no se ha buscado proteger ese espacio sino encontrar otro sentido en el espacio, no social ni público, sino en el gregario. Mala elección. Salir a caminar a un parque o darse una vuelta por la plaza parece ahora un gesto tan arcaico como leer un libro.

Me puedo imaginar a un editor que ha caído en manos de la locura y llena la red de anuncios de libros que no existen y nadie se daría cuenta, pues su existencia no aspira a otra cosa que a su virtualidad, y si alguien los pidiera, un robot contestaría que “no hay en existencia”.

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