Los años ochenta: 'chemos', chavos banda y menores delincuentes

- Rafael Aviña - Saturday, 17 Apr 2021 22:54 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La violencia urbana en México ya tiene una larga historia que, por desgracia, sigue creciendo y poco a poco ha generado un lenguaje propio, un 'modus operandi' que se ha instalado en la atmósfera de nuestras ciudades. Desde entonces, sobre todo desde la década de los ochenta, el cine ha reflejado esa realidad mediante obras de ficción y documentales. Aquí se comentan algunas de ellas. No son pocas y serán más.

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En un noticiero televisivo el conductor comenta: “Un grupo de menores acaba de ser detenido en una de las varias redadas que la policía del Distrito organiza diariamente, en su intento de acabar con este problema que ya ha alarmado a toda la ciudadanía…” Y, desde el sitio en donde la prostituta que encarna Lyn May ha sido salvajemente atacada poco antes, un reportero (el fundador de la Asociación de Periodistas Teatrales, Emmanuel Haro Villa) declara: “Nos encontramos en el lugar de los hechos para informar que la banda conocida como Las Ratas ha cobrado una víctima más…” “Como no quiso aflojar, ni pedo, la tuvimos que picar”, responde un menor de edad a la pregunta de aquél, en una de las cintas más representativas de esos prolíficos relatos de niños y jóvenes delincuentes en la década de los ochenta Ratas de la ciudad (1984).

Dirigida y protagonizada por Valentín Trujillo, la película abre con imágenes paranoicas y escalofriantes: niños que salen de las alcantarillas y destazan sin piedad a un joven para despojarlo de sus pertenencias; lo que sigue es el descenso del héroe urbano en que se había trastocado el exitoso actor, a los infiernos de la corrupción policíaca, la violencia y la delincuencia organizada del México priista de esos años. Pese a cierta denuncia que coquetea con el amarillismo propio del cine de la iniciativa privada de ese momento, surgen aquí algunas imágenes terribles alrededor de menores infractores controlados por mafias callejeras, con un eficaz reparto que incluía, además del propio Trujillo, a Rodolfo de Anda, Humberto Elizondo, Roberto Flaco Guzmán y Angélica Chaín.

En Ratas de la ciudad hay escenas despojadas de toda conmiseración y moraleja: niños que, más allá de deleitarse con sus brutales fechorías y asesinatos sin sentido, actúan por un instinto casi salvaje, el mismo que la sociedad les ha heredado a través del maltrato, el abandono, la ignorancia, la violación de derechos y la pobreza. No  es casual, por ello, que el tópico de los niños de la calle, el impacto del chemo y el cemento en esa su marginalidad cotidiana y el asunto de la violencia como forma de vida, a su vez fueran tema de otras tantas películas independientes de entonces, cuyos intentos de crítica social y cierto aliento documentalista, las colocan como aproximaciones menores de esa obra maestra atemporal que sigue siendo Los olvidados (Luis Buñuel, 1950): ¿Cómo ves? de Paul Leduc y La banda de Los Panchitos, de Arturo Velazco, ambas filmadas en 1985.

En ¿Cómo ves?, Leduc se sumerge en la cotidianidad del reventón de los chavos marginados de los años ochenta: los hoyos fonky, el desmadre, la música de Three Souls in My Mind y Cecilia Toussaint, las disputas callejeras, el desempleo juvenil, la represión de las autoridades y, por supuesto, una de las causas principales de tal abandono: la desintegración familiar. Aquí, sus adolescentes protagonistas están tan enervados por las drogas, que su posición de delincuentes juveniles según la sociedad que los etiqueta dista mucho de acercarse a aquellos olvidados de Buñuel, que se daban el lujo de asaltar discapacitados o asesinar a sangre fría a un obrero adolescente, en un filme protagonizado por un muy joven y carismático Roberto Sosa.

En cambio, La banda de los Panchitos, participante del Tercer Concurso de Cine Experimental, pretendía ser la representación gráfica de ese pavor a la pobreza y a naquismo como peligroso peyorativo. Sus protagonistas eran los llamados chavos banda, afectados por el resistol y el cemento, cuyos intuitivos excesos los llevan a apedrear casas, violar a una ama de casa con una botella, prender fuego a un despistado compañero o, de plano, enfrentar con cadenas o varillas a las bandas rivales bajo un puente del Periférico, en una impresionante y caótica secuencia en la que se mezclan actores incipientes y verdaderas bandas como las de Los Pitufos, Los Musgos o los propios y temibles Panchitos de Santa Fe. El propio Velazco regresaría al tema en el videohome titulado Panchitos’ley (2001) con Agustín Bernal y Gerardo Zeped Chiquilín.

 

Entre la ficción y el documental

En paralelo a estas ficciones independientes e industriales, jóvenes cineastas del CUEC y el CCC emprenderían algunos relatos entre la ficción y el documental, sobre los chavos banda y la violencia callejera de los punks mexicanos de zonas marginadas. En Sábado de mierda (1985-87), Gregorio Rocha documenta la forma de vida de varios de estos jóvenes en Ciudad Nezahualcóyotl; entre ellos, los Mierdas Punks. La querida y recordada Andrea Gentile es la responsable de La neta no hay futuro (1987), ganadora del Ariel al Mejor corto documental, sobre chavos de Neza y su porvenir cancelado. Destacan sobre todo Nadie es inocente (1987) y su intrigante continuación, Nadie es inocente 20 años después (2008), de Sarah Minter –Mejor Largo Documental en Morelia–, centrado en las vidas de varios jóvenes de los citado Mierdas Punks y su subsecuente reconstrucción, en un nuevo mapeo visual y socioeconómico de Ciudad Neza: el pasado de violencia y delincuencia, el presente brutal, las ilusiones juveniles, la represión policíaca y más. Por cierto, otro inteligente y eficaz largo documental contemporáneo Sin tantos Panchos (2019), de Verónica de la luz, se centra en varias de estas mismas historias e incluye entrevistas con algunos de los realizadores citados.

 

El melodrama hiperrealista

En cambio, en una línea temática similar a Ratas de la ciudad y La banda de los Panchitos, Olor a muerte (1986) y su secuela, Pandilleros/Olor a muerte 2 (1990), de Ismael Rodríguez hijo, funcionan como ejemplo de ese cine ultraviolento y de denuncia social que toma como pretexto un fragmento de la realidad para transformarlo en un documento hiperrealista sobre la miseria cotidiana, más cercano al melodrama edificante que al retrato de una juventud marginada y sin esperanzas. Olor a muerte describe los actos vandálicos de los Chemos y los Pachecos: bandas de adolescentes curtidos en la violencia y los fármacos. En su continuación, con música de Three Souls in My Mind, Ismael Rodríguez Jr. enlaza las situaciones más apremiantes de cementeros infantiles en una populosa vecindad de Garibaldi, sus explotadores y una pareja de reporteros novatos.

El impactante inicio, tributario del mejor reportaje documental, muestra a una serie de adultos-niños y viceversa captados con una cámara portátil. Se trata precisamente de esos chemos y pachecos que encuentran en el activo una alternativa para escapar de su terrible entorno, mientras intentan responder a las preguntas del desaparecido escritor-entrevistador Armando Ramírez. Es el arranque de una ficción entre paternalista y amarillista del sexenio salinista en el que su realizador utiliza un esquema simplista pero eficaz que antepone a víctimas y victimarios, observados por universitarios, quienes con una cámara de video intentan realizar un reportaje “real” sobre la marginación y la pobreza.

En Jóvenes delincuentes (1989), de Mario Hernández, con los jóvenes Raúl y Gilberto Trujillo, se describen las andanzas criminales de los juniors: hijos de familias acomodadas que no sólo roban autoestéreos a contrarreloj, como una suerte de emocionante juego, sino que asaltan las casas de sus amigos en contubernio con ellos; robos que hacen pasar como actos de ladrones de casa-habitación. Sin embargo, todo se complica cuando su socio, un policía judicial (Roberto Flaco Guzmán), incita a Gerardo (Gilberto Trujillo), el protagonista, a mantener relaciones homosexuales con él. Algo parecido sucedía en la espléndida Crónica de familia (1985), de Diego López: el protagonista (Alfonso André) es un junior, hijo de un político corrupto que planea asaltar la residencia de su novia (Claudia Ramírez), sin saber que el hermanito (César Adrián Sánchez) de ésta tiene a la mano una pistola, en un filme inclemente y crudo, inspirado en un caso real, escrito por el propio cineasta en colaboración con Juan Mora Catlett y Juan Tovar; el relato fue acreedor al Premio de Mejor Guion en el Tercer Concurso de Cine Experimental y obtuvo los respectivos Arieles a Mejor Guión y Fotografía.

 

Fiel reflejo del rencor social

Sin embargo, nada como la insoportable brutalidad de las atrocidades criminales juveniles observada en uno de los mejores y más crudos relatos de ese cine invisible mexicano: La ciudad al desnudo (1987-88), del desaparecido Gabriel Retes, quien anticipaba los resultados de ese rencor social que el salinismo heredó, a partir de la historia paralela de una pareja vejada y padres de una bebé: Martín Barraza y Lourdes Elizarrarás –coguionista del filme y ganadora del Ariel a Mejor Actuación Femenina–, que huyen de la justicia y una pandilla de irracionales y perversos maleantes, interpretados por un muy joven y entonces prácticamente desconocido Damián Alcázar –un criminal homosexual–, Gonzalo Lora, Carlos Chávez, Jaime Ramos y Pedro Altamirano, liderados por el sádico King (un Luis Felipe Tovar soberbio), que daban rienda suelta a todo tipo de vilezas.

Con imágenes espeluznantes, como la del inicio en un puente de Calzada de Tlalpan, la broma del balón roto, el asalto al motel o aquella donde uno de los delincuentes somete con lujo de violencia a una joven, se conforma un relato de enorme impacto y actualidad innegable, cuya fuente de inspiración fue una obra teatral escrita por Ignacio Retes –padre de Gabriel– hacia 1954: Una ciudad para vivir y, a su vez, un argumento del incomprendido cineasta Servando González, realizador de Viento negro, que había cedido a Retes para que le diera forma de guión bajo el título de Los nacos.


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