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- Enrique Héctor González - Sunday, 28 Feb 2021 03:26 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
E. M. Cioran y la esfera del aforismo

 

El aforismo es en realidad un género literario, el de los textos más breves. En su momento fue cultivado por filósofos o escritores de la Antigüedad como Luciano o Séneca, por espíritus ingeniosos como Lichtenberg o Wilde, por escultores verbales como Cioran o Ramón Gómez de la Serna. El aforismo es de muy variadas índoles: poético, abigarrado, desconcertante, insumiso, humorístico, fatalista. En este último rubro destaca, porque su propia escritura es así de sintética y acuñable, el ensayista rumano E. M. Cioran.

En casi todos los libros de Cioran el ánimo, la clave, es la provocación: “Una obra vive por los malentendidos que suscita.” Si la idea es reconocer que no es el valor intrínseco de un libro lo que lo mantiene en el tiempo sino las querellas que pueda generar a su alrededor, su capacidad para hacer que las interpretaciones resbalen y choquen entre sí, más arrebatada parece la ocurrencia de comparar la sucesión de líneas de pensamiento en la historia de la filosofía con un certamen de Master Chef: “Una moda filosófica se impone como una moda gastronómica: se refuta igual una idea que una salsa.”

Con frecuencia, el pasmo que se siente ante los aforismos de Cioran es una prisa implícita de adhesión a su originalidad, que muy bien puede coquetear con la sospecha de si estamos frente a un charlatán o un orate. Cuando sentencia: “Un solo pensamiento, pero que sea capaz de destruir el universo”, el lector no sabe si tomar con escrúpulo o a guasa la idea, y el autor aprovecha tal desequilibrio para generar dudas respecto de si lo que escribe debe ser inscrito en el terreno de la ocurrencia vacía, el ejercicio de un pesimismo de honda raigambre y tradición en el pensamiento filosófico, o si sólo está cubriendo la cuota de sentido del humor que lo anima a seguir escribiendo. Todo, menos pleitesía. Todo, menos concesión. Siempre hay en la prosa cioraniana un reclamo de atención escrito impecablemente; un recordatorio de asuntos que fácilmente pasamos en silencio y frente a los que los apotegmas de Cioran funcionan a la manera de una advertencia quizá incómoda pero precisa y reconocible en su denuncia de circunstancias plenas de perplejidad: “Un silencio abrupto en medio de una conversación nos devuelve de pronto a lo esencial: nos revela qué precio debemos pagar por el invento de la palabra.”

Su reflexión sobre los libros, sobre lo que significa una cultura sustentada en el comercio de las ideas, habla de una fe irredenta y hasta de una esperanza en los alcances de la palabra, a la que hay que exigir el pago de lo que promete: “Un libro que, después de haberlo demolido todo, no se destruye a sí mismo, nos habrá exasperado en vano.” Se trata, muchas veces, de sentencias que señalan una conducta o inducen un reconocimiento en el que convergen, o deberían convergir, tanto el autor como el lector, asemejados por la seguridad de que “Un libro es un suicidio aplazado”, una suerte de oasis en el desierto del desconcierto vital.

De vida, precisamente, hablan otros aforismos de Cioran, pero menos de la idea de si vale la pena ejercerla (esa duda no nos es dado resolverla) como del hecho consumado, de la inapelable inseminación cifrada en el origen de cada individuo a partir del delicioso delito sexual: “Un espermatozoide es un bandido en estado puro”, y lo es porque su producto abominable es una nueva criatura que vivirá vicariamente, dispuesta a fecundar a otros seres igual de inermes ante una de las más implacables leyes de la vida: la procreación, ese destino miserable.

Aunque “Todos nos confinamos en nuestro miedo –nuestra torre de marfil”, seguimos dibujando el mismo boceto atroz de la existencia, alentando el desencanto, con pereza frente a la idea de frenar el continuo de decepciones acumuladas, casi disfrutando el espectáculo de la inutilidad humana, sin ánimo siquiera de suicidarnos, pues “Sólo se suicidan los optimistas, los optimistas que ya no logran serlo. Los demás, no teniendo ninguna razón para vivir, ¿por qué la tendrían para morir?”.


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