El cine mexicano visto por sí mismo sátira y autoparodia en los años 40’s y 50’s

- Rafael Aviña - Sunday, 31 Jan 2021 07:43 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
El humor, que sin duda es una refinada forma de la inteligencia, es poderoso consejero, sobre todo si se dirige a uno mismo: la autocrítica, tan escasa en nuestros tiempos, puede sanar con la risa, la ironía y el sarcasmo, el anquilosamiento de personas, industrias e instituciones. En este artículo se repasa el período de ese ejercicio en el cine mexicano de mediados del siglo pasado.

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A mediados de los años cuarenta nuestro cine, con medio siglo de vida cumplido, podía darse el lujo de reflejarse y burlarse de sí mismo. Más allá de ese juego de espejos que representaba la visión del cine dentro del cine, existía la voluntad de ironizar sobre el aparato de producción que sostenía a una industria que arrojaba cerca de cien películas anuales, como solía hacerlo la cinematografía estadunidense que, años antes, se sumergía en su propia fábrica de sueños, como lo mostraban Sherlock Jr. (1924), King Kong (1933), Loquibambia (1941), Por meterse a redentor (1941) y, en breve, ese devastador clásico del cine negro de postguerra: El ocaso de una vida (1950) de Billy Wilder, brutal disección sobre los mecanismos del estrellato y las condiciones del guionista en Hollywood.

En México, hacia 1950 lejos estábamos de concebir esos alardes de claustrofobia emocional alrededor de la explotación fílmica y sus traspatios; por el contrario, la crítica a la industria fílmica nacional partía esencialmente del humor, el choteo y la celebración para expresar, por medio de la farsa, una introspección irónica. Por ejemplo, en ese 1950, También de dolor se canta, de René Cardona, destaca no tanto por la ridiculización de Pedro Infante como maestrito miope y provinciano con anteojos de fondo de botella, sino por su encuentro con grandes figuras del medio cinematográfico, la exploración del ambiente fílmico y el cine mismo.

Un guión del español Álvaro Custodio ridiculizaba el papel del escritor cinematográfico, y la mediana capacidad de ironía por parte de Cardona se suplía con una larga y sobresaliente secuencia en los Estudios Tepeyac. Infante, contratado como actor, se topaba (por única vez en su carrera) nada menos que con Germán Valdés Tin Tan para intercambiar una serie de sabrosos diálogos. De ahí pasa al foro de filmación del drama cabaretil Hipócrita (1949), para defender a la guapísima Leticia Palma del explotador Antonio Badú, sin darse cuenta de que se trata de un rodaje, ante el enojo del director Miguel Morayta. Después pretende cantar como Tito Guízar y hace dúo con Pedro Vargas, interpretando La negra noche como en cualquier melodrama de ese momento, en un genial recorrido por varios géneros de nuestra cinematografía.

En su encuentro con Tin Tan, éste le comenta a Infante: “¿Usted no es de aquí, verdad?” “¡No, iñor, Y usted, ¿quién es?” “Yo soy Tin Tan...” “¿El de las vistas?”, pregunta Infante. “El de las vistas... ¿Quiere que le regale mi autógrafo...”, responde el cómico. “Noooo, mejor regáleme la guitarra... Algo más efectivo, oiga.”. “La guitarr... Mire, ojitos de pescadito en vitrina, nada hay más efectivo que mi autógrafo. ¿Oyó?” “Mire boca’e bagre, por qué mejor no me lo firma en un vale...” “Mire, vale más que se vaya y me deje ensayar.” “Pero, ¿por dónde, oiga?” “Pues, por donde entró... por ahí váyase.” “¿Por dónde es?” “Por ahí derecho…”

Pocos años antes, el propio Pedro Infante, muy lejos aún de transformarse en estrella, protagonizaba la muy fallida Escándalo de estrellas (Ismael Rodríguez, 1944), que proponía una sátira del medio fílmico mexicano plagado en ese momento de una serie de fórmulas probadas: caballos, chinas poblanas, rancheros, pistolas, canciones e historias románticas. Por ello, abundan aquí curiosas referencias y parodias de nombres y cintas famosas. Lolita Gutiérrez (Carolina Barret) se viste como María Candelaria y la imita, al igual que a la estadunidense Verónica Lake. En uno de los diálogos se menciona: “Ahora todos quieren ser estrellas de cine”, y el propio Ismael interpreta a un office boy que carga con varios guiones de cine, que le entrega a Florencio Castelló en el papel de un improvisado director cinematográfico, y comenta: “Son de Bustamante, gran escritor”, en referencia al guionista Adolfo Fernández Bustamante (El baisano Jalil, Internado para señoritas). Castelló le regala uno y le dice: “Ten, para que te hagas una película.”

No obstante, entre tantos actos fallidos y actuaciones lamentables, aparece una serie de insólitas imágenes que intentan dar testimonio del ambiente de los foros cinematográficos como una suerte de imágenes documentales sobre el entorno cotidiano de las filmaciones en el interior de los Estudios México Films, ubicados en la zona de la colonia Condesa: sus pasillos, foros, extras caminando vestidos de charros o de barriobajeros, una encargada de vestuario y maquillaje, así como la aparición fugaz y reconocible de Rafael Banquells y Mapy Cortés.

 

Los charros están cansados


En el extremo opuesto, Juan Bustillo Oro dirigía la espléndida y muy divertida No basta ser Charro (1945), escrita por él y Paulino Masip, en la que Jorge Negrete clama: “Me gusta ser charro entero montado en un alazán y no changuito matrero con ribetes de Tarzán… Ser charro es ser mexicano, sencillo, valiente y sano. Franco de a carta cabal.” No basta ser charro intentaba ser una parodia del cine impuesto por el cine mexicano, con Negrete en un doble papel: un tal Ramón, a quien confunden con el verdadero actor del cine nacional y exitoso cantante, Jorge Negrete; “¿Y qué hay con ese Negrete? ¿Es su amigo?”, le dice a una rancherita que le sirve un tequila con los únicos treinta centavos que llevan para pagar, él y su amigo el Chicote. A lo que ella responde: “Dicen que trabaja en el cine, pero como aquí no hay cine…” “Óigame, pues qué gente más rara ¿Y así se gana la vida?” Llegan a la Hacienda de la Esperanza y Lilia Michel lee en el periódico que
Jorge Negrete ha desaparecido, supone que Ramón es Negrete y quiere pasar de incógnito. Más adelante miran una película en la que Negrete canta y el Chicote le dice: “Ya ves? Es re fácil, mano. Sólo caminas muy derecho, echas hartas habladas y cantas tan bonito como éste”, y en una escena muy ingeniosa, Ramón y Negrete coinciden en la XEW.

En Cantando nace el amor (Miguel M. Delgado, 1953), Andrés Soler encarna a un ranchero macho, pistoludo y adinerado que pretende convertir a la bellísima Elsa Aguirre en estrella de cine, contra su voluntad, para conquistarla. Por ello, le produce una película que se filma en los escenarios románticos del puerto de Acapulco; Óscar Pulido es un realizador de cine empeñado en creer que la industria fílmica es “mucha lana y puro vacilón”. Ese mismo año, con Gitana tenías que ser (Rafael Baledón, 1953) y Escuela de rateros (Rogelio A. González, 1956) –su última película–, Pedro Infante se sumergía de nuevo en los entretelones de la industria fílmica. En la primera, el productor Carlos Múzquiz discute con José Jasso, realizador, y Pedro de Aguillón, agente publicitario, sobre quién será la coestrella de la cantante española Pastora de los Reyes (la guapa Carmen Sevilla), contratada para filmar una comedia ranchera en nuestro país. “Jorge Negrete… No, es casado. ¿Abel Salazar? Está muy prieto”, dice Jasso. “Más blanquito, más blanquito. Ya. Ya lo tengo: un ídolo internacionalmente famoso, admirado por las mujeres, envidiado por los hombres. Genial: ¡Agustín Lara!... Bueno, pero no es para tanto, con un sombrerito de charro, una pistolita… ¿Y Antonio Badú?” “Dije Charro… Charro. Charro.”

Entonces se lanzan a la Plaza Garibaldi para buscar a un mariachi gallardo y típico y dan con Pablo Mendoza (Infante), quien canta enfundado en un traje de charro. Por supuesto, entre Pablo y Pastora más tarde surgirá una serie de malentendidos muy divertidos, como los que tienen lugar en el viejo aeropuerto capitalino, donde Pablo se va a resbalar en una gran mancha de aceite, mientras esperan la llegada de la actriz, y en la zona de Teotihuacán, donde filman escenas de la película.

En Escuela de rateros, el arranque es atractivo: en la calle de Madero, en el Centro Histórico, se observa un auto a toda velocidad en el que se escuchan gritos y disparos, y el auto se estrella. Se trata de una distracción planeada por el hábil ladrón argentino Eduardo (Eduardo Fajardo), para llevar a cabo el robo de unas valiosas alhajas de una joyería. Después, aparece Infante como el cínico Víctor Valdés, petulante y antipático actor de cine, que ha abandonado a una joven (Bárbara Gil), con un hijo, tiene de amante a Yolanda Varela e intenta chantajear a la bella Rosaura Villarreal (Rosita Arenas), obligándola a casarse con él y evitar así que su padre vaya a la cárcel. Eduardo intenta extorsionar a Valdés y lo asesina; en paralelo, el mismo Infante entra a escena como Raúl Cuesta, un repartidor de pan idéntico a aquel que la policía utiliza y lo hace pasar por Valdés –como si no hubiera muerto– para atrapar al culpable, en una cinta de fórmulas y situaciones elementales filmada en horribles colores Mexiscope.

Pocos meses después, el 15 de abril de 1957, Pedro Infante fallecía en un trágico accidente de aviación. El sueño parecía haber terminado; la época dorada de nuestra industria fílmica se resquebrajaba a finales de los años cincuenta. Antes de Infante se habían ido Jorge Negrete, Joaquín Pardavé y Miroslava, y aquello iba acompañado del cierre de varios Estudios como los Clasa, los Tepeyac y los Azteca. El cine mexicano había agotado los temas y los géneros que años antes eran su orgullo nacional y el Estado adquiría las salas de Operadora de Teatros, de Manuel Espinoza Iglesias, y la Cadena de Oro, de Gabriel Alarcón, otrora gigantes de la exhibición. El gobierno no había encontrado resistencia; el cine había dejado de ser el gran negocio y la televisión se trastocaba en el verdadero contendiente a vencer.

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