Jorge Ibargüengoitia un escritor futurista

- Ricardo Guzmán Wolffer - Saturday, 05 Jun 2021 21:17 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
A casi medio siglo de que el cáustico narrador, dramaturgo y periodista Jorge Ibargüengoitia, nacido en Guanajuato a finales de los años veinte del siglo pasado, escribiera los artículos recopilados más tarde bajo el título ‘Instrucciones para vivir en México’, su lectura demuestra que son pocas las cosas que, desde entonces, han cambiado en el país.

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Jorge Ibargüengoitia (México, 1928-1983) escribió para Excélsior de 1969 a 1976, y sus artículos se recopilan en Instrucciones para vivir en México. Cinco capítulos sirven para la recopilación: “Lecciones de historia patria”, “Teoría y práctica de la mexicaneidad”, La familiona revolucionaria”, “Con siete copias”, “La lucha por aprender” y “La madre y otras mujeres”. La eficacia del autor no radica sólo en sus guiños humorísticos, que siguen funcionando, sino también en la mirada que comprende la esencia del fenómeno, del mexicano que lo padece y del mexicano que lo inventa. Prófugo involuntario del teatro, Ibargüengoitia luchó entre la burocracia y el periodismo para llegar al deseado nivel de vivir de sus libros, incluso residiendo en Francia al final de su vida.

Él mismo burócrata durante años, se divierte a costa de esos seres que mira sin piedad desde las entrañas del amorfo Estado mexicano. El primer paso es llegar al cargo. Ibargüengoitia vivió una etapa donde lo electoral era mero trámite. Su diversión reside en ver las complicaciones para distinguir entre quienes echan a perder su voto por ignorancia y los que lo hacen intencionalmente, seguro de que las votaciones reflejan poco el sentir ciudadano. La crítica de Ibargüengoitia se desliza entre el humor “inocente” que sugiere el ridículo del objeto o situación analizada. A pesar de las diferencias con Carlos Monsiváis, con quien tuvo sus deleitables encontronazos,* y cuyo humor era más ácido, ninguno perdonó a la burocracia. Por lo menos a ellos no les tocó ver a los candidatos hacer el risible esfuerzo de bailar, luchar, cantar, “ofrecer chichis”, montar a caballo o motocicleta (algunos con evidente impericia) y cosas peores. Si los viejos políticos se esmeraban en dejar monumentos, obra pública o al menos frases memorables, los actuales parecen sólo comprender la fútil fama de las redes sociales. Mientras en tiempos de Ibargüengoitia los educadores buscaban crear personajes históricos capaces de ser símbolo nacional, hoy apenas se publicitan estas figuras patrias que, en otras generaciones, llegaban al alma del mexicano comprometido.

De ahí que el apartado más vigente sea el relativo a la burocracia y sus complicaciones intencionales. Ya desde entonces había que sufrir un calvario para lograr un pago del gobierno, ni se diga cuando el ciudadano pedía algo. Sin empacho, Ibargüengoitia disfruta narrar cómo, en donde trabajaba, se empecinaban en inventar trámites para las solicitudes del público y, mejor aún, para la documentación interna de la institución. En el ánimo de conservar el trabajo, su departamento reenviaba copias a todos los demás, luego clasificaba sus oficios y terminaba por hacer pesados informes que irremediablemente terminaban en la basura. En otro texto, el autor habla de los “hígados”, los burócratas que hacen la vida de cuadritos a quienes tienen la mala suerte de caer en sus garras. En el colmo de la burla, el autor explica la novela de espionaje que inició sobre las pugnas entre dos secretarías de Estado o dos organismos descentralizados para descubrir los malos manejos del contrario y obtener una encomienda presidencial. De risa, como la policía, que en manos de Ibargüengoitia sale peor librada.

También ataca lo más íntimo del mexicano: a su madrecita santa. La pandemia ha librado a millones de madres de asistir a desfiles insufribles, recibir manualidades que, además de caras, tienen la vida de un cerillo y engrosan el basurero, con la dificultad de que es imposible dividir la basura. El autor nos recuerda esos trances y otros peores, como asistir a un restaurante en 10 de mayo o intentar llevar serenata ese día, titánica labor si la festejada habita un multifamiliar donde cientos de abnegados hijos intentan hacer lo mismo.

La lectura de estas crónicas personalizadas lleva a la alegre nostalgia (cuando evidencia las bondades del telégrafo, verbigracia), pero también a la triste remembranza de saber que esos burócratas hígados sobreviven. Sin embargo, también perdura ese humor aparentemente acrítico, incluso cuando la realidad parece inamovible.

Pocos son los autores nacionales etiquetados como humoristas, cuya grandeza en ese rubro es claramente superada por él mismo en otros (novela y cuento; teatro, dirán muchos). Esta crónica ensayística y autobiográfica funciona tanto o más que cuando fue escrita. Seguramente él sonreiría si viera cómo la posteridad no lo deja en paz.

 

*“Oración fúnebre en honor de Jorge Ibargüengoitia”, texto escrito por él para contestar a Monsiváis su burla al quehacer de crítico teatral de Jorge, con el texto “Landrú o Crítica de la crítica humorística o cómo iniciar una polémica sin previo aviso”, incluido en El libro de oro del teatro mexicano, publicación de la Universidad Autónoma Metropolitana y de Ediciones El Milagro.

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