El narcotráfico y el documental contemporáneo

- Rafael Aviña - Sunday, 13 Jun 2021 07:35 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La violencia de la guerra contra el 'narco' durante ya varias décadas ha generado en nuestro país una variada producción cinematográfica cuyo rigor y calidad suelen ser dudosos, a excepción del género documental que ha sabido retratar con valentía, inteligencia y precisión la dramática realidad que viven amplios sectores de la población civil, en la mayoría de los casos bajo la indiferencia de las autoridades no pocas veces en clara complicidad con el crimen organizado. Los documentales aquí comentados son muestra fehaciente de ello.

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En buena medida, el cine mexicano más sólido y comprometido del nuevo milenio se localiza en el género documental. Todos los temas posibles pasaron ya por el tamiz de nuestros documentalistas, y uno de los tópicos de mayor abordaje es el crecimiento de esa suerte de narcocultura y, al mismo tiempo, la devastación social del país provocada por la incompetencia y complicidad de los gobiernos previos, sobre todo desde Felipe Calderón, y la contribución que siguen ejerciendo para fomentar esta fascinación por ese estilo de vida (teleseries, reportajes, videoclips, canciones, etcétera).

Al inicio del siglo XXI, figuras como Jesús Malverde, Chalino Sánchez –asesinado en 1992–, Los Tigres del Norte, Jenni Rivera, intelectuales como Luis Astorga o Elmer Mendoza, formaron parte de una curiosa experiencia fílmica que intentaba penetrar en la cultura del narcocorrido y en sus historias de vida, entre el melodrama cotidiano, la santificación y la falta de oportunidades para ilegales como el joven Magdiel, de La Reforma, Sinaloa, que abandonaba a su familia para convertirse en compositor de ese género musical que potencializa las historias de abandono, nostalgia, explotación, droga y estrepitosa caída.

Al otro lado (2005), de Natalia Almada, logró en su momento mezclar diversos puntos de vista sobre un fenómeno social en ascenso que transformó de manera brutal la economía formal de familias enteras, creó grupos de racistas patriotas “cazailegales”, o proyectó carreras de jóvenes estadunidenses de raíces mexicanas, para quienes el español era la forma de integrarse a una doble cultura que genera ganancias millonarias y múltiples cruces a lo largo de la frontera.

Narco cultura (2012), de Shaul Schwarz, filmada en Ciudad Juárez, Culiacán, Washington, Carolina del Norte y El Paso, Texas, propuso un intrigante y ágil relato sobre ese modelo de fascinación de una nueva generación de jóvenes de pocos recursos económicos y culturales, y la explotación comercial de un tópico cargado de complejidades sociales. Apoyado en los testimonios de forenses como Ricardo Soto y Óscar Villanueva, coordinador del SEMEFO en Ciudad Juárez, Chihuahua; Edgar Quintero o el Komander, cantantes y compositores de narcocorridos, periodistas, escritores y ensayistas como Javier Sicilia, Sandra Rodríguez, el patrullero fronterizo Jaime Núñez, Los Twins, fundadores del Movimiento Alterado y más, Schwarz nos introduce en esa subcultura.

Se trata de una adicción al peligro, el dinero y la vanidad que se incuba en ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos. Una errónea manera de entender el concepto del éxito y el poder efímero para jovencitos que viven en situaciones de pobreza o encuentran en esos modelos una forma de escapar a la frustración social cotidiana, tal y como lo muestran los tristes testimonios de varios y varias estudiantes de secundaria en nuestro país. Narco cultura planteaba otra arista de la estéril e inacabable guerra contra el narco, emprendida por nuestras autoridades y sus efectos colaterales.

La tempestad y La libertad del diablo

Dos largos documentales trascenderían de manera feroz, valiente y al mismo tiempo sutil las consecuencias de ese caos, horror y desesperanza que ahoga a nuestro país en su lucha con un mal incubado desde la legalidad. Por un lado, Tempestad (2016), de Tatiana Huezo y La libertad del diablo (2017), de Everardo González, que fundamentan la impunidad total con la que actúa el crimen organizado y el tajante control que tienen del país entero, incluida Ciudad de México.

El filme de Tatiana Huezo transita en un espacio casi surrealista por el que se mueve el individuo común, víctima potencial en un país que sobrevive dentro del desconcierto que nos rebasa. Todo a partir de dos casos: una joven recluida en una prisión controlada por el crimen organizado y una mujer que trabaja en un circo ambulante y busca a su hija desaparecida. Se trata de una radiografía del México profundo y a la vez cotidiano donde la violencia y el caos gobiernan.

Tempestad plantea una suerte de dos microficciones no exentas de cierta puesta en escena dramática: Miriam Carbajal, joven exempleada del aeropuerto de Cancún, es arrestada sin culpa alguna junto con otras personas y encerrada en un penal de Matamoros, Tamaulipas, controlado por la delincuencia organizada, donde padecerá el infierno del encierro y la amenaza constante que sólo puede arreglarse con elevadas cantidades de dinero. A su vez, el caso de Adela Alvarado, payasa de profesión en un pequeño circo. Adela padecerá el viacrucis de la incertidumbre a partir de la desaparición de su hija Mónica; una búsqueda infructuosa en la que ha sido presa de extorsiones e incompetencia de las autoridades en total complicidad con el crimen organizado.

Algo similar sucede con ese otro reflejo de una violencia agazapada y cotidiana que ejecuta Everardo González, quien otorga voz a aquellos seres anónimos que la ejercen y al mismo tiempo, a esos otros cuyas existencias han sido vulneradas en un país donde no parece existir garantías legales. La libertad del diablo es un retrato atroz de la incertidumbre e intimidación que se respira en México, inserto en esa frontera emocional que separa víctimas y verdugos, criminales y seres sacrificables e indefensos. Los testimonios de muchachitos sicarios y su fugaz estilo de vida y sangre, o de aquellos que perdieron todo, desde la tranquilidad, hasta la vida de sus familiares cercanos, trabajos y hogares. Todo por una decisión absurda: enfrentar al narco en detrimento de sus gobernados.

 

Hasta los dientes

Justo esa batalla desigual e improvisada “contra el narco” en una de sus tantos efectos adyacentes la expone Hasta los dientes (2018), excepcional y arrojado documental del debutante Alberto Arnaut, con la colaboración en el guión y edición de Pedro G. García –guionista de otros espléndidos documentales como Guerrero (Ludovic Bonleux, 2017) y El alcalde (Emiliano Altuna, Diego Osorno y Carlos Rossini, 2012)–, que cuenta una historia verdadera que parece extraída de la más delirante ficción: dos jóvenes estudiantes de excelencia, en el lugar y hora equivocada, son sacrificados y envilecidos por las autoridades y los medios, incluyendo la complicidad silenciosa de su propia escuela.

Hasta los dientes abre con un instante capturado por una cámara de vigilancia en la que se aprecia a un joven que corre y cruza por el encuadre. Una imagen extraña e indescifrable que de a poco irá develando la trama real de Jorge Mercado y Javier Arredondo, amigos inseparables que obtuvieron una beca para realizar estudios de postgrado en el prestigioso “Tec”, en su campus Monterrey. El documental narra la infancia y juventud de Mercado y Arredondo, y el calvario sufrido por sus padres al enterarse de que la pareja de supuestos sicarios “armados hasta los dientes”, abatidos por un comando del ejército la madrugada del 19 de marzo del 2010 dentro de las instalaciones del colegio, no eran otros más que sus hijos. Los soldados que participaron no se confundieron: recibieron órdenes de ejecutar sin miramientos, todo con el fin de que un comandante obtuviera un ascenso en ese río revuelto de la “guerra contra el narco”.

Los estudiantes fueron rematados, torturados y cambiados de lugar. El Tec prefirió callar, el comandante fue premiado y la vida de dos jóvenes promesas fue cortada de tajo, al igual que las ilusiones de sus padres. Arnaut reconstruye escenarios, utiliza imágenes de cámaras de vigilancia, retoma testimonios de familiares, testigos y periodistas que van revelando los hechos. El documental causa indignación e impotencia y no sólo eso, a su vez sabe crear suspenso, mantiene un excelente ritmo y es sensible con los protagonistas.

 

Dibujos y guardianes contra el horror

Otro eficaz y sensitivo trabajo sobre el tema es Dibujos contra las balas (2019), de Alicia Calderón, que narra cómo un grupo de vecinas de Ciudad Juárez organizan refugios infantiles en algunas de las colonias más vulnerables de esa ciudad. Diana, Joseph Bryan y Gael buscan en esos espacios libres de violencia –en apariencia–, la libertad y la seguridad que perdieron en las calles, al tiempo que intentan sanar las heridas que el narco y el crimen organizado les ha dejado. Un retrato sobre la búsqueda de paz en México, en el que Ciudad Juárez es vista como un campo minado pero también como un camino de esperanza, en una obra de imágenes y montaje vigoroso, al igual que sus testimonios infantiles sobre sus terribles cotidianidades.

Tanto Soles negros (2018), del canadiense Julien Elie como 499 (2020), de Rodrigo Reyes, excepcionales retratos de la violencia y el crimen en México, incluyen algunos segmentos relacionados con el impacto del narcotráfico. No obstante, destaca sobremanera El guardián de la memoria (2019), de Marcela Arteaga, que se concentra en los compatriotas exiliados en Estados Unidos que han huido de un municipio de Chihuahua a raíz de esa batalla contra el narcotráfico. El pueblo de Guadalupe de Juárez se convirtió en un pueblo fantasma debido a la violencia. Sus habitantes huyeron sin cerrar sus casas y sin enterrar a sus muertos hacia la frontera con Estados Unidos para mantenerse con vida. En El Paso, Texas, Carlos Spector, abogado de raíces judeomexicanas y su esposa, intentaron ayudarlos.

El guardián de la memoria es un inquietante retrato sobre la intimidación y las desapariciones forzadas en México. La brutalidad de la milicia y la absurda lucha contra el narco, donde la mayoría de las víctimas son civiles. Relato doloroso y actual, filmado con enorme sensibilidad; una suerte de escenografía emocional de pérdidas y desesperanza que le otorgan un halo potente y dramático.

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