Giorgione en la Accademia

- Cees Nooteboom - Saturday, 17 Apr 2021 22:03 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En "Venecia. El león, la ciudad y el agua", Cees Nooteboom escribió sobre el misterioso cuadro "La tempestad", del pintor italiano Giorgione, exhibido en la Gallerie dell’Accademia di Venezia.

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Uno de los lienzos más misteriosos de Giorgione, misterioso de por sí, se titula La tempestad y se halla en la Accademia, en un lugar bastante discreto. El objeto de mi visita no había sido este cuadro, sino que estaba buscando otra cosa. Fue uno de esos momentos excepcionales en que pasas por delante de algo, cuando en realidad ya te has detenido delante de esta cosa. En el complejo dédalo situado entre los ojos y el cerebro, se accionó una manivela. No tuve más remedio que detenerme para saber qué me estaba sucediendo. Ahora que he visto este lienzo innumerables veces, sigo preguntándome qué fue, qué exactamente. Había un significado que tenía que ver conmigo, sí, pero que yo desconocía. Era algo pintado, mientras que yo, por el momento, aún estaba en el mundo real. ¿Acaso quería figurar yo mismo en el cuadro? Pero ¿quién me pintaría? El muro del tiempo que nos separa es invisible, y sin embargo me es imposible cruzarlo o pasar por encima de él. ¿Qué misterio alberga esta pintura? No es la luz sobrenatural, ni el relámpago que surca el cielo nublado, ni el brillo en las hojas de los finos árboles que se ven al fondo, junto a la muralla. La mujer, desnuda excepto por una toquilla blanca que le cubre los hombros, sostiene a un niño pequeño contra el pecho. El bebé está mamando, pero ella no lo mira. Ella me mira a mí, es decir, a cualquier “yo” que en algún momento la mire a ella. Esto también vale para el pintor, aunque él no pudiera estar en este paisaje. Él la vio en su imaginación. No está claro si el joven, que lleva unos suntuosos pantalones cortos y sostiene un bastón en la mano, la está mirando a ella. Yo al menos no soy capaz de verlo. El joven, que alza un poco la cabeza y parece sonreír, forma parte de la pintura sin tener nada que ver con la mujer. Y, sin embargo, está aquí, el pintor se tomó su tiempo para representarlo. Ahora bien, si yo estuviera en el lugar de este chico, esa mujer no me miraría como lo hace ahora. ¿Acaso sabe ella que yo también la estoy mirando? Si no lo supiera, su mirada sería otra, ¿no? Entre ella y yo se ha producido algún tipo de conexión, no puede ser de otra manera.

A la derecha del joven hay algo que podría ser una chimenea si hubiera una casa contigua, pero sólo hay un pequeño muro sobre el que se alzan dos relucientes columnas. ¿Serán unos conductos? ¿Unos tubos? En cualquier caso, se trata de un objeto extraño que acrecienta el misterio del conjunto. Pero ¿por qué me he detenido ante este cuadro? Sólo me lo explico por la mirada de esta mujer, una mirada que expresa recelo a la vez que curiosidad, como si a través del tiempo ella me conociera, a mí o a cualquier otro individuo invisible que la mirase, como si supiera algo de mí o de él. Ella está sentada con la pierna izquierda desnuda que reposa doblada a su lado en la hierba formando un ángulo extraño con su cuerpo, como si se dispusiera a ponerse en pie de un salto o a salir huyendo. Las delicadas hojas de un pequeño arbusto están dibujadas como un tatuaje sobre su piel desnuda y como un adorno sobre los pliegues de la sábana blanca que se extiende detrás de ella. Un puente, las murallas de una ciudad bajo una luz cargada de amenazas, las copas oscuras de los árboles, todo tenebroso, y luego el color de la piel de la mujer, el niño ajeno al mundo agarrado a su pecho lleno, la toquilla blanca, la camisa blanca del joven y su mirada imprecisa, el recelo de la mujer, el misterio de sus pensamientos, y, después, mi profundo deseo, irracional, de ser admitido en este cuadro para pasar por delante de ella y deambular por esta ciudad que se extiende al fondo tan clara y radiante como una visión, y luego regresar desde el otro lado de la ciudad, con premura e inquietud, a esta mujer para estar con ella, transformarme en materia pictórica y sin embargo permanecer invisible, un hombre pintado en la hierba al lado de ella, compartiendo su secreto, lo imposible, porque, mientras estoy delante de este cuadro, sin poder entrar en él, sé que estoy escondido en algún lugar detrás de esos muros o arbustos, que espero y seguiré esperando hasta llegar a saber al fin lo que ella quiere. Esto ya sólo es un asunto entre ella y yo; todos los demás han desaparecido.

 

Traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal.

Fuente: Cees Nooteboom, Venecia. El león, la ciudad y el agua, fotografías de Simone Sassen, traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal, Siruela, Madrid, 2020.

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