La Casa Sosegada

- Javier Sicilia - Sunday, 21 Feb 2021 10:53 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Orar

 

Pese a que la humanidad ha orado siempre, pese a la impotencia a la que casi nos ha reducido la pandemia del Covid-19 y que es una época que reclama la oración, la palabra se ha vuelto tabú. Fuera de los recintos religiosos, nadie llama a la oración. Es vergonzoso hacerlo. Sin embargo, no dejamos de ejercerla. Orar, en sus sentido más literal –del latín orare–, significa “hablar, pedir”. Cuando reclamamos a la autoridad, oramos. Lo hacemos también, cuando expresamos nuestra inconformidad ante ella. Es una forma degradada de ejercerla,
una forma en la que la laicidad transfirió a los hombres de poder la fuerza que anteriormente se le atribuía a Dios. La oración es, en este sentido, la puesta al desnudo de nuestra indefensión y, a la vez, la confianza en que alguien, superior a nosotros, puede resolver lo irremediable. Lo expresó el filósofo ruso León Chestov en una frase memorable: “No necesitamos a Dios más que para lo imposible; en cuanto a lo posible, nos bastamos los hombres”.

Referida a los hombres o a Dios, esta forma de la oración es la más simple. Se basa en la idea de un poder casi mágico y caprichoso que igual que decide atender la súplica, decide no hacerlo. Fuera de Jesús en Getsemaní orando impotente al Padre, la escena más impresionante que conozco es la que retrata Elie Wiesel en La noche, un relato verídico que en 2008 Andy de Emmony llevó a la pantalla, El juicio a Dios: un grupo de prisioneros judíos en Auschwitz juzga a Dios y lo hallan culpable de traición.

El equívoco, me parece, se basa en la idea de que Dios es poder, en el sentido que hoy atribuimos, absurdamente, a un presidente, a un dictador o al Estado. Lo que, por el contrario, el Evangelio nos muestra es que Dios es amor, dice San Juan, y que el amor es impotente para resolver nada. Es, más bien, una apertura que nos une a algo que nos trasciende y nos permite así enfrentar el mal no en la soledad, sino en la fraternidad, en la comunión.

Hay en este sentido formas más profundas de la oración que no tienen que ver con esa forma simple e inmediata de orar. Las tradiciones religiosas le han dado nombres distintos: yoga (que a la vez que significa “uncir”, “poner bajo yugo”, significa “unir”); zen (que se traduce con la imprecisa palabra “meditar”, un acto del intelecto ajeno al sentido que tiene la palabra zen). En la tradición cristiana de Occidente (esta palabra está quizá más cerca al significado de zen) se le llama “contemplar” (“mirar atentamente lo sagrado”). Todas esas formas de la oración implican el silencio, el acallamiento de la palabra discursiva y sus imágenes. No la negación de la palabra, sino su reverso: el lugar del que emana la palabra y en el que se recoge y se experimenta el sentido; el sitio del encuentro. No hay unión, no hay coito, sin silencio. El escarceo amoroso llega a su clímax en él.

El Evangelio tiene al respecto pasajes hermosos, incluso en lo terrible. Uno de ellos, dice Iván Illich, es el silencio asombrado de María ante el Ave del ángel. “Gracias a ese profundo silencio la Palabra pudo recibir la carne.” Otro, es el silencio impotente de la cruz, a través del cual se salvó paradójicamente el mundo. Orar es, en este sentido, estar unido en silencio a... Cuando fijamos nuestra atención amorosa, silenciosa e impotente en alguien que va a morir o muere, cuando abrazamos a alguien sin poder resolver su dolor, nos unimos a él y construimos un puente entre la soledad y la fraternidad.

Quizá la muerte sea el más alto y terrible momento de la oración. En todo caso, en medio de la impotencia a la que nos arroja nuestra época, habría que aprender de nuevo esa pobre, débil y misteriosa grandeza de la oración.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.

 

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