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El paraíso perdido

‘Edén’, Juan Luis Nutte, E1 Ediciones, México, 2020.
Alejandro Badillo

 

 

A menudo se piensa que la novela debe abordar grandes temas a través de una elaborada red de personajes y escenas. La tradición decimonónica en la que más es mejor sigue dominando gran parte del mercado editorial. Quizás sea la herencia del boom latinoamericano, representada en México por autores como Carlos Fuentes. En el siglo XX era urgente usar la literatura como un mapa de la sociedad o un fresco que abarcara todas las dimensiones que puede capturar el lenguaje. La famosa “novela total” ha capturado la imaginación de autores y lectores. Sin embargo, a contracorriente, existe en nuestros países una tradición importante de novela breve que aborda atmósferas psicológicas, fantásticas, intimistas, entre muchas otras. Pedro Páramo, La invención de Morel o El libro vacío, son algunos ejemplos en los que la contención es una virtud.

Edén, obra publicada el año pasado por E1 Ediciones, es una novela corta que se ramifica a pesar de su propuesta en apariencia mínima. Juan Luis Nutte (Ciudad de México, 1972) construye una historia a partir de una realidad que, poco a poco, deviene alucinación. La anécdota principal es muy simple: un hombre explora la casa en la que vive con Cordelia, su esposa. Mientras lo hace recupera parte de sus recuerdos con ella. La trama, así contada, podría agotarse en unas cuantas páginas. Sin embargo, la intención del autor y, sobre todo, las herramientas que utiliza, llevan a Edén a un experimento en el que se mezclan el mundo onírico, la obsesión y la transformación constante de la realidad que percibe el protagonista.

Echando mano de un interesante principio de incertidumbre, muy propio de los puntos de vista ambiguos y poco fiables de la segunda mitad del siglo XX, el narrador de Edén está en continua crisis: registra los objetos con los que interactúa y, al mismo tiempo, los vincula con Cordelia que, en muchos momentos, funciona como un demiurgo que puede perdonar, pero también destruir. Lentamente nos damos cuenta de que los hechos que se cuentan tienen, como único impulso, la voz que los enuncia. Es decir: el discurso crea la tensión de la historia y no las aventuras propias de una novela tradicional. Entendemos, por lo tanto, que debemos entrar a la mente del protagonista y explorar, desde ahí, su memoria compartida con Cordelia; somos testigos de una relación que se construye y reconstruye a partir de una narración que parece regresar, constantemente, al punto de inicio.

Una novela como Edén permite muchas lecturas. En primer lugar, tenemos la relación de pareja. El edén que intenta recuperar el hombre es aquel estado ideal propuesto por Platón en el que existe la perfección y la belleza. Sin embargo, esa búsqueda está continuamente marcada por la flaqueza humana y los sentidos siempre fallidos. Esta utopía es, a pesar de todo, el motor que anima al narrador y quizás por eso se obsesiona por los objetos que recolecta con la vista. Todo lo que ve y mapea es un sucedáneo de Cordelia y de los tiempos felices que pasaron juntos. Por otro lado, tenemos a la casa como un protagonista importante: es un lugar físico que se transforma en un espacio selvático, una naturaleza en continua expansión, un lugar ajeno al tiempo y sus reglas. La casa es, sobre todo, un estado mental que se resquebraja ante cualquier incertidumbre y parece no tener fin.

Edén es, además, una cartografía y un ejercicio en el que la falta de coordenadas claras no es un lastre sino una propuesta valiosa para el lector. El autor entiende que bastan dos o tres elementos para crear no sólo el inicio de una historia, sino añadirle tensión y formar un mundo con ella. En medio de la avalancha de libros que renuncian a transformar los hechos que cuentan, Edén es una buena muestra de que la experiencia humana necesita la intermediación del arte. Sólo de esta forma podemos atrapar las cosas que escapan a la razón.

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