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Cuadros de un museo de la crueldad

'La furia del cordero', Rómulo Bustos, Seshat Ediciones, Colombia, 2020.
Marco Antonio Campos

 

Una de las más interesantes promociones que hubo en Latinoamérica en la segunda mitad del siglo anterior y lo que va del siglo, es la de los nacidos entre 1945 y 1954 en Colombia. Me vienen rápidamente los nombres de María Mercedes Carranza (1945-2004), Raúl Gómez Jattin (1945-1957), Harold Alvarado (1945), Juan Manuel Roca (1946), Darío Jaramillo Agudelo (1947), Horacio Benavides (1949), Piedad Bonnett (1951), Amparo Osorio (1951) y Rómulo Bustos Aguirre (1954).

Con un título antitético, Rómulo Bustos (Bolívar, 1954) publicó en 2020 su magnífica antología La furia del cordero en la colección Obra Abierta de Seshat Ediciones, en su natal Colombia. Es una apretada colección de brevedades intensas, ante todo fábulas y epigramas, salvo dos poemas de cierta extensión, “Poema de amor con serpientes, erizos y palomas” y “Lenguas”. Con imaginación milimétrica, Bustos Aguirre dibuja poemas que son como cuadros pequeños en los muros de un museo de la crueldad.

Los ojos del autor no ven: escrutan. Calculados verso a verso, los poemas parecen hechos por un meticuloso laboratorista que en la mesa, con un microscopio y un juego de pequeños instrumentos, estudia sus materiales, disecciona, junta y separa hasta que el material queda perfecto. Buen número de esos poemas son despiadados o brutales, donde no se excluye lo repugnante y lo escatológico. Por ejemplo, en “Escenas de Marbella”, con un extremo humor negro, Dios mismo puede yacer muerto en una playa como un gran pez y las gentes pueden irlo destazando y llevarse porciones del cuerpo a su casa; o en otro poema Jonás no saldrá tal vez nunca del cuerpo de la ballena porque es –¿lo sabrá?– el corazón del cetáceo (“Monólogo de Jonás“).

En Rómulo Bustos Aguirre están íntimamente integradas inteligencia y emoción. En sus breves piezas el primer verso atrapa al lector y el último puede ser como un puñetazo al estómago o una cuchillada que hiende la cara. El hombre fue así, es así, y no cambiará nunca, y los poemas están escritos en la página para mí, para ti, para nosotros, y Bustos nos acaba convirtiendo en un insecto, un animal, un árbol, un pájaro, una montaña.

Los motivos de La furia del cordero, tomados de la vida cotidiana, a veces tienen referencias bíblicas o mitológicas. Algunas fábulas tienen una doble lectura y otras las que el lector quiera encontrarles. Suelen decir mucho más de lo que dicen. Encontramos en los poemas de Rómulo Bustos devoradoras hormigas, estáticos mariapalitos, calculadoras arañas, grotescos mandriles –que son espejo de lo siniestro que somos–, erizos –que punzantemente con sus agujas hacen el amor–, cenzontles, que son quizá más cenzontles cuando se olvidan de sus cuatrocientos cantos y se adentran en su silencio… Rómulo Bustos es tan inteligente que puede simular que en su trabajo poético no hay ingenuidad ni inocencia.

Desde el primer poema, “Ajedrez”, sabemos que el reino quedó a la deriva, que la guerra se perdió, y que las piezas –adelante iban guerreros y peones– han caído, y la reina –el final es excepcional– pasea desolada y “a veces/ asoma su pálido rostro entre las almenas/ y parece aún no entender lo que ha pasado”. Son muy pocos los poemas que no me gustan, pero algunos me parecen perfectos, como el antedicho “Ajedrez”, “Monólogo del verdugo”, y dos extrañamente llenos de imaginación y ternura, “Mantarraya” y “Poiesis”. En el antedicho “Monólogo del verdugo”, el personaje hace una relación de su oficio, alguien que cumple órdenes del rey, quien es a la vez emblemática y realmente un tirano. Transcribamos el poema: “Cuando el rey baja la mano/ debo entender que hay que aniquilar a la víctima/ Si la deja a media asta/ se trata entonces de una mutilación simple/ Si un poco más debajo de una mutilación doble/ Ignoro si alguna vez ha levantado la mano/ absolutorio./ Diarias son las inmolaciones/ Los días no son menos violentos que las noches/ ¿llegará un descanso para mi fatigado brazo?/ En verdad no soy mejor ni peor/ que el resto de los mortales.”

En este libro Rómulo Bustos da la bienvenida a la última cena donde, vestidos muy elegantes, los hombres serán muy bien comidos antes de que se abran las puertas del infierno.

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