Cinexcusas

- Luis Tovar | @luistovars - Saturday, 05 Jun 2021 21:37 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Osadías de un dúo

 

En tanto directora cinematográfica, la egresada del Centro de Capacitación Cinematográfica Yulene Olaizola, quien aún no alcanza las cuatro décadas de vida, cuenta en su haber con el documental Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo –su ópera prima, en 2009), así como las ficciones Paraísos artificiales (2011), Fogo (2012) y Epitafio (2015), esta última en codirección con Rubén Imaz, con quien tiene establecida una sólida asociación creativa, pues entre ambos han producido, escrito y/o editado tanto éstos como otros filmes. Es el caso de Selva trágica (2020), coescrita por ambos, dirigida por Olaizola y producida por Imaz.

Vista en retrospectiva y expresado grosso modo, la filmografía de Olaizola comenzó con el pie derecho con Intimidades…, tuvo un descenso evidente con Paraísos artificiales, tropezó definitivamente con Fogo y se levantó con Epitafio. Desde esta perspectiva, Selva trágica mantiene un similar nivel de calidad técnica, más que plausible, refrenda las preferencias formales de este dúo cineasta y continúa explorando en el amplio horizonte de posibilidades conceptuales de un cine, visto en conjunto, claramente orientado a la experimentación y, por lo tanto, al riesgo narrativo, así como alejado de los convencionalismos tanto temáticos como de ejecución.

Tres osadías

La primera osadía tiene que ver con el casillero genérico en el que Selva trágica podría ser ubicada. La propia Olaizola ha referido que bien puede hablarse de un western, sólo que éste no tendría lugar en un salvaje oeste, ficticio por más que la convención fílmica lo imagine en el oeste estadunidense, sino en la selva real, concretamente en la que se ubica en la Península de Yucatán, a lo cual debe añadirse la temporalidad de un relato que, sin señas que den certidumbre, debe ubicarse en la primera o segunda décadas del siglo XX, es decir, cuando el actual Belice aún se llamaba Honduras Británicas y cuando la industria del chicle, que se obtenía extrayendo a mano, provistos de machetes, la savia del manikara zapota, nombre científico del árbol del chicle, endémico de las selvas húmedas tropicales. Este par de aspectos, por cierto, son parte fundamental del filme, que toma lugar en la frontera entre México y las Honduras Británicas y cuenta la historia, doble hasta que el par de historias se imbrican, la de un grupo de trabajadores del chicle, casi se diría esclavizados por un patrón explotador, por un lado, y la de una joven mujer afrodescendiente que, para escapar de su opresor blanco, se interna en la selva del lado mexicano.

La segunda osadía consiste en la complejización, también genérica, de un relato que busca trascender el quid clásico de todo western –la venganza, el ajuste de cuentas, la persecución–, mediante el recurso al elemento fantástico; aquí, valiéndose de la incorporación de la leyenda local de la Xtabay, ser femenino de la mitología maya ancestral cuyas principales características son la belleza física y la capacidad de despertar deseos sexuales irrefrenables. En Selva trágica, a diferencia de la leyenda original, la Xtabay no emana de las ceibas, sino que puede encarnar en alguna mujer de carne y hueso –por ejemplo, la joven que ha escapado de su opresor pero cae en manos del grupo de chicleros–, pero sí se lleva a sus víctimas al fondo de las aguas, no sin antes haber desplegado y entregado sus encantos lúbricos.

La tercera osadía de Selva trágica es la tocante a las decisiones narrativo-formales del dúo Olaizola-Imaz, que una vez más decidieron hacer partícipe al contexto geográfico de modo muy preponderante para, de hecho, volverlo un personaje más, en tanto se desarrolla una historia que, de otro modo, podría ser despachada en un pietaje muchísimo menor. No funcionó en Fogo, sí lo hizo y muy bien en Epitafio, mientras que en Selva negra el resultado es de innegable eficiencia por momentos, pero llega a generar una cierta sensación de engolosinamiento.

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