El Nigromante, un defensor del pueblo

- Jesús Ramírez Cuevas - Sunday, 20 Jun 2021 07:58 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En las múltiples facetas de su trayectoria política, Ignacio Ramírez Calzada 'el Nigromante' logró mantener su congruencia y compromiso, su honradez intelectual y su valentía (incluso en el campo de batalla, pues también fue soldado), lo cual se puede decir de muy pocos. En esta semblanza se da cuenta de ello y se apuntan algunas de sus ideas más importantes.

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Ignacio Ramírez el Nigromante perteneció a la generación de intelectuales y políticos liberales del siglo XIX que, junto con Benito Juárez, defendieron la soberanía nacional, construyeron un proyecto de nación, fundaron la República laica y sentaron las bases educativas, culturales y económicas para establecer un país moderno.

De origen náhuatl, Ignacio Ramírez Calzada fue un intelectual y un hombre de acción que incursionó en casi todos los oficios a su alcance: poeta, periodista, filósofo, abogado, diputado, tribuno, dibujante, funcionario público, soldado, maestro. A lo largo de su vida defendió sus convicciones revolucionarias sin importar las consecuencias; justo por ello fue respetado y temido por amigos y enemigos.

Una de las figuras más radicales y de las mentes más lúcidas de su época, Ignacio Ramírez prefería definirse a sí mismo como Defensor del pueblo. Fue famoso por auxiliar a toda clase de personas y colectividades sin cobrarles un centavo. A él acudieron, buscando consejo y ayuda, indígenas, campesinos y gente pobre de la ciudad. Y debido a su generosidad, Ramírez fue un abogado muy querido. Esto quedó demostrado cuando Ramírez regresó a la capital procedente del exilio en el norte del país y el dictador Antonio López de Santa Anna (quien se hacía llamar “Su Alteza Serenísima”), lo encarceló en 1853 en la prisión de Tlatelolco. Meses después, cuando se produjo la revolución de Ayutla, una multitud se encargó de liberar a Ramírez.

 

Don Simplicio: periodismo y derechos ciudadanos

En 1845, con Guillermo Prieto y Manuel Payno, Ignacio Ramírez fundó Don Simplicio, periódico muy popular por sus ideas liberales y su estilo irónico (lo que llevó a sus redactores a la cárcel en varias ocasiones). En sus páginas, Ramírez comenzó a firmar como “Nigromante”, seudónimo por el que comenzó a ser reconocido en muchos periódicos liberales de la época.

Ramírez se distinguió del resto de su generación por su anticlericalismo radical (impulsando el laicismo y el respeto a la religiosidad popular); compartió con el resto de los liberales un proyecto de nación: la idea de una República con ciudadanos libres, abriendo el camino del derecho del pueblo a la educación pública. Antes que otros pensadores y revolucionarios mexicanos, el Nigromante defendió con fiereza los derechos de las comunidades indígenas y de las clases trabajadoras. Se adelanta a su tiempo al cuestionar la opresión de las mujeres en México y abogar por sus derechos.

¡La República existe!, y si no existiese, la inventaríamos unos pocos, como hemos inventado la Independencia y la Reforma…”, escribe, en 1867, en su ensayo “¿Dónde está la República?”

Ignacio Manuel Altamirano, su discípulo más destacado, describe así a su maestro: “Ignacio Ramírez en México, perseguido cuando joven, conspirando o huyendo, iniciando sus grandes ideas en la tribuna, o realizándolas en los ministerios de Estado, no ha tenido tiempo ni facilidades para preparar obras metódicas; ha sido como los revolucionarios de 1789, periodista, legislador y tribuno, hombre de acción y combatiente.”

De espíritu indomable, revestido de conocimientos enciclopédicos, Ramírez fue uno de los principales redactores y defensores de las Leyes de Reforma, que separó la Iglesia y el Estado; polemista sin igual, irrumpió en la vida nacional como un espíritu moderno que combatió las conciencias conservadoras del México del siglo XIX.

“Ese hombre viene del infierno”, decían a su paso. Los conservadores lo atacaron ferozmente por su postura radical y su por su inclinación a defender los derechos de las mayorías. Ramírez afirmaba que “los conservadores son conservadores porque quieren conservar sus privilegios”.

Su vida y su obra están definidas por el radicalismo extremo, el fuego de un pensamiento inteligente y cultivado, y la firme decisión defender sus convicciones sin importar las consecuencias.

 

No hay Dios…”

Un hecho selló su destinó y marcó la vida de Ignacio Ramírez para siempre. Con apenas diecinueve años, lanzó un apasionado discurso de ingreso a la Academia de Letrán, donde expuso, con la anuencia de Andrés Quintana Roo y el beneplácito de Guillermo Prieto, aquella famosa tesis que dejó atónita a la concurrencia: “No hay Dios, los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos”.

El propio Guillermo Prieto, en Memorias de mis tiempos, relata lo ocurrido ese 18 de octubre de 1836:

En el auditorio reinaba un silencio profundo. Ramírez sacó del bolsillo del costado un puño de papeles de todos tamaño s y colores; algunos impresos por un lado, otros en tiras de recorte de molde de vestido, y avisos de toros o teatros… Arregló aquella baraja, y leyó con voz segura e insolente el título que decía: No hay Dios…

El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no hubieran producido mayor conmoción. Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas. Ramírez veía todo aquello con despreciativa inmovilidad.

Al punto, aquellas palabras hirieron los oídos de la concurrencia, puesto que la mayoría de liberales y conservadores eran creyentes. Cundieron los gritos de hereje, blasfemo, diabólico. El patriarca de aquella comunidad intelectual, Andrés Quintana Roo, tuvo que tomar la palabra y dijo que no presidiría las sesiones de una academia que aplicara mordazas; acto seguido, posó su mano sobre la cabeza del joven Ramírez y lo instó a que continuara su disertación.

Este episodio cambió la historia de México porque, entre otras cosas, le disputó a la Iglesia el monopolio de la interpretación sobre el sentido de la vida y su poder sobre las almas y los cuerpos de la población.

Un siglo después, aquel momento fue inmortalizado por Diego Rivera en su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, colocado en el antiguo Hotel Del Prado. En la pintura original aparecía Ignacio Ramírez sosteniendo un papel que decía: “Dios no existe.” Cabe mencionar que, cuando Rivera pintó el mural en 1948, la frase causó tal escándalo que, de inmediato, los sectores clericales más extremistas comenzaron una embestida contra el Nigromante. De hecho, el obispo Luis María Martínez se negó a bendecir el hotel y un grupo de estudiantes católicos, a golpes de martillo, mutiló lo que consideraron una insolente inscripción.

La agresión fue respondida de inmediato por un centenar de artistas e intelectuales, encabezados por José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, quienes entraron en el comedor del hotel al grito de “Muera el imperialismo”. El propio Diego Rivera subió a una silla y, empuñando un lápiz, restauró la frase que había sido mutilada. Finalmente, la frase fue borrada del mural y, en su lugar, se escribió: “Conferencia en la Academia de Letrán, el año de 1836”.

 

Las batallas del Nigromante

Oriundo de San Miguel el Grande (hoy San Miguel de Allende) Guanajuato, Ramírez estudió Arte y Jurisprudencia en el Colegio de San Gregorio de Ciudad de México. Su inagotable curiosidad intelectual llevó a Ramírez a devorar libros de diversas disciplinas: anatomía, biología, matemáticas, física, química, astronomía, geografía, historia, literatura, filosofía, antropología, economía política, filología e incluso teología escolástica.

Maestro del discurso, la arenga, la disertación y el sermón, su elocuencia y su estilo flamígero lo hicieron el orador más notable de su época. Haciendo gala de esa vasta formación intelectual y recursos satíricos, Ramírez escribió y pronunció criticas mordaces sobre las instituciones inveteradas, las teorías anquilosadas, los dogmas religiosos y las corruptelas que imperaban en la Iglesia católica.

Su crítica frontal y sin concesiones, además de granjearle enemigos poderosos, lo hizo víctima de persecuciones y encarcelamientos. Y es natural, hasta cierto punto. Ramírez fue protagonista de los conflictos ideológicos y militares más dramáticos del siglo XIX: la Revolución de Ayutla, 1854; el Congreso Constituyente de 1856-1857; la Reforma; la intervención francesa, 1863-1867; la República Restaurada, 1867-1876; la revuelta de Tuxtepec e incluso el advenimiento del Porfiriato.

A lo largo de una vida dedicada a divulgar el credo libertario, Ramírez fundó periódicos y revistas para defender el sistema republicano y federalista. Defensor de la descolonización y la independencia de las naciones, el Nigromante fundó el Club Popular (1846), donde germinaron las ideas que, años más tarde, quedarían consignadas como principios en la Constitución de 1857: “La Constitución progresista debe considerar garantías individuales, educación laica y gratuita, igualdad de géneros, un México libre por la separación de la Iglesia y el Estado”, apuntó.

Convencido de que el progreso económico también produciría bienestar social y fortalecería la democracia, Ramírez escribió: “Gracias a la revolución económica, todo poder público se instituye para beneficio del pueblo, y los derechos individuales son la base y el objeto de las instituciones sociales” (Obras, T. II). E incluso sostuvo: “El saqueo al erario público debe ser considerado un delito grave y equiparable a la traición a la patria.”

Su crítica ante la ausencia de una visión con justicia social entre los diputados constituyentes fue notable:

El más grave de los cargos que hago a la comisión es el de haber conservado la servidumbre de los jornaleros. El jornalero es un hombre que a fuerza de penas y continuos trabajos arranca de la tierra, ya la espiga que alimenta, ya la seda y el oro que engalanan a los pueblos. En su mano creadora el rudo instrumento se convierte en máquina y la informe piedra en magníficos palacios. Las invenciones prodigiosas de la industria se deben a un reducido número de sabios y a millones de jornaleros: dondequiera que exista un valor, allí se encuentra la efigie soberana del trabajo[…] Así que, el grande, el verdadero problema social, es emancipar a los jornaleros de los capitalistas. La solución es muy sencilla y se reduce a convertir en capital el trabajo. Esta operación exigida imperiosamente por la justicia, asegurará al jornalero no solamente el salario conveniente a sus subsistencia, sino un derecho a dividir proporcionalmente las ganancias con todo empresario.

 

Defensor de las comunidades originarias

Ignacio Ramírez, además de todo, escribió alegatos en donde su crítica ahonda en el racismo y los abusos que se cometen contra los indígenas:

Los poderosos habían despojado a los indios de sus tierras, compraban sus cosechas a precios irrisorios, y habían llegado incluso a quitarles el agua; los indígenas estaban obligados a cuidar propiedades que no les pertenecían; estaban sujetos al sistema de peonaje por deuda, eran maltratados como esclavos y no tenían siquiera la libertad de contraer matrimonio con la persona de su elección… los indios estaban sujetos a leyes que no entendían ni conocían.

Precisamente por estas palabras se le juzgó y prohibió que divulgara uno de sus artículos más emblemáticos: “A los indios”. El propio Mariano Riva Palacio, padre del escritor liberal Vicente Riva Palacio, señaló que el artículo “incita a los indios a desconfiar de los hacendados, de los jefes de Estado, de los eclesiásticos y de los ricos… es un llamado a la desobediencia”. No hay que olvidar que, en su apasionada defensa hacia los indígenas, Ramírez no dudó en oponerse frontalmente a las leyes desamortización de las tierras indígenas impulsadas por Juárez.

 

El Nigromante y las mujeres

En el siglo XIX las mujeres mexicanas eran tratadas como seres humanos de segunda clase y se les negaba recibir educación y emitir el voto. Ignacio Ramírez, en Los cuatrocientos mil soberanos (1867), fue pionero en cuestionar la situación de las mujeres. En un texto titulado Un nuevo aspecto de la cuestión, agregó:

[A la mujer] se le regatea la instrucción y sólo se le iguala al hombre en los delitos y en las penas. […] La teoría oficial, en las leyes divinas y humanas, se reduce a este precepto: la mujer, obedezca al hombre […]. Consecuencia de tales principios es que para la mujer, en ejercicio de su sexo, hayan existido tres estados: matrimonio, prostitución y concubinato. Casada o amancebada, pertenece al marido, ramera es esclava del público; esposa suplementaria, gime bajo la férula de los esposos o lleva la marca del adulterio donde la poligamia está proscrita.

Ignacio Ramírez, que pugnó a favor de los derechos a las mujeres, no sólo fue un hombre adelantado a su tiempo, sino también un visionario.

 

El apóstol del laicismo

No es exagerado decir que Ignacio Ramírez es el padre del laicismo mexicano: “No venimos a hacer la guerra a la fe, sino a los abusos del clero. Nuestro deber como mexicanos no es destruir el principio religioso, sino los vicios o abusos de la Iglesia para que, emancipada la sociedad, camine”, expresó.

Antes de la Reforma, el poder de la Iglesia y el del Estado estaban de la mano. La Iglesia tenía el monopolio de la educación en el país y sus integrantes gozaban de fueros y privilegios. Todo esto, y más, empujó a Ramírez a defender el laicismo en México: como periodista, intelectual, profesor, legislador e incluso como funcionario público.

A pesar de haber sido ministro de Estado en diversas ocasiones, Ramírez murió, pobre, en su casa a los sesenta y un años. Más allá de los (muchos) bretes y contratiempos que enfrentó en su vida, lo cierto es que Ignacio Ramírez, el Nigromante, fue un espíritu grande, congruente y libre. El legado de su herencia cultural e intelectual no sólo es excepcional, sino que, sin duda, habrá de subsistir durante mucho tiempo más.

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