Las sombras del ángel: el arte plástico de Saúl Kaminer

- José Ángel Leyva - Sunday, 04 Apr 2021 07:38 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Bitácora personal de un artista plástico, pintor y escultor que ha explorado su ser a a través del psicoanálisis junguiano; que fue miembro fundador del grupo Magie Image en París, discípulo de Roberto Matta y conoció a Antonio Saura, Alberto Gironella, Carlos Fuentes y Sergio Pitol, y que se las vio de niño con un ángel que marcó su vida. Saúl Kaminer (Ciudad de México, 1952), declara así algunos de sus derroteros: “Me interesan las culturas y las místicas de esas culturas, desde la maya hasta la hebrea. Lo totémico y la sombra.”

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Cierro los ojos y dejo que el dibujo, a ciegas, trace el camino inicial sin ceñirse a un orden preestablecido, a un razonamiento previo, que responda únicamente al impulso de sombras incorporadas a mi organismo y a mi mente. Abro los ojos y llamo a otras líneas, más racionales y calculadas que las primeras, y comienza una trama de posibilidades gráficas y plásticas. Soy muy intelectual, o intelectualoso, con mi trabajo, reflexiono y analizo mucho mi obra, pero no a la hora de crearla. Permito que el inconsciente establezca una relación dialógica con la razón. Me gusta pensar que cada cuadro o cada pieza es como un mapa de acupuntura. Una vez definida su corporeidad busco los puntos más débiles, las zonas que requieren más atención y tensión, las que demandan más precisión y presión, las que exigen más carácter. Eso sí, cuando entra la pintura, cuando participa el color, todo se potencializa y entro en contacto con lo que no sabía que sabía. Las sombras son, desde el punto de vista de la Cábala y de la teoría de Carl Jung, partes no resueltas del ser, miedos, iras, frustraciones, etcétera. Aprendí a manejar mis sombras, a disolverlas o a integrarlas en mi discurso estético gracias al psicoanálisis junguiano al que me sometí durante diez años. Mi padre, Isaac Kaminer, provenía de Kobel, una ciudad localizada en Ucrania, que había pertenecido al mapa de Polonia; a su manera, fue un hombre amoroso y responsable. Mi madre, Ofelia Tauber, nació en Acámbaro, Michoacán, de padre austríaco y madre polaca. Era muy emotiva, yo le reclamaba que no fuera capaz de controlar sus emociones, que se dejara arrastrar por ellas. Cuando falleció, me di cuenta de que yo era como ella. Al final de esos años de psicoanálisis y de la visita a los orígenes paternos aprendí a convivir con mis emociones, a aprovechar sus energías con fines creativos. Hoy, en mi madurez, dialogo sin temor con mis sombras y mis sentimientos.

En mi infancia viví dos acontecimientos que dejaron huella en mí porque los viví como pasos de la luz a la oscuridad. Uno fue la embolia de mi padre a sus cuarenta años de edad –yo tenía dos años–, que lo acompañaría la otra mitad de su vida. Luego la mudanza de nuestra casa de Tlanepantla, luminosa, soleada y abierta, a un departamento en planta baja, oscuro y frío en la calle Mazatlán, en la colonia Condesa. Tenía cinco años de edad y tuve conciencia de las frecuentes discusiones y peleas entre mis padres en esa época. Una noche me desperté y vi una luz que inundaba la habitación. Era un ángel, con sus alas resplandecientes (el arquetipo de un ángel), que me venía a visitar. Fueron unos segundos y me tapé la cara con la cobija. Cuando me asomé de nuevo, ya no estaba. Mis hermanos, hasta la fecha, hablan de ese ángel que se me apareció en la infancia. Como sea, yo me he sentido protegido por él desde entonces. He realizado dos obras, en 2010 y en 2011, respectivamente, cuyo tema y título es Combate con el Ángel –no contra, sino con él. No lo volví a ver, pero lo interioricé.

Siempre me atrajeron la cosmogonía prehispánica y la mística judía. Mi madre fue una mujer trabajadora en extremo, alegre, amorosa, que cargaba demasiadas responsabilidades; tanto, que de vez en cuando colapsaba. Ella fue un gran ejemplo de cómo sacar adelante una familia, cómo darle a la vida un sentido y compartir, incluso, lo que no se tiene. Fue una mujer amada por mucha gente porque creía en las personas y en lo que ella deseaba y quería. Cuando era niña y vivía en Acámbaro, salió con un crucifijo. Mi abuela la detuvo y le preguntó: “¿Qué llevas en las manos?” “Un crucifijo, voy a misa”, respondió mi futura madre. La abuela le recordó que ella era judía y no tenía por qué ir a misa. “¿Que es ser judía?”, respondió. Mis padres nos dieron, a mí y a mis hermanos, una identidad incluyente, una presencia del otro, de lo otro.

Cuando entré a la prepa, todo me sorprendía. Yo venía de un medio muy protegido y de grupos escolares muy reducidos. Comencé a conocer la complejidad de México y a ver presencias que no me imaginaba, como la de los porros, que solían traer pistola. Me tocó asistir a una batalla campal entre los de la Prepa 4 y los del Luis Vives, y otra más ruda entre la prepa y los del Poli, que quedaba más arriba, sobre avenida Constituyentes. En el segundo año me tocó el ’68, pero yo no tenía aún conciencia política. Durante unas vacaciones, a punto de cumplir dieciséis años, un primo arquitecto me preguntó qué deseaba estudiar. Yo estaba entre la biología, la medicina y la arquitectura, y me invitó a trabajar a su despacho durante ese período vacacional, pero continué trabajando con él aún varios años y pasé de ayudante de dibujante a dibujante de planos, luego fui ayudante de residente de obra y finalmente residente de obra.

Mi conciencia política comenzó en 1970, cuando ingresé a la universidad. Mi universo intelectual se amplificó considerablemente y entré a un psicoanálisis de grupo. Quería crear un laboratorio de arte para niños y empecé a leer toda la literatura latinoamericana, me alimentaba del marxismo althusseriano y de lecturas muy diversas. Estaba muy cercano a un grupo de la Facultad de Economía que hacía una revista y sus miembros coqueteaban con el maoísmo. Cuando vi la película Teorema, de Pasolini, no entendí nada, pero me di cuenta de que había otro mundo y yo necesitaba alimentarme de él. Comencé a viajar por México al tiempo que daba clases como asistente, y llegué a ser profesor en la UNAM. Fui de los alumnos fundadores del Autogobierno en la Escuela de Arquitectura. Ese período fue muy rico, poderoso, me abrió la conciencia a la otredad, a los diferentes Méxicos, a lo latinoamericano.

 

Un balcón hacia el mundo

Me fui a París. Llegué al aeropuerto Charles de Gaulle el 27 de octubre de 1976. Fue un invierno muy duro y a los tres meses se me acabó el dinero porque me sorprendió allá una devaluación que me redujo los ocho meses que tenía planeados a tres. Yo empezaba a exponer en la galería de Estela Shapiro, pero no vendía nada. Me fui a las afueras de la universidad de Nanterre, puse una cobija en el suelo y desplegué sobre ésta mis camisas oaxaqueñas y guatemaltecas. Vendí algunas, pero al segundo día me corrieron; no está permitido el comercio ambulante. Con el dinero de la venta pude sobrevivir otras semanas. Allí comencé a tener una noción distinta del trabajo y del estatus. Aprendí a vivir con lo indispensable. Mis padres no me podían ayudar. Sin embargo, cada vez que se agotaban mis reservas, algo pasaba que impulsaba de nuevo mi economía de sobrevivencia. Tenía veinticuatro años y podía aguantar mucho. La galería Estela Shapiro comenzó a vender y a mandarme un poco de dinero, con eso logré montar una exposición de cerámica y pintura y empecé a vivir de mi trabajo. Con varios amigos latinoamericanos formamos un grupo: Magie Image, que se fue haciendo muy fuerte. Expusimos y entramos en ese medio artístico francés, que parece impenetrable pero es muy generoso. Roberto Matta fue nuestro tutor y amigo, nos apoyó mucho en todas nuestras actividades.

Gunther Gerszo vino a mi taller y a mis exposiciones. Era un hombre muy vertical, profundo. Los surrealistas lo reinvindicaban como parte de ese movimiento, pero sobre todo porque fue amigo de Remedios Varo, de Leonora Carrington, de Wolfgang Paalen, de Benjamin Péret. París se convirtió para mí en un balcón hacia el mundo. Allí conocí a Antonio Saura, quien me invitó a comer y luego me presentó a los mexicanos Alberto Gironella, Carlos Fuentes, Sergio Pitol. Hice un viaje a la zona de Bretaña, donde conocí a Édouard Jaguer, un surrealista trotskista. El me introdujo al movimiento Phases, muy cercano al grupo Cobra. De hecho, Pierre Alechinsky formó parte de Phases. Jaguer, quien era mayor que yo como treinta años, visitó conmigo la fiac (Foire Internationale d’Art Contemporain). Yo llevaba una visión de nuestro mundo plástico y de pronto me encontré con artistas de todos los continentes que exponían sus diferencias y semejanzas en un mismo espacio. Descubrí y asumí la gran diversidad estética.

Alguna vez dije en una revista surrealista que mi columna vertebral es México, pero a mi identidad la cubren muchas pieles y cada una es una identidad que me nutre, que incorporo o se incorpora a mi conciencia. No defino mis identidades; las asumo, las ejerzo. Me interesan las culturas y las místicas de esas culturas, desde la maya hasta la hebrea. Lo totémico y la sombra. En Bali asistí a un teatro de sombras acompañado de música gamelán: de tambores metálicos, que dura hasta las seis de la mañana. Uno va y viene. Fue una experiencia muy reveladora. Ese teatro y la experiencia nocturna en Bali fue tema de análisis en mi larga permanencia junguiana. Lo totémico y las sombras son temas que atraviesan mi obra desde hace muchísimos años. Busco en las sombras mis propias interrogantes, signos que se reflejen en mi obra plástica. Sombras y oquedades se hacen presentes en la cerámica, en diversos soportes pictóricos y gráficos. Para mí la oquedad no sólo es un vientre sino el espacio mismo. Hay escultores que hacen figuras o formas llenas; en mi caso hago figuras o formas huecas. La arquitectura sigue viva dentro de mí, me demanda que todo lo que hago sea habitable, al menos visualmente. En la oquedad uno encuentra el silencio, la parte mítica de la forma, del volumen. Lo indecible está en el hueco y lo revelado en el volumen.

La diferencia entre una obra decorativa y otra que no lo es, estriba sobre todo en que la pintura, incluso figurativa, va más allá de la imagen para no quedarse en la superficie, en publicidad. Por ejemplo en Gerszo. Siendo la suya una obra abstracta es a la vez dramática, posee cortes, tensiones, planos que nos dan ese carácter de profundidad y que impiden que se vea como una cosa plana, aunque esté hecha sobre una superficie.

En 2001 hice un viaje a Ucrania para visitar la ciudad donde nació mi padre. Se llama Kobel y se encuentra a orillas del río Turiya; había pertenecido a Polonia con el nombre de Kowel. Fue una estancia de seis días y al séptimo me retiré. Un viaje-revelación. Comprendí los porqués de ese nudo en la garganta que le impedía a mi padre hablar cuando sus hijos le preguntábamos por su familia y su pasado. Desde ese momento todo cambió en mi discurso estético. Comencé a crear desde adentro hacia afuera, con generosidad, sin miedos ni inseguridades. Me puse en el primer plano de mi vida y abandoné la figura definitivamente. Me instalé en el plano de la abstracción, del diálogo, del juego, de la libertad creativa, como si un ángel me inspirara.

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