Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 07 Mar 2021 08:09 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La picadora y la pulpa

 

En la Odisea, uno de los peligros que tuvo que sortear Ulises para volver a Ítaca fue la travesía entre Escila y Caribdis, quienes desde su respectiva playa acechaban a las naves para hundirlas en el lugar que hoy conocemos como el Estrecho de Messina, al sur de Italia.

Antes de ser un monstruo de seis cabezas y doce patas, Escila era una ninfa, rival de amores de Circe. Las dos amaban a Glauco. Circe tenía poderes mágicos con los que transformó a la ninfa en el monstruo que da nombre a la isla de Sicilia. Glauco, asustado por el aspecto de la pobre Escila, la abandonó.

Del otro lado del estrecho, un angosto corredor de agua, estaba Caribdis, hijo de Poseidón y Gea. Caribidis succionaba el agua del estrecho y, con el agua, a barcos y marineros.

Superar este trecho era muy difícil. Ulises lo logró gracias a los consejos de Circe, quien le advirtió que sería mejor pasar cerca de Escila, quien se comería a seis de sus hombres. Caribdis era peor, pues succionaría la nave entera. Ulises lo logró, pero Escila sí se comió a los seis marineros.

Imagine el lector esas pequeñas naves griegas, con velas cuadradas. A los marineros sentados en las bancas, inclinados sobre los remos. Alrededor, el mar, lleno de monstruos, naves enemigas, tormentas y maravillas.

Ahora, le pido al lector que se imagine un libro. Al autor inclinado sobre la computadora, escribiendo durante años, esforzándose por componer con palabras, una detrás de la otra, un poemario, una colección de ensayos, de cuentos, una novela. Cuando termina ese montón de páginas, bueno o malo, largo o corto, destinado a la fama o al olvido, es casi un ser vivo, al menos para el autor.

Escribir es arduo, pero lo que sigue es, a veces, más duro todavía. Primero viene la búsqueda de un agente, sobre todo entre los escritores jóvenes. Tener agente era, para mi generación, algo opcional, nimbado por un halo cinematográfico. Los agentes eran para los actores, aunque en las páginas de agradecimientos de todas las novelas de habla inglesa hay, siempre, un párrafo desbordante de gratitud para el agente por su fe inquebrantable en la historia y en el escritor. Unos personajes, literalmente, de novela.

Pero volvamos aquí, donde las editoriales independientes se baten contra las trasnacionales, mismas que, además, acaparan el mercado del libro escolar.

El autor se pone a esperar a que una editorial se lance a publicarlo, hasta que por fin alguna dice que sí. Esa parte es gozosa porque se habla de la portada, de fechas, de posibilidades. Por fin aparece el libro, oloroso a tinta, como el cachorro de un animal mágico.

Lo demás depende del público, esa masa misteriosa a la que no le entiendo nada. El público ha comprado millones de la serie Crepúsculo, mientras librazos maravillosos languidecen en los estantes de la librería.

Esas naves de papel, los libros, tienen su Escila y su Caribdis. Son la picadora y la pulpa, a cuyas fauces van a parar los libros que no se venden. Y aquí quiero decir que doy fe de que hay libros que no se venden porque los lectores no se enteran de su existencia, pues los grandes consorcios hacen más libros de los que pueden atender, como señores con miles de hijos regados por todas partes.

Estas editoriales gigantes sólo prestan atención a los libros que pegan y pegar no sólo depende del libro. Depende del público, del momento, de miles de cosas, pero para estas editoriales es más fácil picar. Después de publicar, si no venden, los pican. Imagino al libro corriendo y una máquina horrenda detrás.

No comprendo. Lo que quedará sólo el tiempo lo sabe: Van Gogh no vendía nada, se dio un tiro (furia) y ahora sus cuadros cuestan fortunas. Cervantes murió en la pobreza. Así será con libros que han ido a la pulpa y que merecían otro destino.

Futuros lectores dirán con asombro: “¡X se leyó poco! Y, mientras, Dan Brown nadaba es su alberca de oro, como Rico MacPato.”


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