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Ramón López Velarde.

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Un ABC personal

'Diccionario lopezvelardeano', Marco Antonio Campos, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2020.
Luis Alberto Navarro

 

“La de López Velarde es una obra que se renueva día tras día y siempre es fresca como el agua de un río limpio”, escribió Campos en El tigre incendiado, que marca su devoción sobre el jerezano a sus diecinueve años y “nunca ha dejado de crecer” (en la segunda edición del libro mencionado, lo enriquece con un nuevo ensayo escrito en 2015). Cinco años después, aparece este Diccionario lopezvelardeano (Universidad Nacional Autónoma de México, en su colección Cátedra Universitaria, número 13, marzo de 2020). Con este libro, Campos corona un ciclo dedicado a López Velarde, ciclo que se ha dilatado por muchos años, desde 1987 a la fecha. En la nota preliminar al Diccionario, el autor explica que la idea surgió cuando leyó el Alfabeto pirandelliano, de Leonardo Sciascia, y buscó como él, una lectura amable para el lector. No sé por qué, quizá por asociación de ideas, me recordó primeramente al Alberto Savinio de su Nueva enciclopedia (no conozco el Alfabeto… de Sciascia), pero enseguida recordé claramente la reminiscencia del título de Campos con otro más cercano para mí, el legendario Calendario de Ramón López Velarde (editado en 1971 en el cincuentenario de su muerte, recopilación de Alí Chumacero y Fedro Guillén, en edición de Huberto Batis, Sergio Galindo y Gustavo Sainz).

En su Diccionario, Marco Antonio Campos hace una vivisección del jerezano de una manera amable para el lector, pero no condescendiente; acuciosa y penetrante, (casi) cada letra del abecedario se desenvuelve en apartados, algunos breves otros más extensos, para adentrarnos en algunos momentos que marcaron la vida y obra del poeta.

Abogado.- Una visión esclarecedora sobre su posición y su vocación. Así acota que su padre le prohibió de “forma dominante” que se abocara a la literatura; de tal manera que gran parte de sus colaboraciones de adolescencia y primera juventud en Aguascalientes, San Luis Potosí y Guadalajara, las publicó bajo seudónimos. Algo semejante le ocurrió a Agustín Yáñez (también abogado, también asaeteado por la figura paterna) en su adolescencia y juventud, que bajo seudónimo y a escondidas “como novia provinciana me entregaba el papelito en la calle”, recordaría años después José Ramírez Flores y como López Velarde también Yáñez era católico y además acejotaemero.

Abuelo. Apellidos.- Pienso en las familias provincianas del siglo XIX, cuyas dos ramas, paterna y materna, han cambiado apellidos por otros, aun siendo de sus mayores, como Fausto por Frausto por error del escribano de la r o la a, o en definitiva por otro apellido que no liga consanguíneamente a nadie ni a nada. Ramón López Díaz se llamaba el abuelo del poeta pero “por misteriosas razones se puso Velarde; la abuela se llamaba Urbana Morán. El Velarde lo escogieron porque debió parecerles prestigioso.” Y aquí Campos no especula, acierta de una manera irónica respecto a dos piedras tutelares de la literatura no sólo mexicana, sino que trascienden allende el mar: Juan Rulfo y Ramón López Velarde. “Cuando pienso –escribe MAC– que estaríamos hablando ahora que el mejor poeta mexicano se llamara banalmente Ramón López, tal vez nos sonaría fuera de orden.” Y apostilla: “Curiosamente uno de los compañeros de Saturnino Herrán en la Academia […] se llamaba Ramón López. Seguramente Herrán haría algunas de sus clásicas ironías con el Ramón zacatecano jugando con el pintor homónimo: los Ramón López.” Respecto a Rulfo, sabemos de su kilométrico nombre, y sabemos que el padre se apellidaba Pérez Rulfo y la madre Vizcaíno (aquí tomó el autor de Pedro Páramo el apellido de su padre, el materno, no inventado por prestigio). De tal manera, se pregunta Campos: “¿Es posible imaginar que nuestro narrador por excelencia se llamara Juan Pérez, lo cual en México tiene un equivalente a equis? Es decir, llamarse Perico de los Palotes, o Fulano, o Mengano, o Zutano o Perengano. Y sin embargo fue así.” Seguimos con la a, es decir, apenas comenzamos. Y llega entonces Acuña, pero no solo; se mete entretelones su amigo-oponente en muchos sentidos, pero entrañables entre-ambos, Manuel M. Flores. Campos mira con mirada certera y abisal, y por lo mismo lumínica, lo que RLV no vio, no quiso ver o le pasó de noche. Y, claro, cada quien con sus lecturas, gustos, disgustos y olvidos; pero no sólo es eso, también hay lagunas en nuestros maestros y MAC lo manifiesta con puntualidad, pues no hay –hasta ahora– nada que demuestre equívoco en su percepción: “López Velarde creía que desde Sor Juana hasta Manuel José Othón y Manuel Gutiérrez Nájera había un enorme vacío en la literatura mexicana. Parece no haber leído, o muy de paso, ni a Ignacio Rodríguez Galván, ni a Ignacio Ramírez, ni a Laura Méndez, tal vez porque sus obras no circulaban mucho. A Manuel M. Flores y a Manuel Acuña apenas los mencionó, y fue para descalificarlos. Es decir, ningún poeta de los tres romanticismos mexicanos se salvó del cadalso. De Acuña hay una mención y una alusión. La mención es de 1907 y la alusión de 1909, es decir cuando López Velarde tenía dieciocho y veinte años. […] Reprueba y recomienda que ya es tiempo “de que nuestra generación deje de entusiasmarse con el ‘Nocturno’ de Acuña y las Pasionarias de Manuel (M) Flores”. Y, entonces, señala Campos algo que no tiene vuelta de hoja y que, cierto y tajante dice: “Es curioso: un sensual como López Velarde no apreció a Manuel M. Flores; quizá, de haberlo vuelto a leer, cuando vivió en Ciudad de México y conoció el jardín de las delicias, habría cambiado de opinión.” Para reafirmar lo dicho, cómo no recordar estos cuatro versos del jerezano: “En mi pecho feliz, no hubo cosa/de cristal, terracota o madera,/que abrazada por mí, no tuviera/movimientos humanos de esposa.”

No hay letra con sus apartados que no contengan el dato puntual, erudito y opiniones propias y ajenas que nos dan una visión más amplia sobre López Velarde. Cierro esta nota con las letras B, C y H.

Baudelaire.- “Cada crítico puede dar su opinión sobre si hay mucho o poco o nada de la influencia de Baudelaire, pero algo me deja perplejo: una mención significativa y dos menciones de paso en la obra de Ramón López Velarde que contiene más de novecientas páginas (incluyendo crónicas, crítica literaria, cuentos, cartas) ha hecho correr arroyos de tinta a lo largo de un siglo.”

Biblioteca.- Siempre es interesante saber de qué libros está hecha una biblioteca de un escritor admirado y en el caso de RLP, escribe Campos, desgraciadamente no se sabe dónde quedó la suya y qué libros tenía. Manuel Maples Arce, en sus memorias Soberana juventud, escribe que seguido lo invitaba a su “pequeño estudio, en el que apenas uno podía moverse, oprimido por el escritorio y la abundancia de libros. [...] Sentados frente al escritorio iluminado por la ventana que daba hacia ‘la privada’ de los departamentos, me leía, con voz agradable y la sencillez de su ademán, uno de sus poemas o algunas de sus pequeñas prosas tan características de su exquisitez”.

Carácter.- “Sobrio, medido, tranquilo, bueno, noble, honrado, digno, educado, discreto, elegante y, ante todo, de una sencillez sin afectaciones. Era, como dijo de Herrán, ‘falto de vanidad y sobrado de orgullo’. Un amigo que nos hubiera gustado tener.”

Herrán.- En este apartado, uno de los más extensos, MAC ciñe toda una alegoría sobre el pintor, quizá, si no el mejor, sí uno de los preferidos entre los amigos de López Velarde. Nos acerca a una amistad entrañable, de hermandad y también intelectual, donde se reflejan sus aspiraciones y búsquedas artísticas en común. Aquí, Campos hace un recorrido puntual entre la amistad de Herrán y el círculo cercano de López Velarde, hasta los acontecimientos que se dan en torno a  la muerte del pintor. Mucho se ha espigado sobre su muerte y, acompasada, se halla casi unida a la de López Velarde.

Adentrarse el Diccionario lopezvelardeano es bucear en la vida y en la obra del poeta que, como Campos nos dice en su poema “Frente a una casa jerezana”: “Se dio a las mujeres respirándolas/ en adiós sin luna en breve noche,/ pero se castigó en la soltería/ revolviéndose en ochos terribles/ alrededor de su cuarto en llamas.”.

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