Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
10-11.jpg

La biologización de la poesía

‘Cuerpo locuaz’, Amelia Gamoneda, Abada Editores, España, 2020. ‘El reino de lo no lineal’, Elisa Díaz Castelo, Fondo de Cultura Económica, México, 2020.México, 2020.
José Ángel Leyva

 

Cuerpo locuaz, de la española Amelia Gamoneda (Abada Editores, España, 2020), y El reino de lo no lineal, de la joven poeta mexicana Elisa Díaz Castelo (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 2020), coinciden en el tiempo y en una temática asaz interesante. El primero es un libro de ensayos que parte de un conocimiento riguroso y académico en el plano de las ciencias cognitivas para desentrañar misterios del pensamiento y el discurso poético; el segundo es un poemario que se interna en los dominios de lo científico y lo tecnológico, pero sobre todo en la perspectiva de la enfermedad, el dolor y la muerte, temáticas que ya venía explorando la autora en sus libros anteriores.

Cuerpo locuaz compendia ensayos que, de manera aislada, fueron viendo la luz en diversas publicaciones, pero, sin duda, atienden ya desde su gestación a un impulso de unidad: plural y concentrada a la vez. La autora echa mano de un complejo y rico instrumental de análisis para enfrentar un desafío arduo: demostrar el carácter orgánico, físico, corporal de la poesía, y colocarla en el foco de un proceso de retorno a los orígenes, en una especie de pulsión suicida y de desaprendizaje para surgir como ese cuerpo locuaz y renovado, siempre otro, siempre insumiso y desafiante.

El pensamiento poético, nos recuerda Amelia Gamoneda, es parte intrínseca del lenguaje, es uno de sus componentes esenciales para sobrevivir y evitar el desgaste de los idiomas, pero la poesía no es la representación de la realidad sino la presentación de la realidad, de una realidad que no se fundamenta en conclusiones y certezas sino en la fuerza de la contradicción, de la paradoja, de la incertidumbre y la flexibilidad. Es allí, en el pensamiento metafórico, común a la especie humana, donde se instala la búsqueda de la profesora de filología francesa de la Universidad de Salamanca: en la corporeidad del lenguaje poético, en sus huellas, su fisiología, su naturaleza y sus componentes culturales, no sólo como ente biológico sino como animal subversivo.

Su padre, el reconocido poeta español Antonio Gamoneda, ha acuñado una definición de poesía: “la sustancia musical del pensamiento”, esa música que Amelia traduce como respiración de un organismo lingüístico. Juan Gelman solía decir que la poesía es un árbol sin hojas que da sombra, capaz de otorgar, en su aparente inutilidad e inoperancia, cobijo al ser humano. La poesía, ese no saber sabiendo, es la razón por la que la investigadora se sumerge en las neurociencias y en las disciplinas cognitivas para identificar ese cuerpo dentro del cuerpo, esa respiración visual dentro del habla y el lenguaje.

Amelia apunta que un rasgo de la poesía moderna es su origen encarnado en el cuerpo, con predilección por los procesos preconceptuales derivados de lo físico; mas la forma poética se ha impuesto desde la Antigüedad por el movimiento del lenguaje, un movimiento determinado, en principio, por la rima y el ritmo, por el pensamiento metafórico. Así, la poesía, como lenguaje, se interroga a sí misma, se pone en cuestión y desciende hasta los balbuceos. Remueve escombros, husmea, busca un fósil materialmente inexistente o un organismo lingüístico que se hace a sí mismo: poiesis poiein. La autora ve la poesía como un lenguaje en surgimiento, como un discurso que se identifica en la infancia del propio lenguaje; la madurez siempre niña del lenguaje.

Juan Gelman solía repetir que la poesía es lengua calcinada, lengua que renace de sus cenizas. Dibaxu es un ejemplo de cómo, sin ser él descendiente de una tradición sefardí, encuentra en los farfulleos de la lengua española imágenes y sentimentalidades que le resultan propias. Tal como sostiene Amelia Gamoneda, un viaje a las profundidades del tiempo donde el lenguaje poético aparece en su infancia y se actualiza, crece, madura, se resiste al desgaste y se convierte en otro.

Algo semejante ha hecho Antonio Gamoneda en El libro de los venenos, del cual se encarga la autora en uno de los capítulos, para mostrar cómo el poeta español establece un diálogo con el libro del médico y botánico griego del siglo I, Pedacio Dioscórides, titulado justamente Libro de los venenos, y con la traducción y comentarios del médico segoviano Andrés Laguna. Gamoneda retoma el Libro sexto del Dioscórides para urdir un discurso en el plano de la poesía. Antonio Gamoneda se acoge a la corrupción del lenguaje para identificar, allí, en ese proceso de descomposición, el fundamento larval de su propio Libro de los venenos: “La fábula puede brotar en ese lenguaje corrompido, como inesperado fruto de la antigua ciencia”, cita Amelia al poeta. Así, la ciencia antigua deviene en fermento de la poesía a través de un proceso químico y alquímico. No podía descubrir mejor oportunidad un poeta, con la intuición y la inteligencia de Antonio Gamoneda, que un tratado sobre la toxicidad de las sustancias y sus antídotos como forma de revelar la paradoja de la existencia misma, fundada en la conciencia plena de su situación entre las dos orillas de la inexistencia. La muerte y la poesía como veneno y como antídoto, en ambos sentidos.

A su manera, Amelia Gamoneda emprende, más del lado del pensamiento científico que del poético, la tarea –quisiera decir travesía o aventura– de sostener un andamiaje teórico que nos demuestre el sustrato orgánico, corporal, de la poesía. Y lo hace consciente de que no existe otra posibilidad, porque el lenguaje metafórico es un lenguaje sin racionalidad dentro de un lenguaje inteligente que usa los instrumentos de la arquitectura abajo-arriba de la selección natural. Por ello, afirma: “Un poeta no sabe lo que dice hasta que no se lo dicen sus propias palabras.” La poesía actúa como un animal rebelde a su condición animal, como un organismo que se confronta a sí mismo para impedir su disolución en el lugar común. Cuando la metáfora es domesticada en sus significados y no dice más de lo que dice, cuando es sometida a la racionalidad, muere. La incomprensión es la esencia y el misterio mismo de la poesía, en su insaciabilidad de nombrar lo innominado radica el misterio de sentir lo que no se puede explicar, porque si se define, se extingue, desaparece. Amelia recuerda las palabras de Wittgenstein: “Si un león pudiera hablar no lo podríamos entender.”

Mencionaba a Elisa Díaz Castelo porque llama la atención el interés que ha suscitado su poesía entre los jóvenes literatos, y hasta en algunos no tan jóvenes, al adoptar terminologías y conceptos científicos de la astronomía, la física, la medicina. Algo que no es novedad, sin duda, pero que ha logrado convertir en un discurso que, por el momento, genera extrañamiento y placer. Aunque muchos otros lo han intentado de manera infructuosa, Elisa ha procesado, sobre todo en los versos de Principia, su familiaridad con el dolor, su escoliosis congénita y la atmósfera familiar –ambos padres médicos. La poeta mexicana atina a jugar, a dialogar, a extraerle el jugo al metalenguaje científico y técnico, a trapichear sus significados y adoptar sus terminologías con humor e ironía a sus propósitos. “Los síntomas son los mismos, pero el dolor es otro. Los doctores son pálidos y apenas […] Ellos hacen una mueca y me dicen que no creen en las metáforas y esa palabra es anticuada y por qué repetirla. Se impacientan […] Gradúo mi dolor del uno al diez y lo describo. Es punzante, es sordo, es sostenido. El cuerpo: esta sorprendente bolsa de cuero.” “La infección áurea me había rozado/ el pecho y los pulmones. Anaerobia,/ grampositiva, se me filtró en la sangre./ Sepsis, cantaron los ángeles/ de batas o alas blancas y comencé a morir/ y no había nadie […] Me mató lo brillante, lo que ilumina:/ estafilococo áureo significa/ que un cuchillo de oro no duele menos/ enterrado en el pecho” (De El reino de lo no lineal). La corrupción del lenguaje científico segrega poesía, diría Antonio Gamoneda.

Cuerpo locuaz nos instala, por su parte, en la evidencia de una evolución de lo poético y el arte, que ya no se conforman en el placer de la mimesis sino de otras fuentes de placer estético que no son tampoco la transparencia y la comprensión discursiva, sino la revitalización de lo estético, la reformulación del mundo. André Bretón, Claudio Rodríguez, Rimbaud, Gamoneda, Éluard, Verlaine, fungen como ejemplos de poesía donde la imagen y la imaginación suelen mostrarse como el cuerpo locuaz que se desdice y se desmiembra para remodelarse en el propio lenguaje.

Amelia Gamoneda piensa también en el lector y en su capacidad para conectarse con el discurso y la realidad que nos expone la poesía, sobre todo la que emerge de los simbolistas y las vanguardias, la que no pretende la comprensión sino el estremecimiento, la perturbación, la incertidumbre, la renovación constante. “Para explorarse y sorprenderse a sí mismo, el cerebro humano sigue creando poesía”, rebelándose a la domesticación del lenguaje. Entre nosotros, los poetas mexicanos, tal vez quien mejor ha expuesto la imagen de la poesía como una fiera y como un organismo vivo es Eduardo Lizalde, no sólo en su serie de tigres sino, y sobre todo, en Cada cosa es Babel: “He aquí la cosa para nombrar, poeta:/ nombre del pan que tiembla ante el cuchillo,/ del cuadro que en el terremoto/ altera el ojo y el pincel,/ del crimen y el asado de ternera.”

Un cuerpo que se demanda, como Rimbaud, ser siempre distinto de sí mismo, o que lo es, sin remedio. Un cuerpo que padece, goza, existe, muere, es leído y lee, enferma, convalece, cura y es curado, a pesar de no ser, aún, producto o sujeto del mercado ni de la industria farmacéutica.

Versión PDF