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El rostro es la persona

'Octavio Paz. Iconografía', prólogo de Rafael Vargas, Fondo de Cultura Económica, México, 2021.
José María Espinasa

 

Se trata de un libro esperado desde hace tiempo. Son muchas, desde aquella extraordinaria de hace ya casi treinta y cinco años, en el hoy extinto Centro Cultural Televisa, las exposiciones grandes y pequeñas que se han dedicado a Octavio Paz, y varias las publicaciones con fotografías, pero ninguna de la envergadura que tiene ésta. Y es natural que sea el FCE, su editorial en México, quien la publique. Es, además, una buena señal, pues el Fondo, como se le conoce coloquialmente, ha estado en el centro del huracán polémico desde que fue designado como su director Paco Ignacio Taibo, mismo que le ha dado al sello un sesgo muy distinto a sus antecesores, y al menos en apariencia no siempre el apropiado para esa editorial (que no parece el lugar para las publicaciones de divulgación y bajo costo).

La Iconografía es una extraordinaria noticia por varias razones, una de ellas la que permite entender el perfil de esa editorial, que cobija proyectos de largo aliento y no sólo son una manifestación de la ideología y el gusto de su director, y que esa es una de sus características: sabemos que Paz no es un autor del agrado del novelista, pero que Iconografía se publique muestra que, más allá de sus gustos y fobias, el director del FCE empieza a entender la labor de esa institución.

Otra buena señal: la calidad del productor editorial. El editor del libro es el poeta Rafael Vargas, a quien ya debemos otros trabajos sobre el Premio Nobel, también publicados por el Fondo, y muestra que lleva años trabajando esta publicación. Su prólogo es muy bueno, tanto que nos hace lamentar que sea tan breve. El FCE tiene varias iconografías notables –menciono varias sin agotar el catálogo: Alfonso Reyes, Max Aub, José Moreno Villa, Luis Buñuel, Luis Cardoza y Aragón, José Revueltas, Efraín Huerta. El género mismo de la iconografía se enfrenta a un desafío: no contribuir a la iconolatría, tan peligrosa, sobre todo para los escritores. Hay posturas radicales –baste el ejemplo de Gabriel Zaid, que no admite ser fotografiado, y en el otro extremo, Carlos Fuentes en la portada de innumerables revistas- y la gracia está en el resultado de esa narración en imágenes que las iconografías proponen al lector. Vargas lo explica muy bien en su prólogo: “Paz, muy fotogénico, no perseguía la fotografía ni andaba por el mundo en busca de las primeras planas y las portadas. Por otro lado, en los lectores hay un cierto fetichismo de la imagen y solemos tener en el escritorio o en la pared la foto de alguno de nuestros penates. Yo he tenido la de Samuel Beckett durante años, como la de un santo al que le rindo devoción.”

¿Por qué ocurre esta fascinación fetichista? Esperamos encontrar en la mirada, en el rostro, en la manera de peinarse o en la ropa que viste, en los objetos de su entorno, una respuesta a los enigmas que su literatura nos propone. O los volvemos parte de nuestra sentimentalidad, como la foto del padre o la abuela, o la del jugador de futbol o el roquero para el adolescente. Paz no fue, aunque contemos con algunos textos notables en ese rubro e intentos de reunir sus escritos, memorioso, proclive a las escrituras del yo. Lo más cercano es su extraordinario poema Pasado en claro. Para contrarrestar esa ausencia están muchos sus biógrafos. Pero esta Iconografía tiene otras cualidades. Es, como señala Vargas, una biografía en imágenes, pero a la vez es más que eso: un recorrido histórico por un siglo, un testimonio de la formación de un carácter, una permanente oscilación de la revelación al misterio, de la intimidad al hecho público, de, la memoria perecedera al olvido tan selectivo como a veces instantáneo.

Por ejemplo, el lado histórico-familiar, que algunos ensayistas han trabajado, su relación con su abuelo o con su padre, o en el otro sentido de la cronología, con su hija, cobran en fotografía una intensidad y una calidez muy distinta. La atinada selección de citas y la elaboración de pies de foto muestra la seriedad con que se asumió el reto. Es una edición muy bonita, pero no es un libro de adorno, se recorre con placer con la pura mirada, pero también se lee con interés textual. Saber, por ejemplo, al contemplar una foto, que esa mujer joven junto al Paz niño es su prima Amalia, a quien le debe la primera noticia de la poesía mexicana, no deja de comunicar emotividad. Al recorrer las fotos de manera cronológica uno puede constatar la manera en que el reconocimiento se da a través de los ojos. Y hay otros rasgos, como la cabellera que casi siempre parece moverse con el viento. En ese sentido me parece un acierto la elección de la foto de portada, de 1970, que es sin muchos cambios el rostro con el que mi generación, que es también la de Rafael Vargas, lo conoció. Es también la edad de su regreso a México, en donde las tres siguientes décadas no se podrán entender sin su presencia en el debate cultural, social y político. Paz tenía entonces cincuenta y seis años y,s allá del número, lo que hay en ese rostro es una juventud intacta. Tratar de encontrar la respuesta a lo que es la obra de Paz en los rasgos de su rostro es a la vez inevitable y trivial, pues si bien el rostro es la persona, la persona no es el rostro. Una sociedad que rinde un culto tan obsesivo a la imagen como la nuestra corre el peligro de confundir la apariencia con la esencia. Hay que saber mirar bien. Seguiremos interrogando esta iconografía durante mucho tiempo.

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