El cine policíaco y criminal de los sesenta
- Rafael Aviña - Sunday, 11 Jul 2021 07:40



----------
No hay duda al afirmar que el mejor cine policíaco mexicano se desarrolló durante el período alemanista cuyos claroscuros, corrupción y nota roja alimentaron sus tramas. Por supuesto, los relatos policiales y criminales intentaron adecuarse a los tiempos que corrían, no siempre de la mejor manera, más aún cuando la cinematografía mexicana atravesaba por un momento de crisis al final de su época dorada. Se producía cine con menos dinero, ideas más elementales y equipos de producción ínfimos; de ahí el tratamiento argumental de la mayoría de las películas, que intentaban retratar el tema en contraste con la nota roja real del momento. El cine industrial de aquel entonces fue incapaz de revisar a fondo ese tipo de patologías o entender a las víctimas, alejadas de una justicia expedita, arrancados de este mundo con alevosía y sufrimiento.
El cine policial de los años sesenta abría con la intrigante El hombre de la ametralladora, de 1960, dirigida por Chano Urueta, con guión de Ramón Obón. El héroe es un joven y pulcro reportero (Fernando Casanova) que colabora con la policía para recuperar a unas niñas raptadas –una de ellas, Lucero Taboada–, incluyendo a su propia novia, encarnada por Silvia Fournier. No obstante, el verdadero protagonista de este relato siniestro y de obsesiones fálicas es un extraordinario David Silva, que interpreta a Juan Morales el Chicago, repulsivo villano con bigote recortado, chamarra texana blanca, sombrero del mismo color y una impresionante ametralladora; el Chicago es un criminal psicópata que intenta envenenar a las menores con leche adulterada.
En ese mismo 1960 aparece una obra que se sumergía en temas criminales para mostrar a una juventud envuelta en los peligros del desconcierto social. Los jóvenes marcaba el debut en la realización del eficaz guionista español afincado en México, Luis Alcoriza, que saca partido de la coquetería de Tere Velázquez, la sensualidad oculta de una muy joven Adriana Roel y la galanura y nihilismo de Julio Alemán, quien se crece ante sus timoratos seguidores imponiendo miedo y brutalidad, pero se empequeñece ante la autoridad al fungir como delator.
En Juventud rebelde/Jóvenes y rebeldes (1961), de Julián Soler, tres jóvenes vagos, uno de ellos Adalberto Martínez Resortes, molestan a una muchacha y roban un automóvil. Con el auto provocan un accidente fatal y la policía apresa a Resortes, delatado por uno de sus amigos. Años después, Resortes abandona la penitenciaría del DF y llega a una cafetería juvenil que atiende el anciano Francisco Reiguera, cuyo hijo asiste al Politécnico, cuando una palomilla que comanda el Tenis (Fernando Luján) hace un desmán. Aquí, Resortes intentaba transmitir sus traumáticas experiencias como expresidiario y participa alegremente del desenfreno rocanrolero al ritmo de Bill Halley y sus Cometas, María Eugenia Rubio y Cesar Costa. David Silva hace el papel de el Charrascas, otro expresidiario sin escrúpulos y antiguo compañero de celda de Resortes, a quien obliga, junto con sus cómplices y Luján, a raptar a Betty (Lorena Velázquez).
El Santo: la quimera justiciera
No sólo comediantes, nuevas figuras o añejas estrellas participaban de ese rutinario y elemental cine policíaco de los años sesenta; a su vez, el cine de luchadores también aportó algunas tramas con elementos de justicia y criminalidad. En Santo contra los zombis (1961), de Benito Alazraki, el Enmascarado de Plata enfrenta a muertos vivientes enfundados en ridículas mallas que asaltan la joyería Plateros en la calle de Madero, en el Centro Histórico. “¿Y éste es el que nos va a ayudar?”, pregunta dudosa la atractiva Lorena Velázquez cuando conoce al Santo en la arena: “Es el mejor aliado del bien y la justicia”, responde enfático Jaime Fernández, detective de la corporación. Y la frase final del filme, en voz de Dagoberto Rodríguez como el jefe policíaco Almada, es de antología: “Santo es una leyenda, una quimera, la encarnación de lo más hermoso: el bien y la justicia. Ese es el Santo, El Enmascarado de Plata”, en tanto que éste se despide agitando el brazo.
Ese mismo año de 1961, Federico Pichirilo Curiel dirige la trilogía compuesta por Santo contra el cerebro diabólico, Santo contra el rey del crimen y Santo en el hotel de la muerte. En la primera, Santo ayuda al comisionado del pueblo de Los Robles a enfrentar a unos hampones que provocan una trifulca en una cantina. Más tarde, apoyado por una guapa reportera (Ana Bertha Lepe), su novio (Fernando Casanova) y su amigo –interpretado por Beto el Boticario–, destruye los planes del maniático Doctor Zuko, que roba cadáveres para resucitarlos. Conviven aquí lo urbano y lo rural, y Lepe recibe al final varias nalgadas por parte de Casanova, luego de sufrir el lujurioso acoso del villano Luis Aceves Castañeda. No en balde la película tuvo clasificación “C”. La mejor escena del filme es aquella donde el héroe consigue detener con la fuerza de su cuerpo una avioneta a punto de despegar.
En Santo contra el rey del crimen el arranque es sensacional: unos chamacos acosan a una niña a la salida del colegio y un muchachito algo enclenque (el futuro compositor Francisco Curiel, hijo del realizador) se lanza a las trompadas para defender a la chiquilla. Al llegar a su casa todo maltrecho es recibido por un mayordomo tipo Alfred, el de Batman, y su anciano padre (René Cardona) le confiesa a su hijo que él es el Santo y le pasa la estafeta al pequeño, quien al crecer se convierte en el relevo generacional del héroe de máscara plateada y se enfrenta al Rey del Crimen y sus secuaces, que controlan las apuestas en el Frontón México y agreden a varios pelotaris. Aparece aquí el apoyo de la Interpol para vencer a los delincuentes, y podemos ver el famoso reloj-transmisor llamado x-Alfa, aparato revolucionario en su tipo, en el más puro estilo de los gadgets que distinguirían a personajes como James Bond y Batman. En Santo en el hotel de la muerte, filmada en el Hotel Vasco, en Cuautla, y cercano a una zona arqueológica en el estado de Morelos, Lepe descubre la desaparición de varias mujeres y enfrentan a un arqueólogo obsesionado con un tesoro prehispánico, mientras Alejandro Parodi interpreta a un chantajista que recorre el área de las albercas con su revólver en mano.
Del noir a Viruta y Capulina: la decadencia
En esa década de los sesenta, los aspirantes a policía permanecían internados en el plantel mientras cursaban sus estudios. Gozaban de franquicia semanal, se les dotaba de uniforme, equipo deportivo, alimentación y atención médica. La Academia de Policía contaba con treinta y cinco profesores normalistas titulados. A su vez, la educación policial se complementaba con prácticas de crucero, que se realizaban en escenarios reales a fin de que los policías novatos se familiarizaran con los vecindarios.
Entretanto, criminales más violentos, tráfico de drogas, prostitución, psicopatía y rabia, tramas detectivescas y periodísticas, varias situaciones de chantaje y sexualidad e incluso la comedia paródica, se convirtieron en los temas preferidos del cine policíaco de la época, en donde la elegancia del noir y sus profundidades dramáticas y románticas se habían diluido casi en su totalidad. En Matar es fácil (1966), de Sergio Véjar, por ejemplo, Arturo de Córdova interpreta a un cínico y seductor pianista que contrae deudas de juego; en cambio, en un tono más cercano a la comedia, Cargando con el muerto (1964), de Zacarías Gómez Urquiza, con Manuel Capetillo y la joven Blanca Sánchez, iniciaba como relato de suspenso policíaco cuando los propietarios de un camión de mudanzas, Cachirulo y Copetón –los hermanos Rodolfo y Ramón Rey–, son contratados para transportar una pesada caja en cuyo interior va un muerto (Mario García Harapos). David Silva encarna al jefe de una banda de criminales en contubernio con un socio, el Profesor (Agustín Isunza), quien desintegrará el cadáver con un poderoso ácido, aunque él mismo termina quemándose.
La cinta fue filmada al mismo tiempo que Falsificadores asesinos, otra intriga detectivesca que incluía comedia romántica y musical, suspenso, terror, crimen y humor negro. Algo similar sucedía con algunas de las historias protagonizadas por la entonces exitosa pareja surgida del programa televisivo Cómicos y canciones: Gaspar Henaine Capulina y Marco Antonio Campos Viruta, escritas por su guionista de cabecera, Roberto Gómez Bolaños Chespirito, como sucede en Pegando con tubo (1960), de Jaime Salvador, una suerte de apología del cuerpo policíaco en donde los cómicos conquistan a las hermanas Rosina y Socorro Navarro, ante la aprobación de su neurótico jefe Arturo Bigotón Castro, así como Detectives o ladrones (1966), de Miguel Morayta, en la que Viruta y Capulina ayudan a reconciliar a una pareja joven, como ejemplos de la decadencia absoluta del cine policíaco mexicano de esa década.
No obstante, como colofón, vale la pena destacar una obra sensible y moderna: La muerte es puntual (1965), de Sergio Véjar, que arranca con una gran escena nocturna de persecuciones, asaltos y violencia física por el control de la distribución de la droga en varios puntos de la urbe, cabarets, antros y el accionar policíaco, todo con la participación de Maricruz Olivier, que atiende una cafetería, su enamorado Alfredo Leal, Julián Pastor, el hermano delincuente de aquélla; el capo violento Eric del Castillo que controla a una muy bella y jovencita Ana Martin, y Gloria Marín, que decide ayudarla. A lo anterior se suma la participación de figuras como José el Perro Estrada, José Luis Cuevas, Arturo Ripstein, René Rebetez, Enrique Rocha, Graciela Enríquez, Los Monjes y Tongolele, y un final nihilista que sucede afuera de la Procuraduría de Justicia en la madrugada.