Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 21 Feb 2021 08:02 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Hacer lo propio

 

Mi decisión de ser escritora fue muy tardía. A mi alrededor hay un montón de personas que comenzaron a escribir desde su juventud: mi marido es una de ellas. Yo, enfáticamente, no.

Puedo argumentar cosas: son, la mayoría, material de psicoanálisis, así que me abstengo. Una de mis razones, de las que sí puedo explicar, es que el vínculo entre la propia vida y la materia novelesca (o poética) me incomoda. Los diaristas me impresionan, no siempre por las mejores razones: que Anaïs Nin dedicara páginas y páginas a sus atuendos, me desconcierta y aburre. Lo mismo con Patti Smith. En cambio, los diarios de escritores o escritoras que cuentan sus aventuras con sus libros, ésos me entusiasman. Que si Fulano terminó y se puso triste, que si Zutana no quedó satisfecha, que si Mengano se enfureció porque el crítico desestimó el libro, todo eso me apasiona.

Aclaro que no llevo diario: esta columna es lo que más se le parece. Aquí han quedado mis ideas sobre la vida en la ciudad, los animales, los libros. La horrenda política nacional e internacional. Y sigo siendo incapaz de poner aquí lo más hondo: ni siquiera ciertos viajes que me calaron y de los que no puedo escribir porque son “privados”.

No hace falta que alguien me señale que subir a un avión y visitar otro país no es un asunto privado, como no sea ir de espía a Corea del Norte o algo así. Y a Corea del Norte no iría ni a patadas. Mucho me temo que esas inquietudes, al menos durante meses, si no es que años, me dejarán de quitar el sueño, por eso del Covid-19. Ahora, mi preocupación es la misma tuya, lector.

Esa incapacidad para hablar de mi vida como no sea en relación con lo colectivo, me ha atado de manos. En mi trabajo sólo he escrito un texto autobiográfico y todo lo que tiene qué ver con él está asociado, en mi percepción, con el aura incómoda de esos sueños en los que uno anda en calzones por la calle. Si le añado que no me sé promocionar, resulta que, solita, me he puesto al margen.

Al fin, escribir fue inevitable. Antes de rendirme y hacerlo, tuve empleos variadísimos. Me convencí de tener otros talantes: quise ser panadera, jardinera, maestra –eso sí soy y seré, parafraseando a Quevedo–, locutora. Nunca intenté estas cosas con pasión, aunque todo lo hice con ganas. Siempre quedaba el impulso clandestino de escribir lo que traía en mente. Asuntos que, generalmente, no tienen qué ver con mi vida cotidiana.

Al fin, me rendí. Me puse a escribir con fervor. Hay semanas y, en un caso, años, en los que he vivido más en los libros de mi biblioteca y las páginas que redacto, que en la vida puertas afuera. Todo esto entendido como un gaje del oficio; no es una queja. Después de esos encierros uno vuelve al mundo con la mirada más clara. Sobre todo, si en el encierro leyó poesía, actividad esencial para el alma.

Hay quien escribe un libro al año, con desenfado y sin sufrir. Me dan envidia y me hacen sentir confusamente masoquista. Hay otros, entre los que me cuento, que son capaces de quedarse una semana con un párrafo mal hecho entre ceja y oreja, escribiendo dizque correcciones en la parte de atrás de la lista del súper mientras se hace cola en la caja. Todo, para llegar a la casa, leer la corrección y comprobar que algo parecido ya estaba garabateado en otra parte, quizás en un post it pegado a la pantalla de la computadora.

Pero qué quieren. Es tan inútil resistirse como querer tener otra altura, otro color de ojos, otra lengua materna. Se escribe pese a todo: aunque en México se lea poco y se ataque a los escritores desde la tribuna más poderosa del país.

El Tiempo, así con mayúsculas, ha dado pruebas de que los escritores son necesarios. No yo. Otros, pero los hay. Pocos saben quién reinaba en España cuando se escribió El Quijote, pero todos saben, incluso aquellos que no lo han leído, que don Quijote se lanzó contra los molinos de viento. Y como dice Sancho: “No digo más.”

 

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