La vida sin fin de 'Muerte sin fin'
- Vilma Fuentes - Sunday, 22 Aug 2021 07:44



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El juego de las escondidillas, para quienes buscan las sorpresas, no termina con la infancia. Al contrario, extiende su magia a otras edades al prolongar el asombro del descubrimiento.
Juego de apariciones y desapariciones, el enigma de ser, presente o ausente, ofrece la explosión de dicha del niño cuando descubre a su amigo en un espacio hasta entonces secreto, antes de desparecer él mismo en otro escondite para ser a su vez buscado y descubierto. Juego de descubrimientos: qué alegría y qué angustia pueblan esta espera entre el deseo y el temor de ser encontrado, seguir invisible en un triunfo solitario, quedar invisible en el olvido de los otros. “La poesía no es diferente, escribe Gorostiza, en esencia, a un juego de a escondidas en que el poeta la descubre y la denuncia, y entre ella y él, como en amor, todo lo que existe es la alegría de este juego.”
Muerte sin fin, poema sobre Dios, poema sobre el alma, poema cuya forma se concibe y se construye a sí misma, propone un enigma: el de su propio nombre. La evidencia es tan clara que nos deslumbra: “La dificultad de Muerte sin fin, señala Octavio Paz, reside en su claridad… A fuerza de transparencia, la imagen tiende a hacer invisible la discordia interior.”
Para Gorostiza la muerte no es el fin, carece de término y se extiende, más allá de la vida –al venir de Dios, de la eterna muerte de Dios–, sobre regiones gobernadas por un tiempo verdaderamente Tiempo y no simple transcurso. No sería desatinado afirmar que Gorostiza mantiene un diálogo con Nietzsche cuando escribe: “flota el espíritu de Dios que gime/ con un llanto más llanto aún que el llanto,/ como si herido –¡ay, Él también!— por un cabello,/ por el ojo en almendra de esa muerte/ que emana de su boca,/ Hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta./ ¡ALELUYA, ALELUYA!”
Nos da una interpretación distinta de la corriente a propósito del pensamiento de Nietzsche y que Jacques Bellefroid somete a la prueba de la evidencia: “De lo inexistente, nada se puede decir, concepto como el de Dios: su muerte, lejos de borrar su existencia, establece su última prueba. Por una segunda razón, más grave: la unión de la muerte a la persona de Dios, unidos el uno al otro por el verbo ser: “Dios está muerto” no debería comprenderse como la desaparición clínica de quién sabe qué padre eterno, considerado desde una visión torpemente antropomórfica, sino, al contrario, una atención más sostenida, una escucha más literal, permite tal vez comprender: Dios es muerte, así como se puede decir Mujer es bella o Cielo es azul. La belleza, el color azul o la muerte definen entonces el carácter y la naturaleza de la aparición. Ser bella o ser azul no implica ni sólo ser eso, ni serlo en lo absoluto.”
Enigma de la muerte y, anterior a ella, del ser. La esencia poética no trata de algo más desde la época lejana cuando fue escrito el primer verso del poema de Parménides: “El ser es, en efecto.” Octavio Paz abunda en este sentido cuando define Muerte sin fin como un himno fúnebre que canta “la muerte de Dios, que regresa a lo obscuro. Canta también a la muerte de la conciencia universal. Y la de cada uno de nosotros –islas de monólogos sin eco. Muerte circular y eterna, porque es una muerte que no cesa de morir. El ser es un insaciable y jamás satisfecho apetito de morir”.Nadie sino el Ser Único –escribe Gorostiza en sus Notas sobre la poesía– más allá de nosotros, a quien no conocemos, podría sostener en el aire, por pocos segundos, el perfume de una violeta. El poeta puede –a semejanza Suya– sostener por un instante mínimo el milagro de la poesía. Entre todos los hombres, él es uno de los pocos elegidos a quien se puede llamar con justicia un hombre de Dios.”
Hace ya medio siglo, Salvador Elizondo me invitó a conocer a José Gorostiza. Nos recibió sentado en una silla, con una cobija sobre las piernas. Más viejo que su edad, como su poema, era anterior a él mismo y habitaba en su cuerpo como una estrella vacía, una catástrofe infinita. “¡El mar, el mar!/ Dentro de mí lo siento./ Ya sólo de pensar/ en él, tan mío,/ tiene ya sabor de sal mi pensamiento.”
De una manera oscura, sin conocer aún los vasos comunicantes que unen a poeta, poema y lector: alquimia que convierte al verdadero lector en el verdadero autor, las escondidillas de Gorostiza aparecían ante nosotros.
Camino a casa de Gorostiza, Salvador me había preguntado mi edad. “Veintiún años”, le dije. “¿Te das cuenta que siempre tendré dieciséis años más que tú y que siempre te precederé por toda la eternidad?” Abrió su ejemplar de Muerte sin fin y me señaló unos versos que seguí más con la memoria que con los ojos: “¡oh Dios, sobre tus astillas,/ que acaso te han muerto allá,/ siglos de edades arriba,/ sin advertirlo nosotros,/ migajas, borra, cenizas/ de ti, que sigues presente/ como una estrella mentida/ por su sola luz, por una/ luz sin estrella, vacía,/ que llega la mudo escondiendo/ su catástrofe infinita.”.