Breve crónica de La Habana
- Andrea Tirado - Sunday, 11 Apr 2021 07:35----------
Eran finales de 2017 y en el avión rumbo a La Habana, adonde me dirigía con mis padres y mi hermano, yo leía un libro de relatos de Leonardo Padura, de quien aprendí que hay una calle llamada “La Rampa”; que en ella existían muchos bares que fueron clausurados al triunfar la Revolución. En uno de esos relatos, Padura califica la estética del bolero de “decadente”; sin embargo, también dice que es una de las mejores expresiones de la vida, con lo que estoy absolutamente de acuerdo.
En el aeropuerto José Martí nos recogió una amiga de mis padres, y desde el paseo en coche comencé a maravillarme con los autos viejos y coloridos, largos como barcos y sofisticados, provenientes de otra época. Después de dejar el equipaje salimos a pasear a pie; entonces pude dejarme envolver por los colores y sonidos de la ciudad. Me asomé a las casas que invitaban a mirar a través de sus puertas abiertas. Poco a poco, al adentrarnos en La Habana Vieja, atisbé en los edificios la decadencia de la que hablaba Padura.
Durante cinco días me sucedieron muchas cosas: comí un helado de chocolate en Coppelia y bajé por La Rampa hasta llegar al Hotel Nacional; allí pedí un deseo en un pozo, pero olvidé el nombre de aquel pozo. Descubrí que el 27 de diciembre es el día del barbero y del peluquero, y que existe algo que se llama “El callejón de los peluqueros”. Bajé caminando por el Paseo del Prado, esquivando a niños en patinetas, patines y bicicletas; por el Paseo de Martí vi el Hotel Inglaterra y el Gran Café El Louvre. Me sorprendí con el Capitolio y su enorme parecido con el de Washington. Vi el Hotel Floridita y la inconfundible firma de Ernest Hemingway. Me encontré con la estatua de Pedro Vargas y fotografié la de Agustín Lara. Acaricié a infinidad de perros y gatos; conversé con muchos cubanos, quienes al escuchar que era mexicana, irremediablemente contestaban: “¡Ah! ¡México lindo y querido!” Me repitieron que los cubanos y mexicanos somos hermanos, aunque a mí me confundieron con española todo el viaje. Me llamaron “mi amor” y “mi vida” varias veces, y recibí un piropo muy educado: “Oye, me gustan tus ojos.”
Caminando por la calle O’Reilly un hombre nos invitó a tomar algo en el bar donde tocaba Amaranto Fernández, “¡el mismísimo de Buenavista Social Club!”, dije emocionada. Arrastré a mis padres y a mi hermano para sentarnos a escuchar al buen Amaranto.
También vi a una gallina degollada en la esquina de una calle; su cuerpo aún se movía y mi hermano me explicó que se debía a los reflejos musculares. Convencida de que era algo relativo a la santería le conté a mi padre. Al principio no me creyó, hasta que en la siguiente esquina vimos a los santeros a punto de decapitar a otra gallina.
Me asombré con una señora que vi –tres veces en cuatro días– paseando en una carriola a un gato siamés. Mujer y gato vestían estrafalariamente sombrero y bufanda de plumas (en 2019 regresé a Cuba y ella seguía ahí). Una noche, mi padre quiso que fuéramos al Gato Tuerto a escuchar boleros. Se presentaba una cantante a la que mi padre, sin saberlo, había oído treinta años antes allí mismo.
Mi madre conoció a nuestras vecinas temporales y fue a misa un par de veces. Saliendo de la iglesia le regaló unas galletas a un viejito, en cuyo rostro pude ver la felicidad más sincera.
En otra ocasión me subí a un taxi, un Chevrolet ’51 llamado “Niña bonita”. Su conductor, el señor Humberto, era maestro de educación física, pero tuvo que dedicarse a manejar el taxi y hacer paseos turísticos para ganar más dinero y ayudar a su familia. Según él, en su taxi se grabaron videos como La Macarena y Súbeme la radio. Hace cinco años que no ve a su hija; ella se fue a trabajar a Miami, él intentará obtener la visa para ir a comprar cosas a México y venderlas en Cuba. El señor Humberto dice que Cuba es un museo rodante de coches antiguos; dice también que Cuba se detuvo en el tiempo.
Vi también a un pelícano sobrevolar el mar cerca del malecón, seguramente buscando –como todos– algo de comer. Le regalé mi botella de agua a una viejita que me sonreía a la distancia, con una sonrisa honesta y chimuela. A otro anciano le di unas barritas de manzana y él, además de su sonrisa, me regaló una flor de buganvilia que conservé en el cabello.
El último día, mientras caminaba con mi madre, comprendí que no se necesita mucho para ser feliz: basta con unas galletas, una botella de agua, una conversación; a veces, incluso basta con una sonrisa.