Los detectives literarios contra la indefinición del destino

- Ricardo Guzmán Wolffer - Sunday, 25 Apr 2021 07:32 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Pocas vertientes literarias tan vivas en su concepción como el género del misterio, decantado del policíaco y la novela negra, en función de la violencia y las implicaciones sociales o personales. Si el porvenir se define a cada momento, conocer a algunos de los más célebres buscadores literarios resulta propicio para entrever la indefinición del destino y una de sus contrapartidas, es decir, el arte.

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Si el accionar humano es muestra de su descontento con “la vida” que le ha tocado, el misterio cotidiano se extrapola a la resolución de un enigma concreto, generalmente traducido en lo criminal dentro de los acertijos literarios. No sabemos qué nos espera. Algunos tardan varias adolescencias en comprender que la vida está por descifrarse. Transcurrimos entre “situaciones” que nos llaman a elegir: ser el chofer del camión en donde parecemos ir solitarios o aceptar que apenas somos los polizontes colgados en la parte de atrás del transporte donde, de súbito, abrimos los ojos para mirar el profundo precipicio junto a la carretera que transitamos sin rumbo.

Los clásicos: de Holmes a Marlowe

Los investigadores literarios nos llaman la atención por ser eco de la propia necesidad de comprender el arcano advertido, pero apenas abarcado y de ningún modo resuelto, que es el transcurrir de la vida. La persona ultimada o desparecida entraña no sólo el quiebre del orden social, también la posibilidad de cambiar el mundo. La muerte temprana de un asesino pudo evitar que ultrajara a otras víctimas. Los crímenes sin resolver, sin un delincuente que castigar, repelen por ser una muestra más de la inabarcabilidad de lo cotidiano.

De ahí la necesidad de los buscadores de verdad, aunque sea precaria y literaria. Chester Himes urde una epopeya de varias novelas con sus detectives negros y violentos para concluir la saga en un texto de ciencia ficción (Plan B), mostrando la imposibilidad de actuar en un mundo devastador: como si lo ficticio fuera la mejor respuesta a la realidad. Queremos entender, pero no podemos. Lo oculto es lo definitorio, por eso admiramos a los buscadores de esa verdad, lectores de los signos de la degradación.

La amplia oferta literaria del género se funda en el supuesto más aceptado, incluso inconscientemente: somos varios en uno mismo. Dentro tenemos la voz que insiste en cambiar inclusive aquello que nos acomoda; la que acepta hasta lo indebido; la que ríe ante todo y de todos; la que llora ante lo inamovible; y, por supuesto, la que justifica a cada una de las demás antes volver a mirar el cielo.

En México son conocidos personajes como Filiberto García, de Rafael Bernal; Belascoarán Shayne, en las novelas de Taibo II; Próspero Carreón, creado por Gerardo Horacio Porcayo; Horacio Kustos, inventado por Alberto Chimal; Miguel Ángel Morgado en la serie de Gabriel Trujillo Muñoz; el multifuncional Sepu; el detective Mijangos, de Bernardo Fernández, y varios más. Se privilegia aquí la literatura estadunidense, con Dashiell Hammet y Raymond Chandler, entre otros, por su cercanía. Pero también hay un gusto mexicano por los misterios a lo Agatha Christie o el famoso Sherlock Holmes, de Conan Doyle, y su capacidad inaudita de descubrir lo inesperado.

 

Otros investigadores literarios eficaces

Antes de que nacieran los actores que se inmortalizaran por su rudeza verbal en los años noventa, en 1942 el francés Leo Mallet (1909-1996) arrojaba al mundo la novela inicial del tremendo investigador Nestor Bruma, quien actúa a finales de la segunda guerra mundial para afrontar un mundo que hoy nos parece tan ajeno, donde incluso mandar una carta era una dificultad. Desde Calle de la estación, 120, Ratas de Montosouris y Niebla en el puente de Tolbiac, Bruma se burla de todo, pero se malpasa al ver la injusticia y la violencia gratuita, lo cual no le impide ejercerlas si es necesario. Sus contrincantes son seres complejos o francamente rastreros, capaces de asesinar sin contemplaciones, pero también de armar intrigas complicadas. Nada que el sapiente Bruma no resuelva, incluso echando el cuerpo por delante.

Armin Öhri (Liechtenstein, 1978) se catapultó a la fama con La musa oscura, novela situada en Berlín a mitad del siglo XIX. El joven estudiante de leyes Julius Bentheim trabaja como dibujante pericial, lo que le permite seguir de cerca el brutal crimen de una prostituta, claramente a manos del filósofo Botho Goltz, quien se defiende en juicio a pesar de las pruebas en su contra, empezando por su confesión. Novela de rastros criminalísticos, pero también de eufemismos judiciales, donde pronto se ve que los procedimientos penales deben funcionar a la perfección para condenar a un salvaje capaz de anular cualquier prueba o argumento mediante las herramientas de la retórica y la filosofía. La lucha entre lo justo y lo legal es más chocante en los procedimientos donde se dificulta probar la evidente culpabilidad. Öhri brilla no sólo por la trama y sus personajes, sino por lograr profundizar en los derechos humanos de los delincuentes, en aparente obstáculo al desarrollo social.

Öhri retoma el uso de “rimas hepáticas”: rimas satíricas alemanas improvisadas, usadas desde el siglo xiv en reuniones, donde el verso inicial hace referencia al hígado de un animal, regularmente el lucio. Esto hace que, en medio de la violencia, el humor atempere la impresión de los escenarios y de los convincentes personajes.

Leo Perutz (Praga, 1882-1957), destacado escritor de su época, en El maestro del juicio final logra mezclar la literatura de detectives con la fantástica. Aparece un actor muerto en peculiares circunstancias. Primero tomado como suicidio, pronto se involucra al barón Yosch, antiguo amante de la esposa del muerto. Eso lo obliga a investigar el crimen para salir bien librado. Pronto se verá que hay más muertos en similares circunstancias. Así llega a conocer al asesino, un “terrible enemigo” que parece existir desde hace siglos. La existencia de un libro maldito nos recuerda a Lovecraft, pero la maldad que de ahí se desprende es muy distinta a los dioses ancestrales de H. P. L.

Margery Allingham (Londres, 1904-1966) creó al investigador Albert Campion, lejos del investigador clásico. Aunque lucha y es inteligente, siempre parece estar perdido. Engaña a sus amigos y es capaz de conjuntar en una trama las constantes detectivescas: lo sobrenatural (en El signo del miedo hay un satanista), las intrigas internacionales por dinero y posiciones estratégicas europeas, las peleas, la diferencia de clases en Inglaterra y las mujeres maravillosas de las cuales se enamora, junto con el lector (Biddy en Mystery Mile y Amanda en El signo, para empezar). Cita a Shakespeare para burlarse de él. Probablemente Margery es la mejor escritora de detectives de su generación, así como una inspiración aceptada por Agatha Christie.

Por su parte, John D. MacDonald creó al detective Travis McGee, prototipo del esforzado investigador que vive en su barco de Florida y quien no rehúye dificultades, ya sea de mujeres golpeadas o de intrigas empresariales internacionales, en las que se es capaz de secuestrar y drogar personas para seguir robando. Muy agudo en su ojo crítico estadunidense, Travis se molesta por las formas sociales y el maltrato a grupos en desventaja dentro de una sociedad donde se publicita el bienestar como característica y la libertad como objetivo mayor. Su análisis de Estados Unidos se basa en los detalles cotidianos y en la infraestructura destructora del individuo. Adiós en azul y Pesadilla en rosa son magníficas.

 

Las voces del detective

La tormenta abortó como un vulgar proyecto de reforma fiscal.”

“Oiga, señor Bruma, ¿siempre es tan estúpido o es su forma de conquistar a las mujeres? Conozco algunas a quienes les encantan los idiotas. No soy de ésas y está tomando un camino muy equivocado conmigo.”

“–…Una verdadera novela, ¿no?

–Desde luego –convine yo–. Y en sus textos, ¿se encuentran rastros de esas peripecias?

–No. Habla sobre todo de senos de mujer…

–Quizá sufra un complejo mamario –sonreí.

El doctor me miró de soslayo.

–¡Deje en paz nuestro vocabulario, hombre! Hasta nosotros tenemos dificultades para aclararnos.”

“Los vegetarianos, aunque no comen carne, se permiten comer huevos y derivados de la leche. Los vegetalianos, en cambio no comían (hablo de los que conocí, no sé si todavía existen) más que vegetales con un poco de aceite para darles sabor. Y aun ésos no eran los puros. Había uno que pretendía que la única forma racional de consumir la hierba era pastando a cuatro patas en un campo.

Leo Malet

 

“¡Demos la bienvenida por una vez a la musa oscura, a lo que conocemos como el mal! Sumerjámonos con nuestra imaginación en la anormalidad, la repugnancia y la crueldad.”

“Un asesinato es perfecto cuando el asesino es apresado, pero absuelto. A partir de entonces podrá despreocuparse, porque nadie podrá perseguirlo ya por sus crímenes. Y quiero añadir que no siento ningún cargo de conciencia por haber borrado de la faz de la tierra a esos dos parias de nuestra sociedad. ¡La porquería debe eliminarse y, por tanto, desde el principio tenía previsto acabar con ellos! El criterio en el que fundamenté mi decisión fue simple: ¿qué vidas son inútiles? ¿Cuáles son más perjudiciales que beneficiosas para el bien común?”

Armin Öhri

 

Se da por lo tanto un rechazo contra el propio destino, contra lo que resulta ya irreversible. Y sin embargo, visto con mayor perspectiva, ¿no ha sido este el origen de toda creación artística, desde el principio de los tiempos? ¿Acaso el arte no surgió siempre de las ignominias sufridas, de las humillaciones, del orgullo pisoteado? ¿No brota del de profundis de cada artista su gesto para la eternidad? Las masas irreflexivas pueden deshacerse en vítores y aplausos ante una obra de arte: me da igual. Para mí, siempre significará el desvelamiento del alma destrozada de su creador.”

Leo Perutz

 

Incluso bajo aquella débil luz, Savanake se dio cuenta de que la expresión del rostro de Campion era aún amable y estúpida a un tiempo.”

Margery Allingham

 

Solo hay un modo de conseguir que la gente hable más de lo que querría. Escuchar. [...] Y para la gente, dar con alguien que de verdad les escucha es una experiencia tan inusual y sorprendente, tal bendición para su ego, tal satisfacción para su persona, que desean prolongar la experiencia.”

John D. MacDonald

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