Bemol sostenido
- Alonso Arreola | t: @LabAlonso / ig: @AlonsoArreolaEscribajista - Sunday, 15 Aug 2021 10:15



El 25 de julio pasado finalmente se presentó en el Foro del Tejedor un disco del Mariachi Charanda. Esto es relevante no sólo por lo que implica para productores y compositores presentar una obra física en los incontrolados tiempos del streaming, sino porque seguimos bogando en las aguas de una pandemia que presenta nuevas olas de furia. Además sucede que se trata de un disco que esperó cuatro décadas para conducirse a la luz (salió en 2020). ¿Por qué?
Hay algo en sus integrantes, cuando los vemos o leemos en entrevistas, que parece responder a una lenta pero sólida filosofía. Hablamos de esa conciencia fundamental para los ecos populares: la música nos pertenece a todos y, para que sobreviva con salud, debe volar libre en una cotidianidad sin trabas. Ello no implica, por supuesto, que su trabajo esté exento de conciencia histórica. Por el contrario, el grupo ha permanecido cerca de investigadores del pasado y compositores del presente obteniendo aires que dan sustento a sus henchidas velas.
Dicho esto, no es un proyecto al que le angustiara especialmente la ausencia de huellas discográficas. Sospechamos, por el contrario, que se trata de un combo motivado poderosamente por la actuación presencial, tal como sucediera con sus primeros pasos en calles europeas, según recuerda en artículo reciente la escritora Mónica Lavín, relacionada filialmente con el Charanda. Desde entonces el conjunto ha tocado por todo México así como por distintos países del orbe, lo que no sorprende. ¿Por qué? Sus características son excepcionales. A una evidente calidad sonora se suma la postura tradicional que lo lleva a mantener dotaciones alejadas de ventoleras estridentes (no por ello malas).
En otras palabras, el Mariachi Charanda se aboca a la exhibición de un sexteto que, si bien pudiera ser pequeña orquesta, rehúye la musculatura de agrupaciones como el Vargas de Tecalitlán que apuestan por los esteroides que brindara el Cine de Oro. Nos referimos a la inclusión de instrumentos de aliento –trompetas sobre todo– entre los que se multiplican gritos estereotipados para el turismo de lo invisible. Repetimos: ello no está mal y también da forma al ADN nacional; el asunto que nos ocupa hoy, empero, es que muchas veces su espectacularidad se impone alejando las formas que le dieron origen.
Entonces, ¿qué suena en este disco certeramente homónimo? Los instrumentos, soslayando el canto, son todos de cuerda. Voz (María Perujo), violines (José Luis Perujo, Javier Lassard), guitarrón (Emilia Perujo), vihuela (Emilio Perujo, Sergio Méndez) y guitarra de golpe (Carlos Carral). Entre los invitados está José Nieto, el Purépecha, en la única grabación que no pertenece a tiempos recientes sino a 1995. A él lo asesinaron unos asaltantes atraídos por su restaurante, hace veintiún años. Por desgracia, nada nuevo en estas tierras bárbaras. Con su inclusión queda confirmada la agradable premisa de lo sincero, cuando se hace lo que hay que hacer. Ni más ni menos.
Es así que las canciones son quince. De ellas hay cuatro con firmas conocidas: “El herradero” de Pedro Galindo Galarza, “Atotonilco” de Juan José Espinoza Guevara, “La tequilera” de Alfredo D’Orsay y “Tierra mestiza” de Gerardo Tamez. Las demás son del dominio público. Verbigracia: “El limoncito”, “El cuervo” y “La pulquería”, entre otras más, todas ostentando nombres comenzados en artículo, lo que subraya un perfil humilde y descriptivo.
¿Cuál es nuestra favorita? Es fácil decirlo pues la sangre que bombeamos tiene ligas con Zapotlán, pueblo que frente a Sayula también recibe “Las olas de la laguna”, ese “delgado sueño” que tantas veces vimos al visitar a los abuelos. Quede ello para invitarle, lectora, lector, a decorar su trama vital con esta obra bien producida por el incansable, el necio Alebrije de Alejandro Colinas. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.