Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 18 Apr 2021 01:44 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Abjuro y confirmo

 

¿Cuántas veces hemos escuchado eso de que “la gente no cambia”? Yo, miles. Mi padre, uno de los seres más desconfiados del planeta, afirmaba con énfasis que las personas son incapaces de cambiar. Por eso, él no le creía una palabra sobre ningún tema a nadie. Sólo a mi mamá. Las noticias se tomaban cum grano salis, excepto las científicas, concesión que lo salvó de ser un conspiranoico, como se dice ahora.

Yo demostré en cuarto de primaria que era exagerada y fantasiosa, razón por la que perdí toda credibilidad. Eso no se modificó, ni después de cincuenta años. Y es que, en cuarto año de primaria, le expliqué que yo no quería ir a la escuela porque había visto a un “señor con rabia” cerca de las canchas de básquet. Ese hombre era un ser cuya existencia era un invento que tenía en vilo a los niños de la escuela. El “señor con rabia” exhibía las características que hoy adornan a los extras de las películas de zombies. Mi padre no me creyó. En realidad, yo no quería ir a la escuela porque había reprobado una cantidad exageradísima de exámenes y tenía miedo.  Hice un berrinche de ésos que me dejaban lacia.

A la semana les mandaron a mis padres una nota en la que les avisaban que yo tendría que repetir el grado. Mi papá jamás volvió a tomarme en serio.

Con todo, mi padre fue la demostración de que la gente cambia, aunque sea poco. Sus cambios fueron notables. Casi todos fueron propiciados por los años, pero los hubo. Aprendió a creer un poco en los demás, se apoyó levemente en ellos. También, cómo no, mantuvo hasta el último día los rasgos más disparatados de una personalidad excéntrica que intentó, hasta el instante postrero, ser autosuficiente.

La gente cambia, y ay de quien no lo haga. Mantener las posturas y aficiones de la adolescencia puede llegar a resultar grotesco. Ahora que hemos cumplido más de un año encerrados, compruebo con asombro que he cambiado sin proponérmelo. Supongo que por estar encerrada con mi marido y el gato, observando el mundo desde la ventana. Hasta el gato ha cambiado. Es más cariñoso y menos juguetón, le repugnan las latas de alimento a las que era adicto e ignora sus juguetes favoritos.

Tengo una lista alarmante de enmiendas: hoy abjuro con toda el alma de las mil ocasiones en las que dije “no, gracias” a invitaciones. Que porque eran en casas que estaban lejos o eran tarde; porque quería leer a solas, o porque me costaría trabajo convencer a mi marido de ir. Que porque habría desconocidos y me daba pereza el “estudias o trabajas”. Abjuro de la negativa a ir a presentaciones de libros, cenas, comidas y lecturas. Abjuro de las veces que no me tiré a una alberca, por frío, por flojera, por vergüenza (nado como un perro).

Abjuro de las veces que no me metí al mar y que me quedé en el cuarto leyendo novelas policíacas. Abjuro de no haber montado a caballo las contadas ocasiones en las que pude hacerlo.

Abjuro de haberme quedado callada ante asuntos en los que algo estaba mal, por lenta, por pena. Por ejemplo, una vez no apoyé a la escritora m.l. cuando protestó porque después de una lectura en la que participamos tres escritores, dos mujeres y un hombre, sólo le pagaron a él, por ser hombre. A mí me dio tal escozor la situación, que mantuve la boca cerrada, mientras ella, cortésmente, manifestaba su inconformidad. Siempre me acuerdo e invariablemente me sonrojo al evocarlo. Como ésas, varias: las suficientes para hartarme de esa parte de mí.

Confirmo que parte importantísima de mi alegría son los demás. Que me gustan el mar Caribe y leer en público textos escritos por otros.

Confirmo que me eriza el nacionalismo, una auténtica tara que nos impide ver los logros de otras naciones y culturas. Confirmo que la rancia idea de que en la madurez no se pueden hacer amigos nuevos es eso, una sustancia apestosa y pesada. Y confirmo, con toda el alma, que a los políticos, como diría mi padre, hay que creerles muy poco y dudar de ellos mucho.

 

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